Image: El ejemplo de Mary Beard

Image: El ejemplo de Mary Beard

Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

El ejemplo de Mary Beard

9 febrero, 2018 01:00

Imagen de Mary Beard en uno de sus documentales divulgativos

La publicación del libro Mujeres y poder, de Mary Beard, Premio Princesa de Asturias 2016, es el punto de partida de la reflexión que Sánchez Ron realiza sobre la importancia de la ciencia y del compromiso que deben tener los investigadores con la sociedad.

No es preciso poseer una educación superior o conocimientos avanzados para reconocer que el principal factor de cambio social son los desarrollos científicos y tecnológicos. Y que esto no solo es así ahora, sino que lleva siéndolo desde hace, cuando menos, dos siglos, desde que se puso en marcha la denominada Revolución Industrial, impulsada por las máquinas de vapor y sus descendientes, y desde que la ciencia y tecnología electromagnéticas abrieron puertas antes insospechadas en el mundo de las comunicaciones, al igual que en otras industrias, las de la iluminación entre ellas. Tales desarrollos científico-tecnológicos han mejorado sustancialmente las vidas del conjunto de la humanidad, aunque es innegable que existen profundas desigualdades, tanto entre colectivos sociales como entre naciones, desigualdades que se han ido incrementando muy significativamente -con frecuencia, precisamente, a causa de la tecnociencia- entre un restringido grupo de mega-millonarios y el resto de la humanidad. Pero quedémonos con lo positivo, con que vivimos (muchos, lamentablemente no todos) mejor y más tiempo merced a la ciencia y la tecnología. La medicina, la "medicina científica", cuyo camino comenzó realmente en el siglo XIX, la centuria de Pasteur, Koch y Lister, tuvo mucho que ver - todo en realidad- con lo de "vivir más tiempo".

Como llevo mucho tiempo explicando estos logros y haciendo hincapié en que, además, la ciencia nos ha liberado -al menos a algunos- de numerosos mitos que atenazaban nuestras mentes, haciéndonos si no más felices sí más dignos -la dignidad de quienes son capaces de enfrentarse a su futuro-, con cierta frecuencia me preguntan si pienso que "la razón científica" se debe imponer sobre otras consideraciones. Creo que siempre he contestado lo mismo, respuesta de la que dejé testimonio en mi Diccionario de la ciencia. Cito de él: "No acepto la idea de que la ciencia está por encima de nosotros mismos, que es un valor supremo, ante el que debemos abandonar cualquier otro tipo de consideración". En su espléndida Autobiografía de un hombre de ciencia (Fondo de Cultura Económica 1986), Salvador Luria, uno de los protagonistas del desarrollo de la biología molecular durante las décadas de 1960 y 1970 (obtuvo el premio Nobel de Medicina o Fisiología de 1969 por sus contribuciones a los mecanismos de replicación y la estructura genética de los virus), expresó la misma idea: "Pese a mi compromiso con la ciencia como disciplina intelectual, nunca he internalizado la idea, bastante común entre los científicos, de que la ciencia es una especie de sacerdocio sagrado ante el cual deben ceder todos los demás intereses y consideraciones".

Expresado con otras palabras, mi posición es que es la ciudadanía de una sociedad democrática, la que debe decidir qué hace, cómo aplica o deja de aplicar, las posibilidades científico-tecnológicas. He dicho "debe decidir", aunque lo más correcto sería "debería decidir", porque no ignoro las dificultades que ello implica en un mundo en el que los intereses económicos y políticos imponen serias dificultades a semejante tipo de toma de decisiones democráticas, que también se ven obstaculizadas, en este caso, por la globalización (lo que no se acepta hacer aquí, acaso se haga allá). Me doy perfecta cuenta también de que es posible que esas decisiones democráticas entren en conflicto con opiniones sobre las que no tengo la menor duda. Pero la democracia, sistema no perfecto pero el mejor que conozco, implica esto.

Ahora bien, lo que estoy diciendo no significa que los científicos deben resignarse a permanecer en sus despachos o laboratorios, esperando a manifestar sus opiniones cuando, como otros ciudadanos, tengan la oportunidad. No, los científicos deben salir a la palestra pública cuantas más veces mejor. Por cierto, también se me suele preguntar si los científicos tienen obligación de dedicar parte de su tiempo a divulgar su ciencia para que la sociedad tenga conocimiento de ella. Y siempre respondo que, en mi opinión, la única obligación del científico es hacer lo mejor que sepa su trabajo. Si luego se esfuerza por difundir la ciencia en la sociedad habrá que agradecérselo, pero no tiene obligación.

. Me ha venido todo esto a la mente leyendo un pequeño libro que Mary Beard, la eminente catedrática de Clásicas de la Universidad de Cambridge y Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016, publica el próximo día 13: Mujeres y Poder. Un manifiesto. En él, la autora de obras memorables como SPQR. Una historia de la antigua Roma (SPQR es el acrónimo la frase latina, Senatus Populus Que Romanus; esto es, ‘El Senado y el Pueblo de Roma'), Pompeya o La herencia viva de los clásicos (todos publicados por Crítica), analiza la relación de las mujeres con el poder, una relación muy desventajosa para ellas. Y lo hace utilizando a menudo sus conocimientos de la Antigüedad. A menudo, pero no siempre, puesto que como ella misma reconoce "no todo lo que hacemos o pensamos se remonta directa o indirectamente a los griegos o los romanos; con frecuencia me encuentro a mí misma insistiendo en que no existen lecciones simples, aplicables hoy, en la historia del mundo antiguo".

De manera similar, los científicos -que se esfuerzan continuamente por reclamar públicamente mayor financiación para sus investigaciones- deberían implicarse mucho más de lo que lo hacen en los problemas, cívicos y políticos, a los que continuamente se enfrenta la sociedad, utilizando en lo posible sus conocimientos científicos, que les permiten, estoy convencido, establecer miles de sugerentes conexiones y paralelismos. Pero sin olvidar, como hace con su disciplina la comprometida socialmente, lúcida y combativa profesora Mary Beard -así se desprende de la entrevista publicada la semana pasada por El Cultural-, que el mundo no se reduce a la ciencia, aunque ésta sea muy importante, más para nosotros hoy en día que las valiosas lecciones que podamos extraer de la Antigüedad Clásica.