Un momento de la versión de Juan Mayorga de 'El diablo cojuelo'. Foto: David Ruano

Un momento de la versión de Juan Mayorga de 'El diablo cojuelo'. Foto: David Ruano

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¡Qué diablos hacen estos payasos!

'El diablo cojuelo' en la versión 'clown' de Juan Mayorga es un espectáculo muy original, pero tras un inicio brillante y divertido la obra desfallece hacia el ecuador

23 abril, 2022 03:22

Se representa en la Compañía Nacional de Teatro Clásico El diablo cojuelo, en versión de Juan Mayorga, la tercera obra que estrena el dramaturgo en lo que va de temporada, sin duda una de sus más prolíficas. Esta la ha escrito a medida de la compañía catalana de payasos Rhum & Cia, lo que de entrada marca las hechuras de un espectáculo cómico y alegre pero que deja un poco ensombrecida la palabra barroca de la novela de Vélez de Guevara.

Mayorga dice de la obra que es “un clásico muy payaso”. Pero también puede verse como una de payasos a costa de un clásico. Reescribir la novela de Vélez de Guevara desde la perspectiva del arte clown es, desde luego, empresa original y compleja, y también muy creativa. El payaso no es un actor que se pone una máscara para representar un personaje escrito por un dramaturgo, sino que ya llega al escenario con la máscara de siempre, y su forma de expresión es la del porrazo, el gesto grotesco, el control del ritmo para llevarnos a la risa, la poesía o el absurdo. Aquí no tenemos a unos actores de clásico haciendo payasadas, sino a unos payasos a los que se les encomienda una obra clásica que los saca de su contexto habitual. 

Por eso, lo que mejor funciona del espectáculo es la parte clown, que hace situación dramática de lo insólito de la propuesta: “hacer un Diablo cojuelo en La Comedia” con unos narizotas sin dicción ni técnica en teatro clásico, estimulados por el anzuelo de alcanzar el Parnaso del arte teatral tras esta experiencia. El inicio es muy prometedor con toda la troupe dirigiéndose al público, capitaneada por un ingenioso carapintada Joan Arqué que nos cuenta su empresa y se ríe de todo y de todos esperando que riamos con ellos.

Con este introito Mayorga se pregunta qué es un clásico —cuestión recurrente en el teatro de nuestros días (exactamente lo mismo hizo Ernesto Caballero en El tartufo)— y su respuesta es una escena despiporrante por irreverente: Piero Steiner explica la peculiar manera de hacer la versión, coge el libro de El diablo cojuelo y va arrancando páginas a capricho. ¡Y qué otro momento tan hilarante nos hace pasar Steiner hablando en un lenguaje incomprensible por inventado!

Los seis miembros de la troupe potencian los gags del texto, como la alusión al director de la CNTC, Lluís Homar, “que ahora es muy humilde”, en latiguillo irónico reforzado con un gesto burlón del payaso que recuerda la cabellera particular del director.

La metateatralidad del espectáculo está en consonancia con la novela de Vélez de Guevara, trufada de muchas referencias autobiográficas del autor, pero compleja de leer. Publicada en 1641, ya fue llevada a escena hace apenas dos años en una producción dirigida por Aitana Galán, pero que vio truncada su gira por la pandemia. Las diferencias con esta del clásico son notables, aquella estaba planteada como una road movie musical apoyada en la magnífica palabra barroca que la sustenta, y transcurría en el Madrid, Toledo y Sevilla del XVII, como en el relato original. 

Mayorga ha centrado la acción de huidas y correrías de los protagonistas solo en la capital, para “enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española”, según le dice el diablo cojuelo (interpretado por el augusto Martínez) al estudiante Cleofás (Joan Arqué). Este último, huyendo de la justicia por los tejados de Madrid, cae en una buhardilla donde se alía con el diablo cojuelo y este le brinda una mágica noche recorriendo la corte desde el cielo: “Levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba”.

El autor ha seleccionado las casas y calles que le han interesado: la calle de los gestos (donde un montón de gente anda haciendo poses porque parece que son de la corte); la casa de los literatos (donde se nos dice lo que estará prohibido escribir); la de la música o la de los locos; la de los ataúdes… 

El brillante y prometedor inicio desfallece en el ecuador de la obra, la acción dramática ¿dónde está?, se pregunta incluso Martínez. No son fáciles e inteligibles las transiciones de la historia del diablo y el estudiante a la de los clowns, y el recurso de contarnos el reto de hacer un clásico por unos irreverentes clowns es un chicle que ha perdido ya su sabor. Eso no quita para subrayar el fabuloso trabajo de la directora Ester Nadal, especialmente en la partitura visual de sorprendente síntesis que desarrolla para ilustrar las alegorías del relato de Vélez; pena que no ayude la dicción de Martínez/diablo cojuelo para una mayor comprensión y goce.

Nadal se emplea con una plástica poderosa: se apoya en un vestuario de base clown al que se le añaden elementos de tono barroco como miriñaques, capas y gorros (Nidia Tusal), música con canciones propias creadas por el grupo —Xavi Lozano sorprende con sus inauditas flautas—, el maquillaje payaso y la luz colorista y bien calibrada (Silvia Kuchinow). El sonido deja mucho que desear, las canciones tampoco se entienden y debería estar proscrito la actuación con micrófonos en un teatro como La Comedia, aunque imagino que aquí lo justifica las intervenciones musicales. Pero es una batalla perdida reclamar que los actores españoles actúen sin micro en teatros pequeños como este.

La escenografía (La Closca) nos devuelve a la pista circense, un cilindro sobre el escenario a la italiana dentro del que se ha dispuesto una escalera donde el diablo cojuelo y el estudiante andan por los tejados, mientras en la pista los payasos ilustran la sátira de Vélez de Guevara. Al final, en esta troupe puede más su naturaleza que el teatro clásico, y de la pista saltan a las butacas con sus instrumentos para despedir con alegría al público.

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