El Cultural

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Entreclásicos por Rafael Narbona

Elogio de la cultura clásica

Se ha intentado desacreditar a la razón, clave de bóveda de la cultura clásica, responsabilizándola de las mayores abominaciones de la historia

3 agosto, 2021 11:40

¿Qué merece el nombre de cultura clásica? George Steiner nos responde de forma inequívoca: el legado de Grecia, Roma y Jerusalén. Podríamos añadir que ese legado se actualiza y recobra impulso con el Renacimiento, y se pone a la altura de los tiempos con la Ilustración. Desde el auge de los “maestros de la sospecha”, una expresión que Paul Ricoeur utilizó para referirse a Marx, Nietzsche y Freud, la cultura clásica, a veces asimilada al humanismo —no ya como escuela, sino como tendencia del pensamiento—, ha sufrido el ataque del existencialismo, el estructuralismo y la posmodernidad. Se ha intentado desacreditar a la razón, clave de bóveda de la cultura clásica, responsabilizándola de las mayores abominaciones de la historia: el colonialismo, la esclavitud, la guerra, el imperialismo, incluso la Shoah.

Se sostuvo que la razón era un instrumento de dominación, no una forma de conocimiento, y se cuestionó que el hombre fuera el protagonista de la Historia. No había que buscar las causas últimas de los cambios morales, sociales, científicos y filosóficos en la vida consciente, siempre deformada por elaboraciones simbólicas, sino en las condiciones materiales, las pulsiones inconscientes y las estructuras profundas de la psique. Según el marxismo, el motor de la historia es la lucha de clases. Según Nietzsche, la voluntad de poder. Freud atribuye ese papel al deseo sexual.

La razón solo es la arquitectura levantada para justificar el fondo de irracionalidad del ser humano. La filosofía de la existencia de Heidegger añadió que la razón había perpetrado un crimen: olvidar el ser, no asumir su cuidado, confundirlo con el ente. Lacan, Sartre y Foucault continuaron la tarea de demolición del humanismo clásico, pronunciándose a favor de una implosión del concepto de sentido. Derrida abogó por la deconstrucción del saber tradicional, y Baudrillard puso en tela de juicio la existencia del mundo real, afirmando que las imágenes producidas por los grandes medios de comunicación habían reemplazado a los hechos, sumiéndonos en un espejismo de conocimiento disfrazado de hiperrealidad. 

Desarraigado y perplejo, el hombre contemporáneo ha abrazado el nihilismo, repudiando la razón y aceptando que la vida es absurda, tal como sostienen Schopenhauer, Sartre y Cioran. Incluso se ha mostrado escéptico sobre las posibilidades de aportar algo digno de perdurar. Hay que aprender a disfrutar del instante, pues no existe nada más allá. El anhelo de trascendencia solo es una forma de dilapidar el presente. El bien y la belleza son conceptos relativos y caducos, meras construcciones que atentan contra la libertad y la diversidad. Frente a sus imperativos, hay que cultivar la subversión, sin reprimir la pujanza de lo estridente, obsceno y repulsivo, asumiendo las lecciones de Sade y Sacher-Masoch. Esta perspectiva se ha extendido a las artes, llevando a la pintura, la música y la literatura a un callejón sin salida. La abolición de las categorías estéticas de la cultura clásica (armonía, proporción, equilibrio, belleza) ha situado a los distintos lenguajes creativos al borde de la inanidad, exaltando el vacío, el silencio y el caos.

Hace tiempo que se habla de la muerte del arte y la literatura. Es la consecuencia inevitable de la muerte del hombre profetizada por los maestros de la sospecha. Todos los intentos de reivindicar la cultura clásica son recibidos con acusaciones de etnocentrismo y eurocentrismo. Se responsabiliza a Occidente de la desigualdad social, el deterioro medioambiental y la discriminación de las minorías. Y no se admiten jerarquías entre las distintas civilizaciones, asegurando que la Academia de Platón no es más valiosa que cualquier rito tribal. Sin embargo, hay un anhelo de recobrar esas grandes construcciones del pensamiento occidental que hasta hace poco nos han permitido afrontar la vida con criterios morales y estéticos, permitiéndonos discriminar entre el bien y el mal, lo bello y lo feo. 

La cultura clásica nos ha dejado un legado incomparable que ha contribuido al progreso moral de la humanidad. Su extensión a otros continentes no ha arrojado un saldo negativo, si bien es innegable que las luces acompañaron a las sombras, como es el caso del Descubrimiento de América. No podemos negar que los conquistadores, hombres ambiciosos y con pocos escrúpulos, cometieron crímenes y saquearon las riquezas naturales, pero también es cierto que llevaron al continente escuelas, hospitales, universidades y un idioma que proporcionó unidad a unos pueblos dispersos y enredados en querellas perpetuas. Los imperios incas y aztecas no reconocían ningún derecho a sus súbditos.

En cambio, la Monarquía Hispánica estableció en las Leyes de Burgos que los nativos eran hombres libres y legítimos dueños de sus casas y sus haciendas, que no podían ser injuriados o maltratados, y que debían cobrar salarios justos. Incluso se promulgaron medidas para proteger de la explotación laboral a los niños y las mujeres. En su testamento, Isabel la Católica ordenó que los indios no sufrieran agravio alguno en sus personas y sus bienes. Cuando Carlos V conoció los abusos que se cometían en las encomiendas, hizo redactar las Leyes Nuevas para corregir la situación, lo cual significó el fin progresivo de las formas encubiertas de esclavitud. Muchos juristas han señalado que las Leyes de Burgos y las Leyes Nuevas son normas precursoras del Derecho Internacional y las declaraciones de Derechos Humanos. Inspiradas por la cultura clásica, postularon el respeto a la persona, un concepto que nace en Atenas y se consolida y completa con el cristianismo. 

Los griegos son los primeros en reconocer la singularidad de cada individuo. Frente a Esparta o los persas, que disuelven lo individual en lo colectivo, los atenienses entienden que cada ser humano posee una identidad diferenciada y entienden que desee preservarla y desarrollarla. La persona no es algo estático, sino un proyecto que persigue la excelencia. Píndaro incita a los deportistas olímpicos a mejorar sin descanso: “llega a ser quien eres”. Ortega y Gasset se sintió fascinado por ese lema, que consideró la meta irrenunciable de una vida plenamente humana. La herencia de Atenas incluye la Ilíada y la Odisea, las enseñanzas de Sócrates, la filosofía de Platón y Aristóteles, el teatro de Esquilo, Sófocles y Eurípides, los tratados de historia de Herodoto, la matemática pitagórica, la geometría de Euclides, el juramento hipocrático, el arte de Fidias, Mirón y Praxíteles, la pintura de Polignoto, y una constelación de mitos que nos han proporcionado reflexiones imperecederas sobre el anhelo de conocimiento (Prometeo), el sentido de la existencia (Sísifo) o el conflicto entre la ley y los lazos de sangre (Antígona).

Quizás la figura más descomunal de esta pléyade es Sócrates, que sentó las bases de una perspectiva cultural que no ha perdido vigencia. El “tábano de Atenas” elaboró una dialéctica orientada a combatir la superstición y el relativismo, afirmando que el bien y la justicia eran valores universales e inmutables. Para conocer la verdad, solo había que aprender a utilizar la razón. No es casual que Nietzsche lo convirtiera en el blanco predilecto de sus diatribas, acusándole de haber destruido la seguridad instintiva de los griegos. Frente a la razón, Nietzsche reivindica la intuición trágica, según la cual la existencia es voluntad de poder y únicamente podemos llamar bueno a lo que favorece su despliegue y expansión. El anhelo de igualdad conspira contra la vida. Nace del resentimiento. La excelencia reside en la salud, la fuerza y la jerarquía, no en la compasión, un sentimiento decadente. En La genealogía de la moral, Nietzsche afirma que la crueldad —la alegría de provocar y contemplar el dolor ajeno— es la señal distintiva de los pueblos grandes y fieles al mandato de la tierra. 

Sócrates es uno de los surcos más fértiles de la cultura clásica. No se equivocó Dante al calificarlo de “espíritu magno”, ni los que le consideran uno de los precursores del cristianismo. Su pensamiento prefigura el de Platón y Aristóteles, impulsando una constelación de categorías filosóficas que se fundirán con la tradición judeocristiana. Del encuentro entre Atenas y Jerusalén, surge el paradigma de la cultura clásica, que adquiere solidez institucional con Roma. Ese modelo, no exento de imperfecciones, adquirirá una dimensión autocrítica con la Ilustración, que corrige y renueva la cultura clásica. En este proceso desempeña un papel esencial el cristianismo.

Cuando san Pablo escribe que “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3:28), impugna la distinción entre bárbaros y civilizados que había predominado durante toda la Antigüedad. Se limita a seguir los pasos del Evangelio, donde Jesús invita a su mesa a los parias y los extranjeros, cuestionando la idea de que hay pueblos y clases sociales superiores. ¿Por qué no brilló Roma con tanto esplendor como Atenas? Es cierto que ambas ciudades actuaron como imperios, conquistando y esquilmando colonias, pero en Roma hubo menos ilustración y más autoritarismo. Según Simone Weil, los romanos, “artistas supremos de la perfidia”, desconocieron lo que era la generosidad y la justicia. Quizás es un reproche excesivo, pues en Séneca y Marco Aurelio sí hallamos gestos de compasión y beligerancia contra la injusticia, pero no es posible negar que los dos representan una anomalía en la mentalidad romana, siempre orgullosa de no transigir con el sentimentalismo. 

El Renacimiento no es solo el punto de partida de la Modernidad, sino la quintaesencia de la cultura clásica. Su exaltación de la dignidad humana nace de la convicción de que nuestra especie posee una creatividad gracias a la cual puede perfeccionarse ilimitadamente. El infinito no es solo un atributo de Dios. La humanidad no cesa de aprender y crear. Las artes, las letras y la ciencia son caminos inagotables. Fructíferos e imprevisibles, atestiguan la diversidad humana. Los bienes materiales palidecen ante los bienes espirituales, que son la aportación específica de la civilización. “No somos siervos, sino émulos de la naturaleza —escribe Marsilio Ficino en su Theologia platonica—. El poder del hombre se asemeja de veras a la naturaleza creadora divina, puesto que de cualquier materia crea formas y figuras… domina los elementos… crea instituciones sociales y leyes… sabe unificar pasado y porvenir, recogiendo en un momento eterno los intervalos fugaces del tiempo”.

No es cierto que el ser humano sea un elemento pasivo controlado por las fuerzas de la historia o el inconsciente, pues está dotado de libertad y voluntad. En su interpretación del Génesis, Pico della Mirandola escenifica el diálogo entre Dios y Adán. Dios se dirige al primer hombre, explicándole cuáles son sus posibilidades y responsabilidades: “Te he creado ni celeste ni terrenal, a fin de que tú seas libre educador y señor de ti mismo; tú puedes degenerar hasta convertirte en bruto, y regenerarte hasta parecer casi un dios…”.

Se ha dicho que la Modernidad no contempla la diferencia, que uniformiza y combate la alteridad, pero lo cierto es que el Renacimiento es la edad de “los heraldos y mártires de la libertad de pensamiento” (B. Spaventa), como Giordano Bruno, Campanella o Galileo. En el Discurso sobre la dignidad del hombre, Pico della Mirandola exalta la diferencia, la diversidad y la discrepancia. ¿Por qué se ha desviado Occidente de ese ideal en tantas ocasiones? No ha sido por culpa del humanismo, sino por la voluntad de poder (Nietzsche), las pulsiones irracionales (Freud) o la lucha ideológica (Marx). Auschwitz no es el corolario de la razón y la lógica, sino una regresión al mundo arcaico, precivilizado. 

El humanismo no cae en fatalismos que inhiben la acción. Piensa que el hombre dispone de dos grandes armas para organizar su existencia como un proyecto fructífero: la razón y la palabra. Alejarnos del humanismo nos ha llevado al nihilismo. En sus últimos años, Albert Camus se preguntaba si realmente no había otro horizonte para el ser humano que la estéril rutina de Sísifo. Yo creo que sí. Solo tenemos que mirar hacia atrás, rescatar el legado de la cultura clásica y utilizarlo para labrar un porvenir abierto a la esperanza y la libertad.

@Rafael_Narbona

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