El Cultural

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En plan serie por Enric Albero

'El Camino': la última frontera

Largometrajes como 'El Camino: una película de Breaking Bad' parecen un extra a incorporar en la edición definitiva en Blu-ray de la serie original

18 octubre, 2019 10:55

Presentada en el pasado festival de Sitges, El Camino: una película de Breaking Bad (2019) es la segunda prospección de Vince Gilligan en el fecundo universo de la serie que creara en 2008 y que le facilitó a Walter White (Bryan Cranston) la entrada en el hall of fame de la seriefilia. Si en Better Call Saul (2015-?), analizada de manera regular en este blog, el foco se ponía sobre un rol secundario como el del abogado Saul Goodman (Bob Odenkirk), que a pesar de su importancia en la teleficción nodriza no aparecía hasta el octavo episodio de la segunda temporada -titulado, precisamente, como este spin-off-. Ahora, el showrunner de Richmond fija su atención en Jesse Pinkman (Aaron Paul), coprotagonista de la serie.

En este largometraje epilogal, Gilligan cierra el arco dramático del socio de Walter White en lo que supone la despedida definitiva del personaje y la recuperación de los tropos visuales que hicieron de Breaking Bad una producción con un estilo intransferible, como si hubiera que reclamar su legado con insistente periodicidad. Aunque en la última semana diferentes analistas han discutido sobre la autonomía del proyecto -¿se comprende El Camino sin haber visto Breaking Bad?- a poco que uno indague en su construcción se topará con una certeza impepinable: al espectador que desconozca la serie le sobrará la mitad del metraje (en realidad, le resultará del todo incomprensible). Pero, no nos adelantemos.

El Camino empieza a andarse tras el final de la serie. SPOILER RECAP: Walter White extermina, con una ametralladora colocada en el maletero de su coche y accionada por control remoto, a la banda de neonazis que se ha hecho con el control de la metanfetamina en Nuevo México y libera a Jesse Pinkman, al que tenían como cocinero esclavo (es el único capaz de aproximarse a los porcentajes de pureza alcanzados por White replicando su propia receta). Jesse estrangula a Todd (Jesse Plemons), que pasó de ser su colaborador a su carcelero -amén de sobrino de Jack (Michael Bowen), líder de la horda supremacista- y, en una breve secuencia que apenas comprende una mirada (pero qué mirada), se despide de Walter. Pinkman sube a un Chevrolet ‘El Camino’ modelo 1974 y, colmado por una euforia rabiosa, huye. White, recordando viejos tiempos, paseará por el laboratorio al son de Baby Blue de Badfinger. Tras un corte y desde una posición cenital, un travelling de retroceso nos mostrará al hombre también conocido como Heisenberg tirado en el suelo del laboratorio, herido de bala en un costado, y a la policía entrando en las instalaciones.

El Camino: Una película de Breaking Bad | Tráiler oficial | Netflix

La película escrita y dirigida por Vince Gilligan arranca donde todo terminó para Jesse. Esperen. Les estoy mintiendo. La primera secuencia de El Camino no es la de la huida de Pinkman, su rostro surcado de cicatrices, el pelo desaliñado y el rictus con abono anual de transporte para ir y venir de la ira a la alegría cuantas veces quiera; esa es la segunda. El filme se abre con una charla entre Jesse y Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks) en la que el ya no tan joven traficante anuncia su firme intención de dejar el negocio y retirarse. “¿Adónde irías tú? Si fueras yo”, pregunta Jesse. “A Alaska. Si yo tuviera tu edad y empezara de cero, Alaska, la última frontera. Allí podrías ser lo que quieras”. Ese flashback será premonitorio en muchos sentidos. En primer lugar, fija el objetivo y el destino finales de Pinkman y, en segunda instancia, inicia la sucesión de conexiones entre el largometraje y la serie nodriza. La charla tiene lugar a orillas del río en el que Mike morirá a manos de Walter en ‘Say my name’ (5.07), mientras que cuatro episodios después (5.11: ‘Confessions’) Jesse le dirá a Saul Goodman que Alaska podría ser un buen lugar para desaparecer. De ese modo, podemos situar la plática entre ambos en una franja temporal próxima a ‘Buyout’ (5.06) cuando los intervinientes abandonan el negocio dejando solo a White. También conviene tener en cuenta que esa analepsis cumple otra función, la de despedida entre personajes. Mike no volverá a hacer acto de presencia en todo el metraje y esa es (o podría ser) su última conversación con el que hasta ese momento había sido su socio.

Veamos, a tenor de lo expuesto hasta el momento, qué estructura tiene El Camino. Existe una línea temporal situada en el presente narrativo en la que se nos cuenta la escapada de Jesse desde que sale de la guarida de los neonazis hasta que consigue llegar a Alaska. Ese relato principal esta salpicado de flashbacks de distinto tipo. Están los que denominaremos flashbacks primarios que son aquellos que se refieren al pasado más inmediato, conectado directamente con el cautiverio de Jesse y relacionados, principalmente con Todd (todos ellos tienen, EVIDENTEMENTE, un problema de continuidad: parece ser que Jesse Plemons decidió acabar con la franquicia de ‘Los Pollos Hermanos’ agotando sus existencias y pesa unas cuantas libras más que en la serie… aunque el tiempo diegético sea el mismo). Después están los flashbacks secundarios, que remiten a un pretérito anterior -son fácilmente ubicables en el timeline de la serie- y que permiten a Pinkman (y a los espectadores) decir adiós a los que fueron sus compañeros de viaje.

La parte final del filme nos reserva los momentos más emotivos. El primero no será otro que la aparición de Walter White, en un flashback que nos lleva a una secuencia que bien podría formar parte de ‘For days out’ (2.09), episodio en el que Walt y Jesse quedan atrapados en el desierto, donde han ido a cocinar metanfetamina, después de que su caravana se quede sin batería. Es interesante observar como está rodada la conversación entre ambos en una cafetería, alternando primeros planos de sus rostros con planos generales del local desde un tiro de cámara elevado y situado en una esquina, de manera que lo observamos en toda su extensión. Esa combinación de escalas resulta tan paradójica como interesante: por un lado, ese cambio de tamaños provoca una sensación de extrañamiento en nuestra mirada -nada habituada a tanto salto- y, por otro, insiste en la normalidad de, es un día cualquiera, vemos a la gente desayunar y, sin embargo, en una de las mesas están sentados dos de los mayores fabricantes de drogas del estado (¿acaso no se nos estará diciendo que los estupefacientes forman parte de nuestra cotidianeidad?). El segundo flashback situado en el desenlace nos llevará hasta Jane Margolis (Krysten Ritter) que, en realidad, ya está incluida en el primero: es con quien habla Jesse por teléfono. Gilligan juega con el racord de miradas y conecta presente y pasado de manera sutil. Tomado desde una posición lateral, vemos a Pinkman conduciendo hacia Alaska. Girará la vista hacia el asiento del copiloto y el contraplano nos devolverá la imagen de Jane, situándonos en el viaje que él y Jane realizaron a Santa Fe para visitar el museo de Georgia O’Keeffe (un flashback que la propia serie ya había utilizado). Otra manera -elegante- de decir adiós.

Aunque esos retornos al pasado contengan mensajes que repercuten sobre la trama principal y sobre la decisión final de Jesse -la frase, con ecos metalingüísticos, de Walter: “No has esperado toda la vida para hacer algo especial”, o la de Jane: “Toda mi vida he ido donde me ha llevado el universo, es mejor tomar decisiones por uno mismo”- no es menos cierto que su supresión no afectaría al desarrollo de la historia. De hecho, su inclusión es la que transforma la película en un relato para iniciados, con personajes que aparecen de manera puntual y que serán del todo irreconocibles para el neófito, que tampoco podrá calibrar su peso en el conjunto de esa narración parcial. Imaginen que no han visto Breaking Bad: ¿cómo interpretarían la repentina aparición de Walter White, alguien al que no conocen, al que no se ha descrito y que no volverá a aparecer? No estamos -no puede ser de otra manera- ante un filme independiente o que, al menos, pueda funcionar al margen de la propuesta original. Y es lógico, es una continuación, así que no le veo sentido a agitar las banderas de la independencia narrativa cuando hablamos de un mundo interconectado que, además, insiste en esas conexiones de manera continuada (como bien demuestra este vídeo).

Con todo, la despedida más dolorosa, porque aquí la ficción se funde tristemente con la realidad, es la de Robert Forster, que falleció el mismo día en el que se estrenó la película (el pasado 11 de octubre). Forster recupera al personaje de Ed, al que interpretó en el penúltimo episodio de la serie original (5.15: ‘Granite State’), y que en el filme tiene un papel decisivo: es el facilitador, el que le proporciona una nueva identidad a Jesse, ofreciéndole la posibilidad de reiniciar su vida (por un precio justo, ni un dólar más ni un dólar menos). Sirva este párrafo, pues, para recordar al actor al que Quentino Tarantino recuperó en Jackie Brown (1997), película por la que logró una nominación al Óscar y que supuso un giro en una carrera que estaba estancada desde mediados de los 80, década en la que protagonizó títulos tan interesantes como La bestia bajo el asfalto (Lewis Teague, 1980) o Vigilante (William Lustig, 1982).

Una estética propia

Breaking Bad siempre fue una serie fronteriza en lo geográfico, en lo genérico y en lo estético. Localizada en Alburquerque, a cuatro horas en coche de Ciudad Juárez (México), la serie mezcla códigos propios del ‘narcothriller’ -de French Connection (William Friedkin, 1971) a El poder del perro (el novelón de Don Winslow)- con otros extraídos del wéstern y convenientemente actualizados -Gilligan ha reconocido que Hasta que llegó su hora (Sergio Leone, 1968) es una de sus grandes influencias. Pero además es fronteriza en lo estético de un modo literal a causa de una planificación que parece deseosa de trasponer los límites que le imponen tanto la lógica compositiva clásica como la propia fisicidad de la cámara. Ahí están esas angulaciones a ras de suelo o a vista de pájaro, la adopción de puntos de vista imposibles -planos desde el interior de los electrodomésticos, por ejemplo- o los saltos desde primeros planos a escalas mucho más amplias, como ya hemos visto. Ese diseño visual, acorde con la ubicación y la hibridación genérica, también concuerda con el desequilibrio existencial y emocional de los personajes. Para no extenderme más, me autocito a propósito de una serie plagada de “personajes limítrofes, con un pie dentro y el otro fuera del código penal; consumidos por una doble vida y radicados en el estado de Nuevo México. Así que, para dar cuenta de ese ecosistema, la producción de AMC, recurre a unas composiciones un tanto extravagantes: emplazamientos de cámara extremos, angulaciones imposibles que no obedecían a ningún punto de vista pero que sí guardaban relación con la psicología de unos personajes cada vez más alterados”.

En El Camino, Marshall Adams prolonga el trabajo que Michael Slovis realizó como director de fotografía, y nos ofrece un resumen de esa estética que encapsula una realidad alucinada, cómo si nuestras retinas absorbieran una gota de ácido antes de enfrentarse a la pantalla. Valga como ejemplo la secuencia en la que Jesse registra el apartamento de Todd: a la atmósfera enrarecida, creada por la oscuridad, el azul de la luz de la linterna que Jesse emplea para la búsqueda y la música electrónica que inunda la banda de sonido, se le añade un giro de cámara de 90 grados que sitúa al protagonista en posición horizontal, como si el mundo se nos pusiera del revés. En esa secuencia, Pinkman buscará el dinero en determinados lugares a los que la serie les impuso certificado de propiedad -detrás de las paredes, donde Walter lo guardaba; o debajo del fregadero, donde el propio Jesse escondía la droga- pero no encontrará nada.

Por lo demás, la película de Gilligan sigue fiel a esa impronta visual, insistiendo en las tonalidades oscuras de la última temporada y en esos emplazamientos de cámara que tanto recuerdan a determinados estilemas del cine de Quentin Tarantino (los famosos trunk shots, aunque sus influencias van más allá, incluso más allá de Pulp Fiction) pero también de Pedro Almodóvar. El plano desde el interior de la lavadora que vemos en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) podría pasar por uno de Breaking Bad; tampoco es casual que el director manchego declarara en 2016 que la teleficción de Gilligan era “el Shakespeare de las series de los últimos seis años”. Lanzada esta afirmación, fácilmente comprobable ya desde la secuencia de arranque, habrá que convenir que el mejor momento del filme es el duelo entre Jesse y Neil (Scott McArthur). Gilligan filma un gunfight en el que los tropos visuales del wéstern son perfectamente reconocibles y que, además, viene introducido por una frase que deja menos dudas que un gancho de Mike Tyson: “Like the wild west”.

El que fuera guionista de Expediente X rueda un tiroteo en el que no faltan los insertos de las armas, los primeros planos de los ojos, el tempo dilatado hasta la explosión breve y definitiva de la violencia, las composiciones en reencuadre, aprovechando las vigas de hierro que ejercen como pilares de esa trastienda cochambrosa… Para citar, de nuevo, a Sergio Leone solo nos faltaría la música de Morricone (en YouTube ya podéis encontrar montajes de la secuencia con la banda sonora de El bueno, el feo y el malo) aunque aquí se opta por una composición más elemental (casi un zumbido), vaciada de cualquier épica, menos invasiva, pero a conjunto con el aumento de la tensión.

Un guion demasiado permisivo

Los méritos formales de la secuencia anteriormente mencionada no han de impedirnos señalar las deficiencias de construcción dramática que permiten que tenga lugar. No parece obedecer a ninguna lógica -y mucho menos a una lógica criminal- que Jesse se presente frente a un grupo de matones de tres al cuarto, pero matones al fin y al cabo, para reclamar la ridícula cantidad de 1.800 dólares que complete el montante que necesita para sufragar su viaje a Alaska y que esa petición, realizada frente a un grupo de hombres armados (y drogados), termine con un duelo a tiros con el cabecilla de la banda (¡propuesto por él mismo!). Aunque Neil está convencido de su superioridad armamentística, dado que Jesse empuña un 22 que ya era viejo en la guerra de Vietnam, correr ese riesgo es tan absurdo que ni la cocaína esnifada ni la chulería justifican el desenlace de la secuencia.

No es el único pasaje en el que el guion del propio Gilligan se permite licencias similares. Cuando Neil y su compañero Casey (Scott Shepard), fingiendo ser agentes de la ley, entran en casa de Todd para apropiarse del dinero y se encuentran con Jesse, Neil opta por dejarlo ir -entregándole un tercio de la pasta- si le dice donde está escondido el botín. En el libreto, esta decisión queda justificada porque de ajusticiar a Jesse los tiros alertarían al vecindario, la policía (de verdad) actuaría y los asaltantes acabarían contando barrotes hasta que se les cayeran los dientes. La excusa es muy peregrina, puesto que Neil y Casey, que tienen a Jesse desarmado y a su merced y el dinero en su poder, solo tienen que atarlo o darle una paliza y marcharse con todo, sin necesidad de armar follón alguno. Ni siquiera la carta de la compasión -Neil construyó el sistema de cuerdas que tenía atado a Jesse en el laboratorio de los neonazis, así que sabe por lo que ha pasado- sirve aquí para ganar la partida.

La película como extras

Me gustan los juegos de asociación. Son aleatorios, caprichosos, pero crean una ilusión de conectividad ciertamente reconfortante, aunque aquí sirvan a otro propósito. Las películas y las series de televisión siempre funcionaron como vasos comunicantes en lo referente a las adaptaciones. Las teleseries daban el salto a la gran pantalla en forma de largometrajes (Los intocables, El fugitivo) o de sagas (de Star Trek a Misión Imposible) y había películas que se reformulaban desde las reglas de la serialidad (de M.A.S.H. a Hannibal). Jesse Plemons interpretó a Landry Clarke en la versión serial de Friday Night Lights (2006-2011) que dos años antes había sido película, poniendo en imágenes las palabras con las que H. G. Bissinger describía las vicisitudes que rodeaban al equipo de fútbol americano del instituto de una pequeña localidad tejana.

La serie de Friday Night Lights (FNL de ahora en adelante) funcionaba de manera autónoma y como las diferentes partes de Misión Imposible o la película de El Equipo A no necesitan del material original para resultar inteligibles. Sin embargo, aprovechémonos del bueno de Plemons para señalar un cambio de paradigma, dada su presencia tanto en FNL como en Breaking Bad y en este epilogo que es El Camino. Tanto el largometraje dirigido por Vince Gilligan como Deadwood: la película (Daniel Minahan, 2019) ya no tienen nada que ver con las adaptaciones -en un sentido o en otro- que mencionábamos en el párrafo anterior. Ninguna de las dos goza de plena autonomía -y ahí están los recurrentes flashbacks para no desanclarse de un pasado ya mítico- y me parecen inaccesibles para el espectador virgen, no porque no pueda seguir las tramas, sino porque carece de background argumental para captar todas las referencias e hilvanar todos los puntos (dicho esto, no soy el más indicado para hablar, supongo que la opinión fundamentada sería la de aquel que accediera al material nuevo sin haber visto ni una imagen del precedente). Estos nuevos largometrajes que ya no son adaptaciones sino prolongaciones de un universo parecen, más allá de su calidad, un extra a incorporar en la edición definitiva en Blu-ray de la serie original. Esta nueva estirpe de películas, que ya no se estrenan en salas, son como un extra de lujo. El cine como contenido adicional de las series. No sé si hemos llegado a Alaska, pero igual hemos cruzado otra frontera.

@EnricAlbero

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