Eldar Nebolsin, en la Fundación Juan March. Foto: Dolores Iglesias Fernández.

Eldar Nebolsin, en la Fundación Juan March. Foto: Dolores Iglesias Fernández.

Qué raro es todo! Qué raro es todo

Contar la música y musicar el cuento

La han practicado muchos compositores ilustres, de Vivaldi a Messiaen, pero pocos han alcanzado la finura descriptiva de Robert Schumann, a quien le bastan un par de acordes para retratar a alguien.

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La llamada "música programática", la que cuenta historias a través de sonidos ―instrumentales, se entiende, porque si llevan texto cantado es otro cantar―, es todo un mundo.

La han practicado muchos compositores ilustres, de Vivaldi a Messiaen y también antes y después, pero pocos han alcanzado la finura descriptiva de Robert Schumann, a quien le bastan un par de acordes o unas pocas notas para pintar algo o retratar a alguien.

Son retratos sonoros, imaginados y polisémicos que, además, antes que a nadie más, retratan al retratista. No es de extrañar que la Fundación Juan March le haya dedicado el ciclo de conciertos Schumann, poeta y novelista, que mira el asunto del relato en música desde distintos ángulos.

En uno de ellos, el encargado de trazar la perspectiva era Eldar Nebolsin, uno de los grandes pianistas de nuestro tiempo, uzbeko de nación, madrileño de formación y berlinés de ejercicio.

Dichoso en su cátedra de la Escuela Hanns Eisler, donde todo joven pianista querría ingresar, alejado de pleitos artísticos y largas giras, el profesor Nebolsin se prodiga poco, pero, cada vez que toca en público, el mundo del piano avanza un buen trecho.

En los intérpretes, poderío técnico y sensibilidad suelen funcionar como vasos comunicantes, cuando sube uno baja el otro, pero en Nebolsin, no.

Él pasa limpiamente por los pasajes más difíciles sin dar sensación de esfuerzo, pero no deja de matizar exquisitamente todo lo que toca ni de abrir a cada paso espacios sonoros inesperados.

Es un grandísimo chopiniano, lo que significa que su pulsación encuentra siempre el color apropiado y su fraseo es personal y elegante: no necesita caer en el énfasis para poner de relieve cuanto las frases musicales esconden.

Su facilidad para desplegar en colores el blanco y negro del piano le permitió contar en la March las historias schumannianas de manera convincente.

Dos asuntos conformaban esta vez el relato: el amor de Schumann por Clara Wieck que, entreverado con el amor a Beethoven, recorre entera la Fantasía, op. 17, y el rosario de miniaturas (la hoja de contactos, diría un fotógrafo) que componen el Carnaval, op. 9, especie de photocall musical donde van siendo retratados uno a uno, según entran, los invitados a un imaginario baile de máscaras convocado por Jean Paul Richter ―o Jean Paul a secas―, el novelista favorito de Schumann.

En el Carnaval, el relato está muy claro, pero, incluso en las obras más abstractas, en las que no existe programa alguno, la música es siempre narración, en el sentido de sucesión emocionante de acontecimientos. Primero uno, luego el siguiente, etc.

La música, como los números naturales, igualmente abstractos, está metafísicamente obligada a contar, porque apenas es otra cosa que sucesión.

Lo bonito es que, al mismo tiempo, es incapaz de contar nada con precisión*. Las historias que contiene la música son intensas, pero inconcretas, lo que garantiza al oyente una experiencia insólita: notamos que el compositor y el intérprete nos están contando algo importante, pero no sabemos qué es.

Cuando los hay, los indicios programáticos (título de la obra y de los movimientos, texto introductorio, indicaciones en la partitura) son vagos y acabo siempre siendo yo, el oyente, quien da realidad vital a esa rica realidad sonora. O no.

A lo mejor me doy por satisfecho con ese subidón de emocionalidad alada e inexplicable, que me conmueve sin siquiera llegar a tomar cuerpo. Es raro: pese a ser incorpórea, la narración musical llega a las entrañas.

Música que cuenta cosas. Pero también podríamos examinar la otra cara de la moneda: palabras que cuentan música. Esto muy difícil de conseguir sin recurrir a tecnicismos.

Al salir del cine y llegar a casa tengo mil maneras de contarte en palabras llanas la película que he visto, pero ¿cómo te cuento un cuarteto de cuerda de Brahms? Explicártelo, todavía, pero ¿contártelo? Peter Shaffer cuenta muy bien en palabras la Gran partita de Mozart en Amadeus.

Escribo de memoria, pero creo recordar a Thomas Mann (otro gran jeanpauliano) dibujando en palabras un lied de Schubert en La montaña mágica y describiendo el dodecafonismo en Doktor Faustus y recuerdo también a Hermann Hesse haciendo al lector imaginar fugas místicas interpretadas al violín en Juego de abalorios.

Habrá otros mil ejemplos, pero me quito el sombrero ante el reciente "Shostakóvich" de Xavier Güell: así se cuenta en palabras una sinfonía.

*: Ya sé que hago trampa al bailar dos acepciones distintas del verbo contar, pero ¿y si no son tan distintas?