Luis García Montero (i), el alcalde de Arequipa, Victor Hugo Rivera (c) y el director de la Real Academia Española (RAE), Santiago Muñoz (d) durante una rueda de prensa de presentación del X Congreso de la Lengua Española en Arequipa (Perú). Foto: EFE/ Paolo Aguilar

Luis García Montero (i), el alcalde de Arequipa, Victor Hugo Rivera (c) y el director de la Real Academia Española (RAE), Santiago Muñoz (d) durante una rueda de prensa de presentación del X Congreso de la Lengua Española en Arequipa (Perú). Foto: EFE/ Paolo Aguilar

A la intemperie A la intemperie

El panespañol y sus literaturas

Que la política tradicional necesite inventar literaturas con fronteras geográficas como "corpus" político del nacionalismo, no es sino una forma más de estupidez.

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Estaba invitado al Congreso de la Lengua Española que se está celebrando en Arequipa, pero problemas personales de última hora me impidieron asistir a esa magna reunión. No quita para que las reflexiones que iba a exponer en Arequipa las escriba ahora aquí, para que me queden claras a mí también.

Para empezar afirmaré que no creo —y cada vez descreo más— en la parcelación geográfica o política de las literaturas de una lengua. De modo que, en primer término, no creo en las literaturas nacionales.

Tengo para mí que soy de los que están convencidos de que una literatura empieza y termina donde empieza y termina su lengua: que todas las literaturas que se escriben en una lengua determinada lo son de esa lengua, a pesar de las geografías y las naciones.

Por ejemplo, se habla de la literatura anglosajona como una sola y, muy recientemente, hemos visto casos de escritores en inglés nacidos muy lejos de la metrópoli y la almendra del inglés que llegaron a ser, por un tiempo, los mejores escritores de la lengua inglesa: V.S. Naipaul, sin ir más lejos, que nació en Trinidad, “una excrecencia venezolana en la desembocadura del Orinoco”, según el propio escritor declara al inicio de su novela Un lugar en el mundo.

Y el Inca Garcilaso con sus Comentarios reales silencia muchas voces reaccionarias al paso del tiempo. Lo mismo pasa con el francés, la lengua culta que —es leyenda—leen los académicos suecos para conceder el Nobel de Literatura.

Y lo mismo ocurre con el español de todos, lo que ahora se llama académicamente el panespañol, reclamando para el término la etimología del griego clásico (pas-pasa-pan= todo).

Las literaturas nacionales son un fraccionamiento de la literatura de cualquier lengua que tomó fuerza e hizo fortuna con la creación de las naciones, para las que cada nación necesitaba un corpus literario nacional.

Así fue en su momento y en su siglo, pero la nacionalidad real de un escritor, con independencia de su nacionalidad personal de origen, es la lengua en la que escribe en los cuatro puntos cardinales, sea indigenista, realista, surrealista, experimental o lírico.

Que la política tradicional y la mala costumbre, por necesidad de su realidad y de su embiste, necesite seguir hablando y, a veces, inventar literaturas con fronteras geográficas como “corpus” político del nacionalismo, no es sino una forma más de la estupidez que incluye sobre todo a las élites de esa nación.

Un escritor lo es, repito, de la lengua en la que escribe. Allá con su error de salida aquel escritor que quiera ser solo escritor andaluz o escritor canario, o escritor de Sevilla o de Telde.

Que el estado de cosas del nacionalismo acuda a la llamada de la tribu y que el rebaño siga a los “pensadores creadores de la nacionalidad” no impide que mantengamos nuestro criterio: un escritor siempre lo es de la lengua en la que escribe.

Cierto: después vienen las diferencias de matiz, de modismos, de vocabulario, los añadidos de cada región de la lengua; luego ocurre ese magnífico magma que enriquece a una lengua con préstamos que la misma lengua acoge como propios y los transforma finalmente en propios. ¿Qué hubiera sido de la lengua española sin la gran aportación del árabe, por ejemplo? Otra cosa muy distinta.

Las Academias de la lengua española lo son de verdad de nuestra lengua común, el panespañol, estén donde estén situadas geográfica y políticamente.

Por ejemplo, la Academia Nicaragüense de la Lengua Española, la de la nacionalidad política de Rubén Darío, y así todas, incluida la española.

Llamar castellano a lo que hoy hablamos tantos cientos de millones de hispanohablantes es, por lo menos, un atraso. El castellano es un estadio de lengua que señala la denominación de origen de lo que hoy es el panespañol, otro estado de lengua —actual— que no sabemos cómo se puede llamar mañana.

En 1979, Dámaso Alonso escribió un documento en el que hipotéticamente pronosticaba que el español terminaría llamándose hispanoamericano.

Bueno, no lo sé, pero sostengo que el panespañol es esa lengua en la que hablamos todos los que, con diferencias, matices y regionalismos, esta lengua con la que se nos llena la boca y el alma desde los Pirineos y Finisterre a California y Ushuaia.

Y es así, lo diga Agamenón o su porquero. Hay, sin embargo, “agamenones” que se creen reyes del mambo de nuestra lengua, y que aspiran a una pureza inexistente de una lengua que es, en esencia, mestiza, porosa, esponjosa y fronteriza siempre.

Puede que esos “agamenones” no estén de acuerdo con los criterios esenciales que acabo de exponer en estas líneas. Están en su derecho de reclamar ortodoxia.

Aunque si lo que sostengo es heterodoxia, lo es gracias a mis lecturas y estudios filológicos con sabios y maestros que, por supuesto, superan con creces a los de ahora.