El Cultural

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En plan serie por Enric Albero

'Roadkill'. Accidentes

La serie no les dolerá demasiado, recorrerán a la velocidad del AVE sus dos primeros episodios y luego contemplarán, no sin morboso disfrute, cómo el tren se estrella

20 noviembre, 2020 09:08

Movistar Plus emitirá el próximo lunes 23 de noviembre el último episodio de la miniserie Roadkill, escrita por el prestigioso guionista David Hare (Herida, Las horas) y dirigida Michael Kellior (East Enders, Line of Duty). A lo largo de sus cuatro episodios, esta producción de la BBC nos sumerge en las convulsas jornadas que suceden a la exoneración de Peter Laurence (Hugh Laurie), ministro de sanidad británico, de un delito de cohecho. La balsámica absolución, sin embargo, no rebaja las fiebres que encienden la actualidad política -con una Primera Ministra alérgica a la desobediencia que sustituye ministros como quien toma antihistamínicos- ni aquieta la agitada vida de Laurence, padre de familia con esposa, dos hijas y una amante, al que, sin dejar que la calma que sucede al triunfo se asiente, le sale una nueva retoña de la cual no tenía el más mínimo conocimiento. Una nueva hija que, además, tiene alquilada una incómoda habitación en la cárcel de Sh. 

A Laurence los problemas le crecen como si se hubiera dedicado a cultivarlos con ahínco, como si necesitara demostrar que si uno reúne el tesón y la constancia suficientes no hay terreno, por abrupto o baldío que sea, que pueda resistirse a unas manos expertas y a una paciencia inquebrantable. La obtención de una buena cosecha de conflictos exige una siembra cuidadosa y prolongada. Laurence comenzó a esparcir las semillas del rencor en sus tiempos mozos y, apagada intermitentemente la promiscuidad de su juventud, se labró una sólida carrera política que no dudó en sujetar con los cordeles del matrimonio y la paternidad. Sus habilidades retóricas y su talento para conectar con fulgurante inmediatez con aquellos que no le conocen en profundidad le permitieron navegar sin sobresaltos por las turbulentas aguas de la política, y él, convencido de que su genio orador lo mismo obra milagros en el parlamento que en el salón de su casa, aplicó las mismas recetas que tan buen resultado le fueron dando en las sucesivas legislaturas a la gestión familiar. En tanto príncipe del posibilismo, Laurence posee la suficiente cachaza para librarse de un delito de fraude y para mantener una amante estable; esto es, para ponerle los cuernos al estado y a su mujer (y salir indemne). Como verán, Hare hace que las disputas hogareñas y las luchas políticas confluyan alrededor de la figura de Laurence, ese estadista que tiene un almacén de frases convenientes en la punta de la lengua y que acude puntualmente a un programa de radio para opinar sobre lo humano y lo divino, lo mismo da que sea el último partido del Manchester United que sus propuestas para privatizar la sanidad. Es como la versión gatuna del T-1000, siempre cae de pie y se adapta a cualquier entorno. 

🎬 ROADKILL (Movistar Seriesmanía) | Tráiler de la serie en Español subtitulado ⏩🎥

Para desentrañar esta madeja de hilos en las que lo personal y lo político se enmarañan, el creador de Collateral (2018) despliega una telaraña de tramas que incluyen a la periodista que sigue investigando el presunto delito cometido por el ministro a pesar del fallo judicial; la recolocación de Laurence, que abandona la cartera de sanidad para hacerse cargo de la de justicia; el inicio de una relación con esa hija oculta que decide salir a la luz; las tensiones entre el mandatario y su concubina, una bibliotecaria danesa interpretada por Sidse Babett Knudsen, y las conflictivas derivaciones que supura ese entorno familiar herido por el abandono, con una hija mayor que se las piró para salvar el mundo, una menor que prefirió emprender la huida interior subiéndose en el tren bala de los narcóticos y una esposa que se ha ordenado la vida de tal manera que el marido pase a tener una utilidad idéntica a la del menaje. 

Al final del primer episodio, Hare rocía con el perfume de la conspiración casi todos estos lazos argumentales: el asesor de Laurence y la jefa de gabinete de la Primera Ministra comparten cama y secretos; la chofer y su amante nutren de información al bufet que le defendió (?) no por interés económico sino porque detestan a un Laurence del que conocen sus más inconfesables intimidades; el ayudante del despacho que evitó que el ministro fuera a prisión entabla contacto con la periodista que destapó el caso,… A todo ello hay que añadirle el ambiente de tensión que reina en el 10 de Downing Street, con la Primera Ministra, Dawn Ellison (Helen McCrory) con un ojo buscando apoyos dentro de su gabinete y con el otro vigilando a la cúpula del partido para que no la aparte de su puesto. Que McCrory interpreta a Margaret Thatcher cambiada de nombre no es necesario ni discutirlo (no ya por el look o por la actuación, basta con comparar esta situación con la que se observa en ‘La prueba de Balmoral’, el segundo episodio de la cuarta temporada de The Crown, para encontrar las semejanzas)

Al cierre del segundo episodio, que acaba con un doble tirabuzón dramático ofreciéndonos no uno sino dos accidentes automovilísticos, uno ya empieza a sospechar que cuatro capítulos quizá sean demasiado pocos para que Hare consiga que tanta hebra pase por el ojo de su aguja. La multiplicidad de contubernios termina trenzándose de manera atrabiliaria, con la intervención de personajes que emergen desde las sombras cuando es necesario para dar un golpe de timón o utilizando sibilinamente la inteligencia de Laurence, que sabe más cosas de las que la audiencia creía que sabía (principalmente, porque se nos ocultan no ya informaciones, sino sus sospechas). Que una de las estrategias para hacerle caer consista en la entrega de unas fotocopias de sus diarios a los abogados que le acaban de sacar libre, es un ejemplo válido para explicar cómo el autor de Plenty (1985) retuerce la coherencia narrativa para que la moral de sus personajes se tambalee, solo que para alcanzar esos extremos nuestra credulidad necesita ponerse en suspenso en demasiadas ocasiones: ¿por qué la ‘garganta profunda’ que protagoniza esta subtrama no entregó tan decisivos documentos a la acusación durante el juicio? “No era posible” es su única respuesta. ¿Son verosímiles las justificaciones que la llevan a depositar esos papeles en manos de la defensa? Unos pretextos -compromiso, decencia, sentido de la justicia- que la confidente ha asumido como válidos únicamente tras asistir a la corte como espectadora. Dejaremos en manos del público el veredicto sobre la relación entre el ayudante de la abogada y la periodista o el tiempo que se toma la máxima responsable de la defensa de Laurence para consultar lo que, al abrir el sobre, descubrirá que son notas de su diario personal. Para apuntalar esta línea de argumentación, diremos que estas impugnaciones son imputables a la mayoría de las tramas y contribuyen a desnivelar una miniserie que no soporta su ambicioso planteamiento. Tener a Sidse Babett Knudsen en una serie política -que por momentos recuerda a Borgen: el triunfo de los tapados- y reducirla a comparsa con un par de momentos estelares sí debería figurar en el código penal. 

Esta profusión de tramas también se traslada a lo temático. Hare habla de muchas cosas. De la corrupción política, del populismo o de las guerras intestinas ya se produzcan en el interior de los propios partidos (hay más navajazos que en Curro Jiménez) o en el seno de la administración (esa estirpe de técnicos intermedios bendecidos con la eternidad funcionarial que les faculta, en tanto detentores de amplificado sentido de la temporalidad, para utilizar en su favor la caducidad de nuestros representantes; ese tantas veces oído “cuando usted se vaya, yo seguiré aquí”). También se habla de la privatización de la sanidad y de las prisiones, del poder que la industria armamentística ejerce sobre las decisiones gubernamentales y, en definitiva, de la injerencia de los intereses particulares en esas parcelas a priori inviolables que deberían estar protegidas de los ataques de la fauna rapiñadora empresarial.  

La dirección de Michael Kellior está en sintonía con los excesos ya citados y las decisiones de planificación se perciben, en muchos momentos, como indelicadas. El primer plano del último capítulo encuadra a la Primera Ministra de modo muy llamativo (foto superior): el objetivo ha sido girado 45º con respecto a su horizontal habitual, de modo que la protagonista aparece doblada, con su silla y su mesa de despacho formando una línea diagonal, como si ella estuviera a punto de empezar a rodar cuesta abajo. Esa composición denota la proximidad del abismo que se anunciará justo a continuación al conocerse la filtración de un comprometido correo electrónico que se creía eliminado, pero es tan evidente que no deja ningún espacio al espectador para que extraiga su propia lectura. En Roadkill abundan los picados y los cenitales, pero no siempre uno es capaz de encontrarles una coartada dramática que los sustente (la charla, en el episodio final, entre la abogada y la esposa de Laurence, ¿qué indica ese cenital que la introduce?). Sobre este particular hay un plano que llama poderosamente la atención. Laurence y su ayudante, Duncan Knock (Iain de Caestecker), están en una cafetería (capítulo 1.03), discutiendo sobre los extraños procederes del subordinado, que se siente acorralado por su superior. La conversación se ilustra alicatando planos y contraplanos (variando los tamaños) cuando, de repente, Kellior rompe la escala e inserta un plano de reencuadre tomado desde los mostradores en los que se exhibe la comida (se pasa de un primer plano a un plano general). La sensación que provoca está clara, incide en ese aprisionamiento al que se ve sometido Knock, pero ¿de verdad era necesario ese énfasis estilo one perfect shot (sigan la cuenta en Twitter)? (foto inferior).

Hay secuencias diseñadas con cierto sentido, como la que se ocupa de la reunión entre Laurence, el jefe de su partido, Adam de Banzie (Nicholas Rowe) y el responsable del British Defense Group, Trevor Quinn (Guy Henry). La cita tiene lugar en un restaurante situado en lo alto de un edificio, circundado por amplios ventanales con vistas a la city londinense (señal del lugar de Banzie y Quinn ocupan dentro de la pirámide social). Los dos pretenden que Laurence se mude a Downing Street y para ilustrar esa voluntad Kellior diseña un triángulo isósceles, de manera que el ministro constituya el vértice que, tomando una perspectiva frontal, se situaría justo entre los otros dos que forman la base. Laurence está siempre encerrado entre Banzie y Quinn, los encargados de disponer de su destino. Cuando se produzca un corte y pasemos a otro emplazamiento de cámara, el realizador escocés dividirá el espacio para formar una pareja sólida y unida (Banzie y Quinn) separada del hombre que está solo ante el peligro. Esta partición determina que si aparecen los tres en el plano, Laurence estará encajonado; si lo hacen por separado, tendremos a la pareja vs el individuo, si bien después, con la posición de los personajes clarificada, el director introduzca tomas individuales para incidir en la importancia de la línea de texto que pretende resaltar. La otra posición de cámara relevante es un escorzo que nos muestra a los tres interlocutores en la mesa y que también marca la división que existe entre ellos (refuerza esa idea que ya introduce el montaje): Laurence aparece de espaldas, mientras que Banzie y Quinn están frente a él, pero, además, Kellior los coloca a la izquierda del plano, dejando una gran cantidad de aire a la derecha, lo que hace que el ministro esté arrinconado. Aun así, la secuencia tiene demasiados cortes de montaje que nada aportan al bloque, salvo ese insistente dinamismo que la mayoría de las series (y películas) se empeñan en buscar apelando al movimiento perpetuo, no vaya a ser que algún espectador se nos aburra o se ponga a hacer fish & chips mientras se pone el show de fondo y convierta en radio su televisor.

Si esta es una de las secuencias mejor construidas -medianamente sutil- otras muchas pecan de exuberancia, cuando no resultan confusas. Pensemos en el encuentro entre el director del periódico que quiere publicar la grabación que demostrará que Laurence mintió en el juicio y la propietaria del rotativo, que no quiere que eso salga a la luz porque supondrá el fin de su negocio. Kellior utiliza un ligero contrapicado para filmarlos a ambos, cuando en realidad, la empresaria es la que está amenazando con el despido a su director; en ese caso, quizá lo lógico hubiera sido colocar en una situación de superioridad a Lady Roche (Patricia Hodge) -y utilizar ese contrapicado que denota ascendencia sobre el otro interlocutor- y filmar al director Joe Lapidus (Pip Torrens) con una toma frontal, de modo que quedase claro a través de la imagen quién ejerce poder sobre el otro. Las decisiones de puesta en escena nos dicen que ambos personajes son equivalentes cuando la resolución de la trama nos dirá que eso no es así (sí, amigos y amigas, en estas cosas me caliento la cabeza, pero ya saben, mejor esto que morirse). Así que ya saben, Roadkill no les dolerá demasiado, recorrerán a la velocidad del AVE sus dos primeros episodios y luego contemplarán, no sin morboso disfrute, cómo el tren se estrella. Es lo que tiene contar con actores como Laurie o McCrory, que hace que los accidentes merezcan ser vistos.

@EnricAlbero

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