En plan serie por Enric Albero

A sangre y fuego (o por qué Juego de Tronos es un thriller)

11 agosto, 2017 11:14

Si asumimos que el thriller -narración de intriga o suspense- procede del vocablo thrill -algo que nos emociona, nos entusiasma o nos estremece- no resulta difícil llegar a la conclusión de que, alcanzado el ecuador de su séptima temporada, Juego de Tronos está más cerca, por concepción narrativa, de este género que de cualquier otro. Pero, ¿qué demonios nos lleva a acercar la adaptación de la obra de George R.R. Martin a unos patrones con los que, inicialmente, guarda menos relación que con la fantasía épica en la que se inscribe? Vayamos por partes. Hasta este cuarto episodio, el equipo de guionistas comandado por David Benioff y D.B. Weiss se ha comportado como una experta organización dedicada al tráfico de información. Su manera de dosificarla y de situarla en el interior de cada parte y en relación con la estructura global son ejemplares (y sí, se parecen a las de un thriller). Manejan tanto la sorpresa como el suspense, el espectador dispone de más datos que algunos personajes, los mismos que otros y menos que unos pocos. Esa distribución asimétrica de la información -que también se da entre los mismos personajes: ¿por qué el dúo Cersei/Jaime va ‘por delante’ de los planes de Daenerys/Tyrion?-, la utilización de determinadas elipsis que obligan al espectador a atar cabos para enlazar tramas y subtramas ya de por sí complejas (la traición de los Tarly en el 7.04) y esos diálogos afilados, tendientes al doble sentido, la acercan a un género con el que, a priori, no guardaría ningún parentesco. Todos y cada uno de los capítulos han tenido, como mínimo, un thrill, una sacudida que ha provocado un seísmo tras otro en una comunidad de seguidores que cada semana se sienta al televisor con un termo de dos litros de tila al lado (o una tableta de trankimazin según la delicadeza de su sensibilidad nerviosa). Si a estas alturas no habéis visto Botines de guerra que los dioses nuevos y los antiguos os pillen confesados y con la muda limpia, porque para meternos en harina es necesario dar cuenta de esos ‘golpes de efecto’ casi siempre situados al inicio o al final de cada capítulo, de manera que la generación de expectativas y el juego con la voluntad de anticipación del espectador esté garantizada (por otra parte, dos mecanismos clave dentro de la ficción serial). Los momentos álgidos de esta saga de proporciones monumentales siempre están relacionados con la venganza o con el reencuentro. La emotividad ligada al afecto brota cada vez que un Stark regresa a Invernalia o cuando Jon Snow (Kit Harrington) y Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) -con lazos de sangre que todavía desconocen- se citan en Rocadragón. El estremecimiento ligado a sentimientos menos agradables y acompañado de generosas dosis de violencia surge cada vez que el thanatos contamina la escena: el arranque con el ajuste de cuentas por la Boda Roja, con Arya Stark (Maisie Williams) marcándose un brindis que termina con una fatal indigestión para la familia Frey y todos sus vasallos; Nacido de la tormenta (7.02) finaliza con Euron Greyjoy (Pilou Asbaek) masacrando las tropas de sus sobrinos en una despiadada batalla naval; en La justicia de la reina se consuma la doble venganza de Cersei (Lena Headey) contra Ellaria (Indira Varma) y Oleanna Tyrrell (Diana Rigg) que muere no sin antes confesar, en un giro de guion memorable, que fue ella quien asesinó a Joffrey Baratheon (Jack Gleeson); y Botines de guerra se cierra con Daenerys arrasando el ejército enemigo montada a lomos de su dragón y con Jamie Lannister (Nikolaj Coster-Waldau) en coma narrativo por obra y gracia de Weiss y Benioff que se manejan tan bien con los cliffhangers como Tyrion con un tonel de vino de El Rejo. Como breve apunte, no está de más recordar que David Benioff debutó en el cine adaptando su propia novela The 25th hour, dirigida por Spike Lee y aquí titulada La última noche. Una película que no es sino, la cara B de un thriller. Después firmó el guion de Troya, aquella adaptación sui generis de la Ilíada rodada por Wolfgang Petersen. En Juego de Tronos los mecanismos propios del suspense y la intriga (¿acaso no estaban ya presentes en Homero?) y el relato de corte épico se funden, y aunque soy un ferviente defensor de las casualidades y del absurdo vital, creo que en este caso nada de lo que está sucediendo en la teleserie de HBO es hijo del azar. Vigorexia visual

Desde el punto de vista visual, Juego de Tronos se ha puesto tocha. Es verano y hay que lucir palmito. Solo que a veces se pasan y en lugar de copiarle el look a Nikolaj Coster-Waldau se fijan en un cachas italiano de vacaciones en Formentera (sí, esos que van con bañador de slip blanco). El poderío del que hace gala la producción de HBO se observa en las dos confrontaciones que se han podido ver hasta el momento: la naumaquia entre los Greyjoy y la barbacoa de Daenerys. Mientras la primera resulta confusa -por ser una batalla nocturna y por ese montaje que confunde velocidad con ritmo, heredado del mal cine de acción- la segunda, en la que los planos generales permiten ver la disposición de las tropas o los vuelos de Dogon, resulta mucho más límpida, aunque no falten las concesiones a esa edición epiléptica en la que las imágenes se atropellan unas a otras y queriendo enseñar más, muestran menos. Hay que señalar que desde el punto de vista de la escritura, cada conflicto armado está dotado de una emotividad ligada a las relaciones entre los personajes, de manera que jamás se pierda el hilo empático que los une a pesar de lo cruentos que puedan ser los duelos (v.g. la ruptura de la acción para que aparezca Tyrion y estalle la empatía mientras contempla como su hermano puede morir a manos de su jefa). Pero esta vigorexia visual, esa necesidad de apabullar anabolizando el espectáculo, no solo se observa en esos retablos bélicos en los que grandes masas de gente y unos cuidadísimos efectos visuales convergen para brindarnos, una y otra vez, la madre de todas las batallas. Esa necesidad de demostrar que estamos ante el buque insignia de la plataforma se percibe, también, en los pequeños detalles. Como por ejemplo en esa conversación entre Jon y Daenerys mientras caminan por una de las pasarelas de Rocadragón (episodio 3). La cámara les sigue mientras departen en un plano secuencia frontal perfectamente lógico… hasta que, de repente, emprende un vuelo inmotivado (no sabemos si la agarró un dragón o se descontroló el dron) para mostrarnos la belleza del paisaje -que ya hemos visto con anterioridad- y volver de nuevo a los hablantes que no han dejado de charlar en ningún momento. Un movimiento que nada, salvo (más) espectáculo, aporta a lo que se está viendo. Pero este potencial técnico (y económico: 10 millones de dólares por capítulo según Forbes) no redunda únicamente en una orgía del exceso; da pie, también, a acertadas decisiones de carácter expresivo. El tratamiento del sonido en interiores es magistral -con los ojos cerrados uno puede saber a qué distancia están unos personajes de otros- los efectos visuales son notablemente superiores a los de las temporadas anteriores y la selección de localizaciones ha permitido crear (o incluso reforzar y mejorar) un imaginario difícilmente olvidable. Esos desajustes también se notan en un casting que se permite el lujo de tener a secundarios de la talla de Jim Broadbent, aunque otras elecciones a priori lógicas acaben saliendo rana: Pilou Asbaek está pasadísimo de vueltas como Euron Greyjoy y más parece un malvado de opereta que un villano con cierta enjundia (uno de los peros que se le pueden poner a los guiones es que, a pesar del largo arco dramático de la serie, algunos personajes han cambiado más bien poco: la única diferencia entre la Cersei de hace seis años y la de ahora es que tiene tres hijos menos y apenas un día bueno al semestre). El dinero es lo primero

Si en la sexta temporada, el poder político representado por Cersei terminaba barriendo a la casta religiosa que pretendía suplantar a la clase gobernante; ahora es el poder económico el que puede poner contra las cuerdas a cualquiera que aspire a sentarse en el trono de hierro. Uno de los últimos planos de Botines de guerra está dedicado a la bolsa repleta de monedas que Bronn (Jerome Flynn) pierde mientras intenta rescatar a Jamie Lannister. La acumulación de fondos para pagar las deudas desemboca en una derrota militar sin paliativos (a veces, cumplir con el lema familiar juega malas pasadas). Las conversaciones sobre capitales e intereses entre Tycho Nestoris (Mark Gattis) y Cersei evidencian la volubilidad de los responsables financieros, dispuestos a brindar su apoyo al cliente más solvente; estrategia que, de manera sibilina, les otorga control sobre aquellos a los que prestan dinero. Si la actual regente de los siete reinos ya le dejó claro a Meñique (Aidan Gillen) que ni la información ni el conocimiento son poder: “el poder es el poder”; si ya hizo lo propio con los líderes religiosos elevando su fe a las alturas, fuego valyrio mediante, para explicarles que su doctrina tampoco tenía nada que ver con el poder… ¿repetirá la operación con el gerente del Banco de Hierro? Hagan sus apuestas. Solo quedan tres capítulos. Stay tuned.  

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