Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Edward Gibbon y el Corpus Christi

5 junio, 2012 02:00

Comprobaba el domingo en un periódico el entusiasmo que Emiliano García-Page, alcalde socialista de Toledo, siente por la fiesta más importante de su ciudad, el Corpus Christi, que se celebra este jueves con gran pompa y circunstancia, con la participación destacada y conjunta de autoridades civiles, militares, eclesiásticas y con la concurrencia de miles de ciudadanos aborígenes y foráneos.

El pasaje culminante de la festividad es la procesión que recorre las calles toledanas entre vítores y que tiene como protagonista principal al mismísimo cuerpo de Cristo, exhibido a creyentes y no creyentes desde el interior de la custodia, esa joya de la orfebrería del siglo XVI, que tardó siete años en fabricarse.

En efecto, la hostia que toledanos y visitantes contemplan no es, a ojos de la fe, un símbolo o una representación de Cristo, sino su auténtico cuerpo, según proclamó como dogma el Concilio de Trento en 1551, recogiendo una tradición que ya era convicción entre un amplio sector de los cristianos, aunque otros no eran del mismo criterio.

Los primeros, que impusieron su creencia, se basaban en una interpretación de la narración de la Última Cena recogida por los Evangelios. Jesucristo compartió pan y vino con los apóstoles y, cuando les dio a probar el pan y el vino, dijo aquello de "tomad y comed... y bebed... esto es mi cuerpo... esta es mi sangre...", dicho sea en versión abreviada. Esa noche nació el sacramento de la Eucaristía del que, desde el citado Concilio de Trento, la Iglesia Católica afirma que, mediante la consagración del pan y del vino, acoge el portentoso fenómeno de la transustanciación, esto es, de la conversión fulminante del pan en el cuerpo de Cristo y del vino, en su auténtica sangre. El sobrenatural prodigio se llama transustanciación porque, siguiendo la terminología de Aristóteles -recreada por Santo Tomás de Aquino-, aunque para los sentidos permanezcan los accidentes del pan y del vino, lo que la hostia consagrada pasa a ser es la sustancia misma del cuerpo y de la sangre de Cristo.

¿A qué viene hablar de esto aquí? Bueno, es un asunto de actualidad, pues el jueves, como hemos dicho, es la fiesta del Corpus Christi. Miles de millones de católicos creen o deberían creer en la maravilla antes explicada.

Pero es que -¡las coincidencias!- estoy leyendo el primer tomazo de Decadencia y caída del Imperio Romano (Atalanta) y, gracias a su traductor y prologuista, José Sánchez de León Menduiña, me informo de que su autor, Edward Gibbon (1737-1794), tuvo un muy importante y escandaloso -para él, para su familia y para la sociedad de su tiempo- ir y venir entre el anglicanismo y el catolicismo por causa de la problemática de la transustanciación. Después, parece ser que se disolvió en un acogedor deísmo, como tanta gente antes y ahora.

El cultísimo y eminente historiador inglés, siendo adolescente e inspirado por un cura jesuita, abandonó el redil anglicano porque pasó a creer en la transustanciación, crucial cuestión que -entre varias otras- separaba y separa a protestantes y católicos.

Sin embargo, año y pico después, y merced a las consideraciones de un ministro calvinista que lo acogió en Lausana, Gibbon dejó de creer en la transustanciación y volvió a la grey anglicana.

Refiriéndose al meollo del misterio, es decir, a si la hostia consagrada es o no es en su totalidad y en sus partes el cuerpo y la sangre de Cristo, el inminente grandísimo escritor concluyó diciendo que “el texto de la Escritura que parece inculcar la presencia real es testimoniado únicamente por un solo sentido -nuestra vista-, mientras que la presencia misma es desaprobada por tres de nuestros sentidos: la vista, el tacto y el gusto”.

El olfato y el oído no aportan, para Gibbon, prueba ninguna sobre lo que se trata de dilucidar y, salvo que se deba a un error, no acabo de comprender cómo la vista juega a la vez en dos bandos opuestos. Tampoco, ciertamente, comprendería que la vista aportara evidencias sólo en uno, del mismo modo que no comprendo el papel desaprobatorio que Gibbon otorga al gusto -bueno, quiere decir, supongo, que el vino consagrado sabe a vino y no a sangre- y al tacto.

No he pensado lo suficiente en lo que afirma Edward Gibbon, de la misma manera que Gibbon pasó de largo de las advertencias de Santo Tomás de Aquino, quien, como la totalidad de la Iglesia Católica y sus fieles, aseguró que la transustanciación no se percibe por los sentidos, sino por la fe. Y eso es lo que celebran (aproximadamente) el jueves miles de millones de personas en Toledo y en muchas partes: que sin la ayuda de los sentidos la vida tiene sentido.

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