Ida Lupino y Humphrey Bogart en 'El último refugio' (1941), dirigida por Raoul Walsh

Ida Lupino y Humphrey Bogart en 'El último refugio' (1941), dirigida por Raoul Walsh

Entreclásicos

Mafiosos de buen corazón

Existen gánsteres en el cine de Hollywood que no recurren a la violencia de forma gratuita, tienen sentido de la amistad y no son desleales ni traicioneros.

Más información: Hallan ahorcado al actor James Ransone, conocido por la serie 'The Wire': tenía 46 años

Publicada

Hay mafiosos verdaderamente terroríficos, como Nicky Santoro y Tommy DeVito, interpretados por Joe Pesci en Casino y Uno de los nuestros. Ambos nos hielan la sangre con su brutalidad salpicada de humor negro. Nicky Santoro le revienta un ojo a un rival con una prensa hidráulica y Tommy DeVito apuñala sin piedad a otro gánster porque le vacila en la barra de un bar.

Sin embargo, hay otros mafiosos que nos conmueven o incluso despiertan nuestra simpatía, como Roy Earle, el gánster encarnado por Humphrey Bogart en El último refugio (Raoul Walsh, 1941), que muere acribillado por la espalda por no abandonar a una desdichada Ida Lupino y a un perrito bizco.

Al salir de la cárcel, su primera iniciativa es visitar un parque para disfrutar del aire libre y de la alegría de los niños que juegan al fútbol sobre el césped. Cuando la pelota rueda hasta él, sonríe y se la devuelve con un gesto casi adolescente, pese a ser un hombre de más de cuarenta años. No es un "perro rabioso", como afirma la prensa, sino una de las víctimas de la Gran Depresión.

Duke Mantee, el gánster que Bogart interpreta en El bosque petrificado (Archie Mayo, 1936) es más duro. Nunca le vemos sonreír, pero apenas se diferencia del poeta errante interpretado por Leslie Howard. Ambos pertenecen a la legión de los perdedores. El sueño americano solo es para los que se someten a las reglas del mercado y renuncian a sus propios sueños.

Desde el siglo XIX, los bandoleros encarnan la rebelión de los parias contra las élites. Son la expresión más violenta de la frustración provocada por los abusos y desigualdades de una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre.

Los gánsteres no son revolucionarios. No abogan por un porvenir más justo. Simplemente, liberan su rabia. Su rebeldía es puro nihilismo, pues saben que su huida hacia adelante será efímera. No ignoran que su destino es la cárcel o la muerte en un enfrentamiento con la policía. De ahí que también se los conozca con el nombre de "desesperados". No se hacen ilusiones sobre el futuro. Como escupe Duke Mantee, son conscientes de que pasarán la mitad de su vida entre rejas y el resto, bajo tierra.

Poetas y bandoleros generan el mismo desprecio en la sociedad biempensante. No es sorprendente que Bonnie Parker escribiera poemas. Esa mujer diminuta que jamás llegó a participar en un tiroteo, pero a la que gustaba posar con armas ante las cámaras fotográficas, escribió que "el precio del pecado es la muerte". Su carrera delictiva es una interminable fuga abocada al fracaso. Antes o después, sus cuerpos serán destrozados por las balas y los restos se exhibirán como trofeos.

En 1967, Arthur Penn recreó la historia de Bonnie y Clyde con Warren Beatty y Faye Dunaway, dos actores que no podían estar más alejados del aspecto real de famosa pareja. Clyde medía 1’60 y era muy delgado. Además, cojeaba porque se amputó un dedo del pie para no ser obligado a realizar trabajos forzosos en prisión. Un alfeñique, sí, pero audaz y temerario.

Bonnie apenas alcanzaba el 1’40 y también cojeaba de una pierna por culpa de un accidente de automóvil durante una huida. Nada que ver con los guapísimos actores elegidos por Hollywood. Bonnie y Clyde eran dos parias, dos seres maltratados por la vida. Ambos procedían de familias disfuncionales, donde la escasez y la violencia tejían la rutina. Frank Hamer, un Ranger de Texas ya retirado y otros agentes, cortaron en seco sus vidas, vaciando los cargadores de sus armas sobre el Ford Deluxe V–8 en el que viajaban.

Traicionados por un miembro de su banda, la cuadrilla de policías no les dio la oportunidad de rendirse. Dispararon sin avisar hasta deformar sus cuerpos con una lluvia de plomo. Aunque habían manifestado su deseo de ser inhumados juntos, sus familias los enterraron por separado. En la lápida de Clyde se grabó una breve frase: "Te fuiste, pero no has sido olvidado". En la de Bonnie, se seleccionaron unos versos compuestos por ella:

Así como las flores son endulzadas
por el sol y el rocío,
este viejo mundo es más brillante
por las vidas de gente como tú.

Al margen del pistolero Johnny Guitar, Sterling Hayden interpretó a dos de esos gánsteres de buen corazón que han seducido a varias generaciones. En La jungla de asfalto (John Huston, 1950), es Dix Handley, un granjero arruinado por la Gran Depresión que trabaja como pistolero. Poco después del asalto a una joyería, sufre una traición inesperada y queda malherido. Acompañado por su novia, Doll Conovan (Jean Hagen), huye con algo de dinero y conduce a duras penas hasta la granja que le arrebató el banco.

Su último deseo es contemplar a los caballos que tanto ama, sentir la cercanía de ese mundo que perdió por culpa de los políticos corruptos y los especuladores sin conciencia. Dix no es un psicópata, sino un hombre sentimental y con sentido de la lealtad al que le ha tocado vivir una época despiadada, donde los más vulnerables sufren las consecuencias de la codicia desmedida de los ricos y poderosos.

El Johnny Clay de Atraco perfecto (Stanley Kubrick, 1956) se parece a Dix Handley en ciertos aspectos. No recurre a la violencia de forma gratuita, tiene sentido de la amistad y no es desleal ni traicionero, pero su mente es más aguda y analítica. No es un simple hombre de acción, sino alguien meticuloso y clarividente.

Sonny, el gánster de Una historia del Bronx (Robert de Niro, 1993), no es menos inteligente. Interpretado por Chazz Palminteri, Sonny no es un romántico ni un rebelde. Actúa como un empresario que ha convertido el crimen en su negocio. Sin embargo, no quiere que Calogero (Lillo Brancato), un joven al que protege desde niño, siga sus pasos. Sabe que la vida de un gánster siempre pende de un hilo. No puede fiarse de nadie y nunca puede bajar la guardia.

Sonny posee esa elegancia hortera de los mafiosos italianos, aficionados a los trajes a medida y las corbatas de seda

No es lo que desea para Calogero, al que aconseja no delinquir y buscar una buena chica para formar una familia. Sonny posee esa elegancia hortera de los mafiosos italianos, aficionados a los trajes a medida y las corbatas de seda. No es un rufián, pero tampoco un caballero. Aunque puede ser violento, nunca actúa por sadismo o capricho.

Cuando unos moteros intentan destrozar su bar, les propina una paliza con la ayuda de sus hombres, pero en cambio le pide a Calogero que desista de cobrar una deuda y le impide participar en el asalto contra un barrio de afroamericanos.

Los gánsteres a veces nos fascinan porque nos obligan a interrogarnos sobre la naturaleza del mal. Los mafiosos como Nicky Santoro o Cody Jarret, interpretado por James Cagney en Al rojo vivo (Raoul Walsh, 1949), nos revelan que el cerebro reptiliano, responsable de los impulsos más primarios, aún puede desarmar las objeciones del neocórtex. Jarret mastica un sándwich mientras mata a tiros a un hombre encerrado en un maletero sin alterarse lo más mínimo.

Sin embargo, no todos son así. Roy Earle defiende a una familia humilde, protege a una joven y cuida de un perrito bizco. Desde la perspectiva marxista, si es que existe algo así –Marx declaró que no era marxista, pues no quería que sus ideas se convirtieran en dogmas–, los gánsteres son lumpenproletariado. No comparto ese punto de vista. Su violencia hunde sus raíces en la rebelión de Espartaco y muestra un inequívoco parentesco con la insurgencia anarquista.

No está de más señalar que Buenaventura Durruti también asaltaba bancos. Como apunta Gustavo Gutiérrez, padre de la Teología de la Liberación, no se puede poner en la misma balanza la violencia de los opresores y los oprimidos.

"El odio que viene de abajo –puntualizó Ernst Bloch en una entrevista en 1969– tiene razones de ser superiores y los odiados han contribuido en muy gran medida a provocar ese odio por haber odiado ellos mismos. ¡De qué forma se ha odiado al pobre hombre, al siervo, al oprimido, y no digamos si en algún momento se le ha ocurrido rebelarse! La vieja justicia castigaba con la horca al pobre ladrón de leña".

Los mafiosos de buen corazón son los hijos perdidos de Espartaco. No siempre se resignan a ser vejados y pisoteados

Bloch diferencia el odio de la ira. La ira es la fuerza que ha llevado al asalto de La Bastilla. Sin ella, "jamás se hubiera conseguido cambiar nada en el mundo".

Desde luego, Nicky Santoro no participaría en el asalto de La Bastilla, pero Roy Earle, Duke Mantee, Dix Handley y Johnny Clay tal vez sí. Tal vez esa es la razón, muchas veces inconsciente, de que muchos sintamos más simpatía por los gánsteres que por los polizontes de rostro torvo y gatillo fácil.

Los mafiosos de buen corazón son los hijos perdidos de Espartaco, esos humillados y ofendidos que no siempre se resignan a ser vejados y pisoteados. Aventuro que el cine seguirá reflejando su santa y legendaria cólera. Eso sí, que los directores nos regalen más historias como las de Roy Earle, amable, generoso y valiente, y se olviden un poco de los Nicky Santoro, simples matones con un palillo entre los dientes.