El Cultural

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Otras pantallas por Carlos Reviriego

'Lovers Rock': de amantes y rockeros

El segundo episodio de la mini-serie 'Small Axe', de Steve McQueen, sigue a los cuerpos agitándose por la pista de baile, creando una burbuja de felicidad en el West London de la Inglaterra de Thatcher

15 enero, 2021 17:09

El británico Steve McQueen, director de Hunger, Shame y 12 años de esclavitud, regresa entre laureles con la mini-serie Small Axe (en Movistar), aupada como uno de los fenómenos audiovisuales del año entre la crítica internacional. Ha liderado múltiples encuestas y votaciones, incluso entre aquellas publicaciones que distinguen películas de series y series de películas. Los cinco episodios son autónomos, sin apenas relación de personajes entre sí, más allá de tratarse de relatos ambientados en los 70 y 80 y en torno a la segregación de la comunidad negra en Gran Bretaña, poniendo un especial énfasis en la importancia de la música jamaicana. No en vano, Small Axe toma su nombre de un tema de The Wailers, la banda de Bob Marley. El tratamiento que se le ha dado especialmente al segundo de los episodios, Lovers Rock, ha sido el de una pieza cinematográfica, debido sobre todo a la portentosa cualidad musical, inmersiva y sensual que pone en escena.

Decía Godard que los musicales son la idealización del cine. Bajo esa premisa rodó su tercer largometraje, Una mujer es una mujer (1961), no solo para mostrar la imposibilidad de hacer un musical clásico, sino convencido de que si la vida ya no podía idealizarse, tampoco el cine. Se trataba de hacer una película bajo la intuición de que la música se encuentra en algún lugar entre ambos. Lovers Rock es un musical en toda regla, una película hecha para la música que contiene, y que en ella encuentra esas entrelíneas desde las que expresar todo aquello que es inexpresable de otro modo. Las cápsulas narrativas son apenas digresiones en una jornada de música y baile, una fiesta de la colonia jamaicana londinense a finales de los setenta. El filme es una invitación a habitar el Sound System, una suerte de discoteca móvil que permitía a la comunidad jamaicana congregarse en una casa convertida en sala de baile, donde fumar marihuana, beber y bailar durante toda la velada del sábado. No se les permitía la entrada en discotecas de la ciudad y además no pinchaban su música.

La música, los singles de la época que uno tras otro van ocupando la banda sonora, es la auténtica, diríamos que la única protagonista. El tema que ocupa el centro espiritual de la fiesta jamaicana (donde se imponen géneros como el reggae, el ska, el rock steady, el calypso, el lovers rock…) es Silly Things de Janet Kay, que escuchamos en dos ocasiones, una de ellas en la pista de baile durante más de diez minutos, con toda la congregación nocturna estirando el tema a cappella, animados por el DJ. Me entero por este estupendo artículo de Philipp Engel de la historia cultural detrás de los temas que suenan, y que nos van meciendo hacia un estado de ánimo en el que podamos compartir el entusiasmo de los personajes congregados en el guateque, filmado entre el extremo realismo y el estado de flotación musical. También en esas entrelíneas es donde encuentra McQueen el tono hipnótico del filme, sus movimientos y acercamientos a los cuerpos de los personajes (con un enfoque extremadamente sensual), manteniendo tanto la cualidad de un musical estilizado como de un documental. El cineasta se propone y consigue que estemos ahí, casi bailando, pero sobre todo sintiendo la emoción y el entusiasmo que se apropia de la situación.

El corazón de la (anecdótica) historia es el encuentro de dos jóvenes amantes, Martha (Amarah-Jae St Aubyn) y Franklyn (Michael Ward). Los brotes de tensión intervienen cuando el primo de Marta, Clifton (Kedar Williams-Stirgling), llega a la fiesta con la intención de dejar su huella, y también cuando Cynthia (Ellis George) es asaltada sexualmente por un invitado en busca de una pareja sexual. Son momentos de violencia y tensión que irrumpen en una atmósfera de comunión sexual y humana. Mientras la cámara sigue los cuerpos agitándose por la pista de baile, a las parejas danzando bajo la fricción de sus cuerpos, logra crear una burbuja de felicidad en el West London de la Inglaterra de Thatcher, una suerte de comunión entre almas. Es ahí, en la apreciación y énfasis en los detalles (los gestos, los acentos, el vestuario, la música…) donde el filme encuentra su sentido de celebración del poder negro, o de la negritud cultural, haciéndonos partícipes de sus hábitos y estilos de vida. Pero sobre todo, de su música, eso que nunca podrán robarles.

@carlosreviriego

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