Entreclásicos por Rafael Narbona

Miguel Delibes: las cosas de Castilla

15 enero, 2019 08:28

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Miguel Delibes[/caption]

Desde el balcón de mi casa, se contempla el campanario de una iglesia, con un nido de cigüeñas y un chapitel de pizarra rematado por una aguja. La iglesia señala el centro de un pequeño pueblo castellano, con algunas casas viejas, que reflejan la pobreza de un pasado reciente. No queda ninguna huella de la antigua aljama ni del castillo, que perteneció al condestable Álvaro de Luna. Desviando la mirada hacia la derecha, se divisa el perfil de Madrid, con sus moles de hormigón y cristal. No es un perfil nítido, sino borroso, pues la contaminación se extiende hasta sus confines, dibujando una bóveda gris, que parece inmóvil y eterna, particularmente en los meses de verano. Los barrios de la periferia, ínfimos y caóticos al lado de los rascacielos, parecen guijarros amontonados en la desembocadura de un río. Mis ojos casi siempre eluden esa perspectiva. Prefieren mirar a la izquierda y contemplar la estepa, con sus planicies y sus suaves colinas. Una hilera de fresnos y chopos revela la presencia de un río, que serpentea débilmente entre el trigo y la cebada. Unos olivos evocan el paisaje andaluz. En Castilla no hay mar, pero sí cielo y su azul a veces tiembla como el agua.

Siempre que observo ese paisaje pienso en Miguel Delibes, enamorado de su tierra y fiel a sus raíces hasta su último aliento. En Viejas historias de Castilla la Vieja, un pequeño libro que se publicó en 1960 con el título de Castilla, ilustraciones de Jaume Pla y un prólogo de Pedro Laín Entralgo, Delibes narra la peripecia de Isidoro, “el Estudiante”, que se marcha a la ciudad a cursar bachillerato, sufriendo el desdén de sus profesores y compañeros, orgullosos de haber nacido y crecido en un entorno urbano, lejos de la monotonía, la simplicidad y la rudeza del campo. Todos se burlan de él, diciéndole que tiene “cara de pueblo” o, lo que es lo mismo, de chico tosco y con pocas luces. “El Topo”, profesor de aritmética y geometría, pierde la paciencia cuando Isidoro se equivoca en la pizarra, exclamando: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”. Los sarcasmos continúan en verano, cuando regresa al pueblo y sus viejos compañeros de juegos le acusan de haber cambiado: “Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo”. De joven, Isidoro emigrará a Bilbao, desempeñando distintos trabajos de carácter manual. Nadie le presta atención. En las ciudades, la proximidad no significa cercanía, amistad o complicidad. No se padece soledad, sino aislamiento. El desarraigo es la condición natural del habitante de los grandes espacios urbanos, donde nada se ha construido a la medida del hombre. Isidoro comprenderá que “ser de pueblo es un don de Dios”. El pueblo permanece; la ciudad se desintegra: “los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo eran siempre los mismos”. En cambio, el ladrillo y el cemento sólo producen formas efímeras, espoleados por las exigencias del progreso.

Aunque siento un gran aprecio por el barrio de Argüelles, que fue el escenario de mi infancia, comprendo que Delibes compare a los habitantes de las grandes ciudades con los incluseros. La ciudad nunca acoge ni ampara. Siempre se vive bajo la amenaza de ser arrojado a un lado para abrir paso a un futuro voraz e imprevisible. “En las ciudades uno se muere del todo; en los pueblos, no; […] algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos”. La ciudad es un espacio discontinuo donde la muerte parece un acontecimiento absurdo y carente de utilidad. En los pueblos, la vida sabe cuánto le debe a la muerte, pues “si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas se reproducen es porque uno les dio su sangre y su calor y nada más”. En Castilla, “ser de pueblo es una cosa importante”. Las tradiciones y las costumbres no son simples inercias, sino la cristalización de vivencias colectivas donde se ha forjado una manera de interpretar el mundo. El que olvida su pasado pierde su identidad, convirtiéndose en un extraño en su propio hogar.

El paisaje castellano puede parecer un lugar áspero y desapacible, pero la inmensidad desolada del páramo acoge al que sabe apreciar el pálpito de lo infinito o el misterio de lo inacabado. La sensibilidad religiosa del castellano nace de su experiencia del yermo, donde el hombre, después de superar la intimidación inicial de los grandes espacios deshabitados, descubre la existencia de algo que “nos guarda, que nos vigila y que nos asiste desde antes, desde un principio” (María Zambrano, Claros del bosque, 1977). En la carne del castellano, maltratado por los ardientes veranos y los crudos inviernos, se aprecia claramente que el hombre padece su propia trascendencia. Castilla es tierra de penuria y escasez, pero también de prodigios. La estepa –escribe Delibes- es “un mar gris y violáceo en invierno, un mar verde en primavera, un mar amarillo en verano y un mar ocre en otoño, pero siempre un mar”. Eso sí, necesitamos las palabras del poeta o, al menos, su mirada, para advertir que la distancia entre el cielo y la tierra, el aire y el agua, puede sortearse mediante un “privilegiado despertar” (María Zambrano, ibíd.).

A pesar de la pobreza y las inclemencias climatológicas, muchos castellanos disfrutan de una vida longeva, como la tía Marcelina, un viejecita desmedrada, solterona, bondadosa, con un ápice de malicia y una sonrisa infantil. En su casa reinan el orden, la pulcritud, la frescura y el silencio. Coleccionista de hojas, mariposas y piedrecitas, un abejaruco disecado con todos los colores del arco iris fascinaba a Isidoro de niño, que lo contemplaba embelesado, esperando que alguna vez llegara a ser de su propiedad, pero la tía Marcelina dejará todos sus bienes a las monjas, sin especificar nada sobre el pájaro. Isidoro aprenderá que las pérdidas también forman parte de la aventura de vivir y que el viaje hacia la madurez siempre está salpicado de frustraciones.

El asesinato de la joven Sisina, apuñalada por un forastero con las facultades mentales perturbadas, muestra de forma inequívoca el catolicismo aperturista de Miguel Delibes, plenamente identificado con el espíritu renovador del Concilio Vaticano II. Don Justo del Espíritu Santo, el párroco de la localidad, considera que Sisina es una mártir. Prefirió morir antes que perder su pureza. En su memoria, clava una pequeña cruz en el lugar de su inmolación y, cuando al cabo del mes, brotan unas flores amarillas, afirma que se trata de un milagro. Se indigna con un vecino al escuchar que las florecillas se llaman quitameriendas y aparecen en las eras al finalizar el verano. Todos celebran tener una mártir en el pueblo, pero muchos afirman en voz baja que el asesino sólo era un pobre desequilibrado y las flores, un simple fenómeno natural.

Miguel Delibes evita el moralismo. No presupone la maldad del hombre, sino su desamparo, fruto de nuestro alejamiento de Dios. Con una perspectiva socrática, nos hace ver que el mal no brota de la perversidad, sino de la ignorancia, la enajenación o el ofuscamiento. Don Justo del Espíritu Santo se emociona con las murallas de Ávila, símbolo de perennidad y grandeza. En cambio, Miguel Delibes se emociona con el ser humano, débil, vulnerable y menesteroso. Su imperfección, lejos de indignarle, le inspira una piedad infinita.

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Delibes fue durante toda su vida un apasionado cazador[/caption]

Don Justo del Espíritu Santo no es un mal cura. De hecho, “nunca se negó a celebrar una boda y un bautizo al mismo tiempo”. En Castilla, “se conserva un concepto serio de la dignidad, y el sentido de la responsabilidad está muy aguzado”. Los castellanos son estoicos, reservados y orgullosos. Muchos viven en la miseria, pero el campo les permite salir adelante. Por aquel entonces, no pesaba ningún anatema sobre la caza. Delibes, un apasionado de la caza menor, nos cuenta cómo se caza la perdiz y el conejo. No es fácil abatir una pieza. Hace falta paciencia, habilidad e ingenio. No se mata por placer, sino para alimentarse o abrigarse. A fin de cuentas, la naturaleza es un coto sin límites ni vedas, donde unos animales cazan a otros para sobrevivir. No se desperdicia nada. Ninguna muerte es en vano. El cazador sigue un impulso natural, aceptando el desafío de vencer a adversarios particularmente escurridizos, como el matacán, una liebre que se resabia a fuerza de carreras, cortando el viento como un dalle. Miguel Delibes entiende que hay una caza ética, ecológica, donde se satisfacen necesidades básicas, sin causar daños en el medio ambiente. El buen cazador cuida a sus perros y no mata por capricho. Para los que hemos crecido en ciudades, la caza es una actividad cruenta, pero no podemos negar que el equilibrio natural se basa en depredaciones sistemáticas. Sin ellas, la continuidad de la vida se interrumpiría trágicamente.

Miguel Delibes nos habla del hombre y la naturaleza, cuya interacción implica momentos de paz y otros de estridencia. Utiliza un lenguaje que ahora nos parece arcaico, pero que refleja una riqueza semántica cada vez más menoscabada por un sentido funcional del idioma. La palabra “dalle” ya no se emplea, pero es una forma de llamar a la guadaña, imprescindible para las tareas agrícolas. En un tiempo dominado por los hábitos urbanos, el campo pierde terreno en todos los ámbitos. Aparecen nuevas palabras, pero se pierden otras. El resultado es una visión incompleta de la realidad, una perspectiva parcial e insuficiente.

En Castilla también hay magia, leyendas, mitos. A partir de mayo, las argayas de los trigos pueden provocar ceguera. El Felesín, hijo de Domiciano, perdió la visión de un ojo. Se llama argayas –de nuevo una palabra en desuso- al conglomerado de filamentos de una espiga. Las palabras no son simples convenciones, sino interpretaciones de la realidad que responden a una determinada imagen del mundo. Isidoro regresa a su pueblo con la determinación de no volver a marcharse. Comprueba que “los hombres habían mudado, pero lo esencial permanecía”. No estoy seguro de que pueda decirse lo mismo del pueblo de las afueras de Madrid donde yo vivo. Sólo un puñado de casas viejas y una iglesia de estilo herreriano recuerdan su pasado. El resto son construcciones modernas, sin una pizca de gracia o belleza. Los vecinos cada vez se relacionan menos y casi ni se saludan. No hay sentido de comunidad o pertenencia. En la antigua dehesa que separa al pueblo del siguiente núcleo habitado, han pavimentado un camino y lo han pintado de rojo, colocando farolas a los lados. Suelo evitarlo. Prefiero el páramo, el campo abierto, con sus caminos de tierra y sus pedregales. Poco antes de escribir esta nota, di un breve paseo, aprovechando un sol invernal y, cuando menos lo esperaba, aparecieron tres corzos. Estaban lejos, pero atisbé sus manchas blancas y sus mantos rojizos, llameando entre los campos de trigo y cebada. Corrían agrupados, casi como si fueran notas bailando en un pentagrama o cúmulos de nubes reunidos por el viento. Sentí que Castilla me hacía un regalo y regresé para escribir estas palabras, agradeciéndole su belleza sencilla, gratuita, evangélica. Lo esencial permanece, pero hay que buscarlo.

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