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Entreclásicos

Spinoza y Nietzsche: el pesimismo de los fuertes

Nietzsche no llegó a conocer las dos guerras mundiales. Quizás eso le habría hecho comprender que la injusticia no es la esencia de la vida, sino un mal objetivo que puede destruirla

24 mayo, 2022 01:25

El optimismo es una palabra desacreditada, pero necesaria. A veces, cambia de nombre y se presenta bajo la máscara de lo que Nietzsche llamó "el pesimismo de los fuertes", según el cual hay que amar la vida y no restarle valor porque soporte la amenaza del dolor y la muerte. ¿Convendría hablar de esperanza en vez de optimismo? La esperanza es un concepto de mayor densidad, pero está asociada a la escatología, a la expectativa de un estado que trasciende el mundo físico, una posibilidad que hoy suscita escepticismo e incredulidad. La noción de verdad ya no está vinculada a una revelación acontecida en la historia y plasmada en un libro.

Los textos canónicos de las distintas tradiciones religiosas ya no se consideran sagrados, sino relatos con un valor simbólico. El eclipse de lo sobrenatural parece un hecho irreversible, al menos en Occidente. Por lo tanto, la esperanza ya no puede basarse en mensajes enviados desde el cielo, sino que ha de extraer sus argumentos de la tierra. No es una tarea sencilla, pues la tierra proclama que todo es efímero y frágil. El devenir acaba reduciendo a polvo todo lo existente. El tiempo es un río incesante que ahoga a todo el que flota en sus aguas. El pesimismo de los fuertes no se deja intimidar por ese panorama. Aunque todo viaje hacia la nada, la vida en sí misma es algo prodigioso, un don que se debe amar con coraje, sin deplorar sus aristas.

Ernst Bloch rescató el concepto de esperanza del ámbito de las religiones, afirmando que la estructura ontológica de la vida presupone siempre la espera. El ser humano no es algo acabado e inerte: "Vive en tensión hacia el futuro". En su interior, late un impulso que le empuja hacia la realización de lo que se halla en un estado de mera posibilidad. No es una tendencia exclusivamente humana, sino una pulsión cósmica, un principio ontológico que amplía el horizonte del ser en lugar de restringirlo. Bloch seculariza el concepto de esperanza, preservando su dimensión utópica.

Contemplar el porvenir con esperanza o, si se prefiere, con optimismo, no es un gesto de inconsciencia, sino el justo reconocimiento del potencial creativo del cosmos y el hombre. Lo que está por delante nunca es una tierra baldía, sino un campo fértil que traerá nuevos frutos. No hay que acobardarse porque las paletadas del enterrador sean las últimas notas de nuestra existencia. Solo debemos preocuparnos de haber añadido cosas valiosas a la corriente de la vida. Bloch es un ejemplo del pesimismo de los fuertes, una actitud que aprecia una dimensión positiva y fructífera incluso en la muerte.

En el siglo XVII, Spinoza se atrajo el odio de la sinagoga y de las iglesias cristianas al identificar a Dios con la Naturaleza, negando la inmortalidad personal. Lo que más irritó de su filosofía no fue su impugnación de lo trascendente, sino su exaltación de la alegría desde una perspectiva exclusivamente terrenal. Spinoza afirma que el sabio no piensa en la muerte. Su mente no pierde un instante con ella, pues su objetivo es cultivar la alegría, fuente de toda perfección.

El arte nos ayuda a transformar y redimir las imperfecciones de la vida

¿Qué entiende Spinoza por alegría? Todo lo que nos mueve a obrar, la satisfacción de culminar una tarea, la realización de nuestros proyectos, la actualización de las potencias que albergamos. Entristecerse porque vamos a morir es una necedad, pues la finitud es una ley de Naturaleza y esta no hace nada en vano. Solo debe apenarnos caer en la impotencia, no ser capaces de desarrollar nuestras ideas y anhelos, no participar activamente en el despliegue de la vida.

Podríamos decir que Spinoza participa del pesimismo de los fuertes, pues concibe la existencia como un conjunto de posibilidades infinitas. Obrar alegremente significa gestionar de forma racional las opciones que están a nuestro alcance. El sabio lucha por su autonomía, intentando ser causa de sus actos y no un simple padecer que se deja configurar por fuerzas externas a su voluntad. El optimismo es un ideal de emancipación, no una confianza irreflexiva en el azar. Spinoza es una isla en la historia de la filosofía, una anomalía, pues asume la finitud sin amargura.

De hecho, entiende que es una necesidad. Por el contrario, la mayoría de los filósofos se rebelan contra ella y maldicen poseer una conciencia racional que les revela su caducidad como individuos. Patalean como niños contrariados, alegando que algo que no dura ni siquiera es vida. Solo es una sombra, una ficción, un sueño o quizás la obra de un demonio. Es lo que opina Schopenhauer, que a los diecisiete años descubre la vejez, el dolor, la enfermedad y la muerte, y concluye que "el mundo no podía ser obra de un Ser que todo lo ama, sino más bien la de un demonio, que había traído a la existencia a las criaturas para deleitarse con su sufrimiento".

Schopenhauer alardeaba de haber identificado el noúmeno, ese fondo inteligible que Platón situó más allá de los sentidos y que Kant describió como inaccesible a la razón. Su tesis es que el noúmeno no es una dimensión espiritual o un límite epistemológico, sino esa fuerza oscura de la que procede la vida y a la que podemos designar con el nombre de Voluntad. La Voluntad es un ciego afán de vivir que se objetiva en la Naturaleza mediante apariencias sucesivas y efímeras. Carece de finalidad o propósito. Es una compulsión irracional que se aprecia en todos los seres vivos y que explica la lucha incesante por sobrevivir y reproducirse.

No es una lucha incruenta, sino una pugna terrible caracterizada por el sufrimiento, el conflicto y la insatisfacción. Solo hay una forma de soportar esta tensión: abolir el deseo, cultivar la ataraxia o impasibilidad, abrazar el ascetismo, abstenerse del sexo y la reproducción. Podríamos decir que Schopenhauer incurre en el pesimismo de los débiles. Sin embargo, ese desánimo no se traduce en indiferencia hacia el dolor ajeno. Por el contrario, aboga por la compasión y el respeto a la vida. En un cosmos transido de sufrimiento, la piedad es la única alternativa ética y racional.

Nuestra individualidad se extingue sin remedio, pero de alguna forma perduramos, pues formamos parte de lo que Spinoza llama Dios o la Naturaleza

Nietzsche reconoció en Schopenhauer a un maestro, pero consideró un gravísimo error responder a la dureza de la existencia con imperturbabilidad y compasión. Esas dos actitudes le parecieron una herencia del platonismo y el cristianismo, que denigran el mundo real para exaltar un hipotético trasmundo. Sacrificar el placer y renunciar a la ambición, compadecerse de los débiles y practicar el ascetismo, no constituye una virtud, sino una actitud decadente. El cristianismo y el budismo nacen del odio a la vida, cuya crudeza interpretan como algo malvado.

En cambio, Nietzsche opina que no hay nada deleznable en el ser. Hay que acatar la ley de la Voluntad, obedecer a su impulso ascendente. Todo lo que es bueno para la vida es absolutamente bueno. ¿Y qué es bueno para la vida? Todo lo que incrementa el poder, la fuerza, la salud. ¿Y qué es malo, entonces? Lo débil y enfermizo, lo frágil y decadente, lo plebeyo y bajo. La moral del hombre superior ordena vivir cada instante como si fuera a repetirse eternamente, sin lamentar nada de lo acaecido. No hay que tener miedo a ser injusto. La vida es injusta. La Voluntad siempre es Voluntad de Poder. Frente al pesimismo decadente de los que protestan por el mal físico y moral, el pesimismo de los fuertes celebra el dolor, la injusticia, la guerra. Vivir es pelear sin tregua, avasallar o ser avasallado, esclavizar o ser esclavizado.

Postular trasmundos para aplacar la insatisfacción que nos produce el mundo real, con sus duras leyes y sus terribles depredaciones, es quizás el pecado más imperdonable. Nietzsche asegura que el optimismo es superficial y aparece en los períodos de decadencia. Lo descubrimos en Sócrates y Eurípides, embriagados de razón y convencidos de que todo puede ser comprendido y esclarecido. El pesimismo de los fuertes se sitúa más allá del bien y el mal. No intenta comprender. Solo le preocupa la salud, el poder, la plenitud. Ama la vida y sabe que es absurdo juzgarla desde el punto de vista de la moral cristiana.

Todos los que intentan asociar el bien y la justicia a la vida albergan una profunda hostilidad hacia ella. "La vida es algo esencialmente amoral", escribe Nietzsche en un breve ensayo que compuso como introducción a la tercera edición de El nacimiento de la tragedia. Los que no reconocen este hecho primordial esconden una "voluntad de ocaso". Su negación del carácter trágico y amoral de la vida nace del resentimiento. En su interior, bulle "un instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de empequeñecimiento, de calumnia". La ataraxia de Schopenhauer es resignación, complicidad con el fracaso, connivencia con lo débil y enfermizo.

¿Cómo soportar entonces la dureza de la vida, la vejez, la enfermedad, la muerte, esas calamidades que afligieron tanto a Schopenhauer y a otros filósofos? Transformándolas en materia artística. El mundo solo se justifica como fenómeno estético. La redención del dolor se alcanza mediante una síntesis entre lo nocturno y lo solar, lo informe y lo delimitado, el caos y la armonía. Dicho de otro modo: fundiendo lo apolíneo y lo dionisíaco, tal como hicieron los grandes trágicos griegos. El equilibrio siempre emerge de lo orgiástico y terrible. No será posible en una sociedad democrática, donde se ha invertido la moral natural, convirtiendo la debilidad en virtud. Nietzsche aboga por la restauración de los valores de Grecia y Roma, civilizaciones que identificaban la virtud con la salud, la fuerza y la crueldad.

El pesimismo de los fuertes se sitúa más allá del bien y el mal. No intenta comprender. Solo le preocupa la salud, el poder, la plenitud

¿Qué lecciones podemos extraer del pesimismo de los fuertes? Que la vida es un bien objetivo, que estar en el mundo significa disfrutar de infinitas posibilidades, que la finitud no es una desgracia, sino una fuente de renovación, que la libertad es la meta de una existencia verdaderamente racional, que somos copartícipes del impulso creador del cosmos. Morimos, sí. Nuestra individualidad se extingue sin remedio, pero de alguna forma perduramos, pues formamos parte de lo que Spinoza llama Dios o la Naturaleza, un binomio indistinguible.

No somos puntos aislados, meras discontinuidades, sino aspectos de una totalidad que se renueva sin cesar y que sería de otro modo sin nuestra irrupción en el tiempo y el espacio. Debemos amar incondicionalmente la vida, pues nos aporta placer, belleza, sabiduría. Decir no a la vida, solo conduce al nihilismo, como demuestra la recomendación de Schopenhauer para no multiplicar el dolor. El arte nos ayuda a transformar y redimir las imperfecciones de la vida. La tragedia de Prometeo es sobrecogedora, pero sobre el escenario se convierte en un canto a la libertad.

El pesimismo de los fuertes de Nietzsche se vuelve estéril cuando elogia la crueldad y la injusticia como expresiones del poder y la creatividad de la vida. En La genealogía de la moral, exalta a esas razas nobles, aristocráticas que experimentan la necesidad de "retornar" a "la inocencia de los animales de rapiña", dejando tras de sí un rastro de "asesinatos, incendios, violaciones y torturas", con la satisfacción de saber que sus estragos servirán de materia a los poetas para elaborar sus cantos. Nietzsche no llegó a conocer las dos guerras mundiales ni el temor de un holocausto nuclear. Quizás eso le habría hecho comprender que la injusticia no es la esencia de la vida, sino un mal objetivo que puede destruirla.

El pesimismo de los fuertes excluye cualquier esperanza sobrenatural. Nietzsche admiraba a Heráclito, pero no reparó en uno de sus aforismos más proféticos: "Quien no espera lo inesperado, no lo encontrará". Lo imposible parece incompatible con la razón, pero es necesario, como ya advirtió Kant. El pesimismo de los fuertes también debería abrirse a lo inesperado, aceptando que el ser puede expandirse más allá de lo que somos capaces de imaginar.

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