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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Erotismo y aprendizaje en Alberto Moravia

Altamarea publica 'Agostino', una novela marcadamente social y existencial en la que su protagonista se convierte y nos transforma a su vez en mirones

17 octubre, 2019 13:56

Cuando Alberto Moravia (1907-1990) publicó su novela Agostino tenía unos 37 años y se encontraba en la primera etapa de su larga y copiosa trayectoria como novelista, cuentista, escritor de viajes, dramaturgo, ensayista, periodista y crítico de cine. Casado entonces con Elsa Morante (1912-1985), había obtenido el éxito y el reconocimiento crítico con Los indiferentes (1929), su debut literario, y, próximo a postulados comunistas, se movía por los cauces del realismo y de la crítica antiburguesa.

Con traducción de Raquel Olcoz, Altamarea publica Agostino al tiempo que edita ¿De qué tribu eres? (1972), compendio de las crónicas viajeras de Moravia por África, volumen prologado por la escritora Dacia Maraini, que fue su segunda esposa –la tercera fue la española Carmen Llera- y habitual compañera de sus travesías.

Agostino es un muchacho de familia acomodada –como lo fue Moravia- que pasa sus vacaciones de verano en la playa en compañía de su madre, viuda joven y muy atractiva. La irrupción en escena de un consentido cortejador de la madre, desata los celos del hijo y acrecienta la ya por él intuida sensación –forjada en la intimidad de la casa y de los baños- de que la madre es, además, una mujer cuyo cuerpo sensual, y tantas veces entrevisto y sentido en la cercanía de la desnudez doméstica, despierta en él turbaciones confusas.

La tensión ardiente, difusa e inexplicable hacia el incesto se apodera de Agostino y preside la novela, con pasajes de caluroso erotismo, adscritos al despertar sexual de un preadolescente bisoño e inexperto que todavía ni conoce ni comprende los caminos y los procedimientos del sexo.

Abrumado por sus incipientes descubrimientos y enfadado por las atenciones que su madre dispensa a su nuevo galán, Agostino irá a refugiarse en el seno de una pandilla de jóvenes proletarios, gamberros y mucho más conocedores de las malicias de la vida, que frecuentan el otro extremo de la playa.

Cautivo de su sobreprotectora madre, solitario, con frecuencia aburrido, absorto en sus remilgos de burguesito bien educado, Agostino vivirá con esa pandilla, entre desprecios y bromas crueles que le hacen sufrir y también le fortalecen, otro proceso de iniciación, esta vez a la vida en general con sus crudas y hoscas realidades, completando así su brusco aprendizaje, la dolorosa clausura definitiva de sus años de infancia e inopia.

En el hervor de esa pandilla –en la que laten los ecos anticipados de los ragazzi di vita pasolinianos-, Agostino encontrará nuevas revelaciones sexuales –la homosexualidad, la prostitución-, mientras que Moravia ahonda en la descripción de las diferencias de clase, en la existencia de un desabrido universo proletario que procede de los arrabales obreros, desconocidos e inimaginables para el muchachito burgués y mimado.

Alberto Moravia. Foto: Paolo Monti

Junto a la veta sexual y erótica y a la puesta en pie de un discurso social de contrastes entre ricos y pobres, Moravia, siempre con una escritura de exquisita precisión en el lenguaje y de portentosa y minuciosa comprensión psicológica, despliega una magistral recreación del verano y del paisaje, de la pineda, el cañaveral y el río que lindan con la playa, de las actividades que los desinhibidos pandilleros desarrollan en sus anárquicas diversiones: retos y peleas, baños, navegar, robar fruta en las huertas, cazar pajarillos, coger setas, asar panochas… Ese itinerario de crecimiento, de iniciación a la vida y al sexo, de descubrimiento de mundos duros y hostiles y de pérdida de la inocencia, está, ciertamente, ambientado por Moravia en una atmósfera de sensualidad creada por su depurado lenguaje y sazonada de olores, sabores, colores, luces y sensaciones físicas, plásticas y casi táctiles. Y el escritor no se limita a cumplimentar un itinerario y a construir un escenario interior y exterior con fecha de caducidad (el fin del verano), sino a sugerir que vivir es una experiencia que duele y cuyo sentido no puede programarse ni dominarse.

Agostino fue llevada al cine en 1962 por Mauro Bolognini, con la bergmaniana y turgente Ingrid Thulin en el papel de la madre, siendo una de las innumerables adaptaciones a la pantalla que, a veces con gran calidad e interés, habrían de tener muchas de las novelas de Moravia como, entre otras, El conformista (1951), El desprecio (1954)o La campesina (1957), a cargo, respectivamente, de Bernardo Bertolucci, Jean-Luc Godard y –con el título de Dos mujeres- Vittorio de Sica.

Agostino llega a convertirse en espía, en voyeur  ansioso y excitado de las evoluciones de su madre en la casa, en su cuarto, cuando ya ha comprendido con tormento que su vientre, por ejemplo, contra el que tantas veces se ha dejado acunar, no es solamente un lugar de residencia de su condición maternal, sino de su para él ya desasosegante femineidad. Un día la observa desde la puerta entreabierta de su habitación: “No estaba desnuda, como había casi presentido y esperado mientras se asomaba, sino a medio vestir y en el acto de quitarse, ante el espejo, el collar y los pendientes. Llevaba una camisola de gasa que le llegaba a las caderas. Bajo las dos turgencias desiguales y desequilibradas de los glúteos, una más alta y más contraída, y la otra más baja y como distendida e indolente, las elegantes piernas se afinaban en actitud pasiva desde los muslos largos y fuertes hasta las pantorrillas y hasta la delgadez del tobillo. Los brazos, en alto para desenganchar el cierre del collar, imprimían a la espalda todo un movimiento visible a través de la transparencia de la gasa, por lo que el surco que dividía aquella ancha carne morena parecía confundirse y anularse en dos turgencias distintas, una debajo de los riñones y otra bajo la nuca. Las axilas se abrían al aire como dos fauces de serpiente y, como lenguas negras y finas, de ellas surgía, largo y suave, el vello que parecía ansioso por extenderse, libre de la pesada y sudorosa constricción del brazo…”

El erotismo, ya digo, impera en esta novela también marcadamente social y existencial. Agostino se convierte en un mirón y los lectores, con él, también nos hacemos mirones, anticipando la condición de mirones que habrán de tener los espectadores de la película, perfectamente sugerida en la descripción detallada y perspicaz de esta escena: los brazos, en alto para desenganchar el cierre del collar…   

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