Image: Nora Barlow o la intimidad frente a la historia

Image: Nora Barlow o la intimidad frente a la historia

Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Nora Barlow o la intimidad frente a la historia

17 mayo, 2019 02:00

Iustración de la Autobiografía de Darwin (Nórdica)

Pertenecer a la familia directa de alguien que alcanzó gran notoriedad, o ser uno de sus descendientes cercanos, puede tener sus ventajas (las tiene), pero no siempre es fácil. Las dificultades pueden ser personales -que no te miren o consideren sino como un pobre remedo de tu antepasado-, pero de estas no diré nada, allá cada cual con la carga familiar que debe soportar, pero sí trataré de las relativas a la utilización de su legado. La reciente publicación de una nueva edición de la Autobiografía de Charles Darwin (Nórdica), nos recuerda que los científicos también pueden sufrir los “manejos” póstumos de sus familiares. Ya he mencionado en alguna ocasión que en la primera edición de ese valiosísimo documento, publicado en 1887, cinco años después de la muerte del naturalista, y que tuvo de responsable de la edición a uno de sus hijos, Francis, se suprimieron no pocos pasajes (unas 6.000 palabras), en los que Darwin expresaba lo que opinaba de algunos de sus contemporáneos, o en los que mostraba con claridad sus ideas religiosas. Sobre estas, y después de preguntarse si se podía confiar en la mente humana (que él creía se había desarrollado “a partir de una mente tan básica como la del animal más simple”) cuando extrae conclusiones como “la existencia de una Primera Causa”, esto es, de un Dios, escribía en uno de los pasajes omitidos: “¿No serán estas [conclusiones] el resultado de la conexión entre causa y efecto que nos parece necesaria pero que probablemente depende simplemente de la experiencia heredada? No debemos tampoco ignorar la probabilidad de que la constante inculcación de la fe en Dios en la mente de los niños produzca un efecto tan fuerte y acaso heredado en sus cerebros (aún no del todo desarrollados), que les costaría tanto desechar su fe en Dios como a un mono le costaría desechar su miedo y odio instintivos a una serpiente”.

No es la primera vez que se publica en castellano la edición completa de la Autobiografía. En 2008 la editorial Laetoli la publicó, marcando en negritas los pasajes suprimidos en 1887; anteriormente, en 1986, había aparecido otra edición en Cuba, que en España reeditó en 1987 la editorial Alta Fulla. Pero en ninguna de estas ediciones se incluían el “Prefacio” e “Introducción” que añadió Nora Barlow (1885-1989), nieta de Charles Darwin, la responsable de que viera la luz en 1958 la versión completa; ni tampoco aparecían en esas ediciones previas en castellano las notas que añadieron Barlow y Francis Darwin en la primera edición (la mutilada de 1887). Aunque solo fuera por esto ya sería de agradecer la edición de Nórdica, que cuenta además con unas atractivas ilustraciones. Porque Barlow -que contaba con buenas credenciales científicas, puesto que había investigado en botánica y trabajado con William Bateson, uno de los pioneros de la genética- explica algunas de las tensiones que, tras el fallecimiento del patriarca, se produjeron en la familia con relación a la publicación de la Autobiografía (se llegó incluso a hablar de procedimientos legales para impedir que se editara). Por lo que se sabe, el principal, pero no el único, responsable de que se mutilara el texto de Darwin fue su esposa, Emma, de profundas convicciones religiosas. Entre los muchos documentos personales que han sobrevivido del autor de El origen de las especies hay uno particularmente esclarecedor (y conmovedor), una carta que muy poco después de su boda, en febrero de 1839, Emma escribió a Charles. En ella le comunicaba una gran preocupación que tenía: que la ciencia que su esposo cultivaba le apartase de la fe religiosa. Y lo hacía con extrema delicadeza: “Espero que la costumbre de las investigaciones científicas de no creer nada hasta que no está probado, no influya tu mente demasiado en otras cosas que no se pueden probar de la misma manera, y que si son verdaderas es probable que estén por encima de nuestra comprensión”. Darwin recordó toda su vida esta misiva, que se encontró, tras su muerte, muy manoseada y con la siguiente anotación: “Que sepas, cuando haya muerto, que muchas veces la he besado y llorado sobre ella”.

El agradecimiento a la nieta de Darwin debe ser infinito. Ninguna razón es válida para mutilar una de las cumbres de la historia de la humanidad

Podemos comprender a Emma Darwin, más aún considerando la época en que vivió y la clase social de la que procedía -era miembro de la familia Wedgwood, propietaria de la famosa fábrica de cerámicas del mismo nombre-, y no debemos olvidar las polémicas de todo tipo que produjo la teoría de la Evolución de las Especies propuesta por su esposo, pero nuestro agradecimiento debe ser infinito a su nieta, que honró la memoria de su abuelo, porque ninguna razón es válida cuando se trata de deformar, de mutilar, el pensamiento de una de las cumbres intelectuales de la historia de la humanidad.

Existen, de todas maneras, otras consideraciones. ¿Es legítimo airear, hacer público, lo que el responsable en cuestión quiso mantener privado? En el caso de la Autobiografía no me cabe duda de que al publicarla completa se nos prestó a todos un gran servicio, pero, por otra parte, Darwin la escribió pensando únicamente en, como señaló justo al inicio, que “podría interesar a mis hijos y nietos”. Claro que si de traicionar a lo que los protagonistas quisieron mantener oculto se trata, pocos ejemplos más notorios que lo que los descendientes de Albert Einstein hicieron con las cartas que éste escribió a su entonces novia, Mileva Maric, en las que quedaba claro que ésta había tenido una hija de ambos, de la que no se había sabido nada hasta entonces (ni se sabe nada aún). El 25 de noviembre de 1996 esas cartas se subastaron en la casa Christie's de Nueva York.

Einstein, por cierto, también escribió una especie de autobiografía, Notas autobiográficas (1949, existe versión en castellano en Alianza) pero, al contrario que Darwin, las suyas solo tratan de su ciencia, no de su vida. “Lo fundamental en la existencia de un hombre de mi especie”, escribió allí, “estriba en qué piensa y cómo piensa, y no en lo que haga o sufra”. Sus herederos, obviamente, no pensaron lo mismo.