
El físico Steven Weinberg. Montaje: Rubén Vique
La autobiografía del físico Steven Weinberg: entender el Universo como motivación vital
Acaba de publicarse 'A Life in Physics', las memorias incompletas del Premio Nobel estadounidense, una 'rara avis' en el competitivo mundo académico
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Uno de mis géneros literarios favoritos son las autobiografías, y dentro de ellas las de científicos, aunque no desdeño las de otros profesionales. Mi lista de favoritas está encabezada por la de Charles Darwin, que escribió porque podría “resultar, quizá, interesante para mis hijos o para mis nietos. Sé que me habría interesado considerablemente haber leído algún bosquejo de la mente de mi abuelo compuesto por él mismo, por más breve y mortecino que fuera; de lo que pensó y de lo que hizo y de cómo trabajaba”. Tal vez porque lo único que pretendía era que sus descendientes tuvieran una idea de lo que pensó y pretendió, y no que se publicaran —de hecho, sólo aparecieron después de su muerte—, son tan sinceras.
Desearía que otros personajes que por una razón u otra me interesan, hubieran dejado este tipo de testimonio. Sería maravilloso leer lo que Isaac Newton pensaba sobre el hecho de haber sido hijo póstumo y que su madre se casara de nuevo cuando sólo tenía tres años, dejándolo al cuidado de su abuela, que nos hubiera hecho partícipe de sus angustias religiosas —fue un devoto arriano, esto es, su Dios era único, no creía en la Trinidad, él, que era miembro del Trinity College, el Colegio de la Trinidad (por eso, ocultó sus ideas)—; o que se hubiese explayado sobre lo que pensaba sobre otros científicos a los que se enfrentó, los casos, entre otros, del talentoso científico Robert Hooke o del Astrónomo Real John Flamsteed.
Mi admirado —no en todo— Albert Einstein escribió unas “Notas autobiográficas”, pero fue muy cuidadoso limitándose a sus trabajos científicos, “porque —anotó— lo fundamental en la existencia de un hombre de mi especie estriba en qué piensa y cómo piensa, y no en lo que haga o sufra”. Lo comprendo, pero, de alguien tan único como él, muchos desearíamos saber algo de, sobre todo, lo que “sufrió”, más allá de lo que se puede extraer de su abundante correspondencia.
Fuera del ámbito de la ciencia, pienso en Pablo Picasso, cuyo mundo interior es, creo, bastante desconocido. Recuerdo con agrado las memorias de Luis Buñuel, Mi último suspiro, y se me ha quedado grabado en la memoria que allí confesaba que estaba agradecido a la vejez porque le había librado del yugo de sus intensas pulsiones sexuales.
Es posible que algunos de esos “faros de la humanidad” hayan tenido la intención de escribir sus memorias, pero que el tiempo, que no tiene paciencia ni piedad, les haya negado cumplir tal deseo: Caronte, el mitológico barquero que lleva al “inframundo”, puede llegar sin realizar ningún anuncio. Todo esto tiene que ver con la reciente publicación de la autobiografía, A Life in Physics (Cambridge University Press, 2025), del físico estadounidense, Premio Nobel en 1979, Steven Weinberg (1933-2021). Unas memorias incompletas pues la muerte le llegó antes de terminarlas.
Me he apresurado a leerlas por varios motivos. Uno de ellos, por si contiene datos relevantes que me sean de utilidad en la historia de la física cuántica que estoy terminando de completar, al fin y al cabo, él desarrolló, junto a Sheldon Glashow y Abdus Salam, pero de manera independiente, una teoría (la teoría electrodébil) que unificaba las interacciones electromagnética y débil (la responsable de la radiactividad).
Pero mi interés y admiración por Weinberg tiene otras facetas, la principal se encuentra en su capacidad literaria e intelectual, que mostró en libros de carácter general como Plantar cara (Paidós), Explicar el mundo (Taurus) o El sueño de una teoría final (Crítica), en el que defendía que la física experimental de altas energías tenía que seguir siendo apoyada por el Gobierno Federal estadounidense para que se pudiese llevar a término la construcción en Texas de un gigantesco acelerador de partículas, el Supercolisionador Superconductor, en el que, de haberse completado, probablemente se habría encontrado el famoso bosón de Higgs (finalmente el Congreso de Estados Unidos rechazó continuar su financiación).
La frase “Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más sin sentido parece también”, le ocasionó problemas
Pese a ser interesantes estos libros, ninguno lo es tanto como Los tres primeros minutos (Alianza Editorial), publicado en primer lugar en Nueva York en 1977. Fue esta una obra pionera para la unión de la física de altas energías (o de partículas elementales) con la cosmología de los primeros instantes del Universo; ningún acelerador terrestre puede competir con el “acelerador cósmico” que fue el Big Bang.
Pero lo que hoy permanece de este libro —pues la comprensión de esos primeros instantes ha mejorado mucho desde entonces—, lo que aún emociona, son unas frases, mil veces repetidas, que incluyó en el “Epílogo”: “Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más sin sentido parece también. Y si no hay alivio en los frutos de nuestra investigación, hay al menos algún consuelo en la investigación misma.
Los hombres no se contentan con consolarse mediante cuentos de dioses y gigantes, o limitando sus pensamientos a los asuntos cotidianos de la vida. También construyen telescopios, satélites y aceleradores, y se sientan en sus escritorios durante horas interminables tratando de discernir el significado de los datos que reúnen. El esfuerzo para comprender el Universo es una de las pocas cosas que eleva la vida humana sobre el nivel de la farsa y le imprime algo de la elevación de la tragedia”.
En un poco conocido artículo con el que contribuyó a una obra colectiva, Living Philosophies (1990), Weinberg explicó que la frase “Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más sin sentido parece también” le ocasionó “más problemas con sus lectores que cualquier cosa que haya escrito jamás, pero que todo lo que quería decir es que, si buscamos en los descubrimientos de la ciencia algún sentido para nuestras vidas, no lo encontraremos”. Y añadía: “Esto no quiere decir que no podamos encontrar cosas que den sentido a nuestras vidas”.
Aunque su autobiografía haya quedado incompleta —se detiene en 1999—, queda claro en ella que él sí encontró sentido a su vida en, al menos, dos cosas: la investigación en física, y el amor que profesó a su esposa, Louise, una distinguida experta en Derecho, hasta el punto que abandonó su cátedra en la exclusiva Universidad de Harvard por otra en Texas, para estar junto a ella, que había sido nombrada catedrática allí. Fue, por esto último, una rara avis en el competitivo mundo académico.