Ernestina

Ernestina

Entreclásicos por Rafael Narbona

Ernestina de Champourcin: la voz transfigurada (y III)

Su poesía se adentró en los últimos años en un misticismo de carácter intimista

3 junio, 2019 19:19

¿Escribió el mismo poema una y otra vez Ernestina de Champourcin desde 1952, cuando publicó Presencia a oscuras después de un largo silencio de dieciséis años? ¿Se limitó a reflejar la espiritualidad del Opus Dei, al que se incorporó como supernumeraria, tras sufrir los sinsabores del exilio en México, influida por un sacerdote que le pidió su colaboración como profesora de un grupo de mujeres en un barrio marginal? Ernestina se mantuvo fiel al carisma del Opus Dei hasta su muerte, pero su poesía desborda la espiritualidad estrictamente católica. Ernestina no escribió el mismo libro una y otra vez. Su poesía no cesó de evolucionar, adentrándose en los últimos años en un misticismo de carácter intimista, donde la sed de absoluto convive con la celebración del mundo y una introspección que explora las heridas del exilio y los sentimientos de duelo asociados a la pérdida de seres muy queridos, como su marido, Juan José Domenchina. Presencia a oscuras está dedicado a Juan Ramón Jiménez. "Esperándolo en la mitad del camino…", escribe Ernestina, aludiendo tal vez al océano que los separa de la España secuestrada por la dictadura franquista. O quizás refiriéndose al viaje espiritual que comparten maestro y discípula, rastreando la trascendencia que soporta y explica lo real. Llamamos Dios a algo que no es ni un qué ni un quién, según la tradición de la teología negativa. Por eso es tan necesaria la poesía, cuyo lenguaje no se basa en conceptos, sino en intuiciones, visiones e iluminaciones.

Ernestina anhela fundirse con ese Dios que se ha apoderado de todos sus anhelos: "Ya son tuyas mis noches. Largas horas sin eco / en que mi soledad te busca y te reclama". Ernestina habla de anegarse, de perderse para siempre, empleando el lenguaje de la tradición mística, donde la unión con Dios se produce en una atmósfera sensual, casi erótica: "Séllame las pupilas con tus dedos de nieve; / apaga con tu soplo la brasa de mi carne". Al igual que Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, Champourcin entiende el amor a Dios como un anonadamiento que permite liberarse de las servidumbres del yo: "Prefiero verme abrasada / en el fuego de tus venas,  / que exprimir a duras penas / mi pobre fuente agostada". Dios no es algo ajeno al mundo, sino la raíz última de la vida: "… mis ojos no ven nada / donde no estés escondido". Dios es fertilidad, abundancia, prodigalidad que renueva y sana, fuerza que sostiene e impulsa, río que discurre sin fin: "… ¿cómo pedirte que tus labios se abran / para limpiar mi lodo con su zumo de vida?". Es imposible no pensar en la "mística de la muerte" de Dorothee Sölle, que identifica a Dios con el ritmo de la vida. Morir no significa extinguirse sino cumplir una etapa más en el ciclo de la existencia. Somos parte del ir y venir de la vida: "No somos más que viento, luz del sol, nieve". Estamos abocados a "ser en Dios". No gozaremos de la misma eternidad que Dios, pero formaremos parte de ella. Champourcin expresa algo parecido: "Yo creo que morir es estar / es estarse por fin en lo absoluto / en lo definitivo… / […] Morir es una rosa que se nos da de balde / un perfume cuajado / en un amor para siempre".

Ernestina cree en el reencuentro con los seres queridos que nos arrebató la muerte. No cuestiona la resurrección. En cambio, Dorothee Sölle no cree en la inmortalidad personal, pero sí en la vida eterna. Esta divergencia radical no impide que en los versos de Ernestina no se advierta una comprensión intuitiva de Dios como fuente de vida y como garantía de permanencia del ser como totalidad. El "zumo de la vida" nos purifica del "lodo" que nos ciega, atribuyendo a nuestra existencia individual una importancia desmesurada. "¿No es mi deseo de que esta creación permanezca mucho más fuerte que mi deseo de perecer?", se pregunta Sölle. "Y espero silenciosamente, obstinadamente, sujetando todos mis sentidos y mis potencias / para que todo lo mío desaparezca, para que donde estás Tú nada se atreva a existir, / a alentar, a afirmarse", escribe Champourcin, mostrando que la fe no es un lamento que deplora la finitud, sino el no querer nada más que la gloria de Dios o, lo que es lo mismo, la perennidad de la vida. Las huellas del hombre sobre la tierra están abocadas a borrarse. Sin embargo, su destino no es disolverse en el no ser, sino entrar a formar parte de la memoria de Dios. Dicho de otro modo: bailar en la danza del devenir, como nos enseñó Nietzsche, teólogo del ser y supremo sacerdote de la vida.

Para Champourcin, el conocimiento de Dios se revela como logos, como algo que se dice y puede escucharse: "Me ha herido tu palabra. / Tu palabra encendida con sus filos ardientes, / y ahora soy un silencio profundo y dolorido / que tu voz implacable lastima en lo más hondo". Dios nunca está presente como algo familiar y conocido, sino como algo que viene, tal como anuncian los textos proféticos. Sólo cabe estar abierto, tener la casa limpia y preparada, pues su llegada es realmente inminente para cada uno de nosotros. Nuestro existir se despeña por el límite de la muerte, pero ahí aparece la vida de Dios, que nos acoge no para prologar nuestra peripecia personal, sino para integrarnos en su ininterrumpido existir. "Yo en ti, tú en mí, nadie podrá separarnos", escribe Dorothee Sölle. Eso debería ser suficiente para nuestra conciencia, que sin embargo fantasea con perdurar, preservando el lastre de su identidad.

Ernestina incluye un Vía crucis en Presencia a oscuras. Se trata de un poema en prosa que comienza con ternura: "Me asusta lastimarte de nuevo". Enseguida, la delicadeza deja paso a la confianza: "No temo el dolor porque Tú vas delante de mí". Lejos de la crudeza de una tradición literaria forjada por el claroscuro de la Contrarreforma, Ernestina describe la primera caída con una perspectiva mórbida y luminosa: "Aquel suelo agrietado debió de esponjarse dulcemente al recibirte, soñando ser, para Ti, una mullida y fragrante pradera". Esa mirada colorista y nítida se repite al comentar las palabras de consuelo que Jesús dirige a las mujeres de Jerusalén: "Queremos ser, como Tú, leña verde, fragrante, derramando savia". Cuando todo acaba y Jesús es sepultado, Champourcin reserva la última palabra a la esperanza: "Danos […] esa fe que surca los mares y traspasa los montes, porque sabe muy bien que, al marcharte, permaneciste entre nosotros…".

Después de Presencia a oscuras, Champourcin depura aún más su estilo, ensayando la brevedad del haiku. Lo esencial se atisba con más claridad en lo minúsculo y preciso: "¿En qué línea estás Tú, / acechando, buscándome?". Lo absoluto casi no necesita palabras: "Ese rumor del mar es fuga de silencios. / La plenitud sería callarse para siempre". Ernestina no simpatiza con la poesía social: "¿Poesía sin misterio es acaso poesía?". La tarea del poeta no es protestar, sino dialogar con Dios, escuchando el devenir incesante de la vida. Ernestina dedica un emotivo poema a Domenchina: "A J. J. que ahora contempla, sin dolor, ese paisaje que amó tanto". El dolor de la separación se aplaca gracias a la convicción de que nada se pierde en la cosecha del tiempo: "Yo te quise traer un ciprés de Castilla. / ¿Para qué? Me pregunto. ¡Si ya la tienes toda!". Se nace para la muerte, se muere para la vida. La fe no ofrece un paraíso con ríos de miel, sino "un amor duro, tendido hacia la altura: / áspero amor en el dolor clavado". Dios lo invade todo. Sólo somos “instantes de tu Ser, que forman mi existir". Ernestina se muestra confiada, sin miedo ni desasosiego: "Camino a la verdad / con la mirada abierta / y el corazón en paz". Esa tranquilidad se tambalea al volver a España en 1972. Todo ha cambiado. El exiliado no reconoce el hogar perdido. Sería absurdo volver atrás, buscar el calor de la tierra extraña que se abandonó para hollar otra vez el suelo natal. Para el poeta sólo hay un consuelo: vivir para las palabras, buscar la luz en la oscuridad que se lleva dentro. Para Ernestina, el día a día se llena de incertidumbres. No sólo ha cambiado el paisaje. También se ha producido una aguda transformación interior: "Adiós a lo que fuimos. / Aunque tú me acompañas / sé que roza mi hombro / otro tú diferente".

En sus últimos libros, Ernestina canta al mar. La influencia de Juan Ramón se hace aún más acusada. Champourcin confiesa que fantasea con una "embriaguez de mar". Su lejanía le produce una honda tristeza, pero permanece muy presente en su memoria: "El mar me pertenece / lo hago pasar entero / entre mis manos ávidas". El mar es "es dócil, mío, puro, / es un lebrel que lame / mis plantas mansamente". No oculta su nostalgia por México, un país al que llegó a amar y al que se adaptó sin demasiados problemas, a diferencia de Domenchina. En Veracruz, Ernestina descubrió que "el agua cicatriza / insomnios y memorias". En Orizaba, que la mirada de un animal puede transformar lo que observa: "En medio del jardín / la iguana nos contempla / hierática, lo mismo / que si fuéramos piedras". El mundo no está escindido de lo sobrenatural, sino profundamente enraizado en él: "Cuando yo sueño un árbol / ¿será Dios lo que veo?".

La herida del exilio sigue viva en los años setenta. Champourcin espera que algún día se cierre esa llaga y todos los españoles puedan vivir juntos, sin un mar que los separe. Sin hijos y con problemas de salud, vive un "segundo exilio" en Madrid. Su espiritualidad se adentra en lo místico: "¿Lo que nunca se vio puede ser para siempre?", se pregunta. Recluida en su "ciudad interior", proclama: "Todo es transparencia, / no hay nadie que se oponga / a la visión oscura". No hay que temer a la muerte: "La muerte huele a dulce, a panal de colmena". Eso sí, no es posible acallar la melancolía: "¿Quién después de vivir / no aspira de repente / los jazmines que nunca / llegaron a sus manos?". Quizás sería preferible "no saber, no soñar, / pero inventarlo todo". La muerte llega el 27 de marzo de 1999. Desde entonces, se han producido algunos reconocimientos, pero Ernestina sigue ocupando un espacio marginal. No obstante, nadie puede cuestionar su capacidad para aunar con rara maestría lo biográfico y lo místico, lo subjetivo y lo trascendente, lo íntimo y lo impersonal. Poesía pura, poesía mística, poesía humana. Poesía para soñar caminos y para escarbar en lo inefable, buscando las claves misteriosas de nuestro existir.

zambra

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