Enric Miralles en su estudio. Foto: María Birulés

Enric Miralles en su estudio. Foto: María Birulés

Arquitectura

Enric Miralles, vida y arquitectura desbordadas 25 años después

Un documental repasa la vida y obra de un arquitecto cuya vigencia no ha hecho más que aumentar desde su prematura muerte el 3 de julio de 2000.

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“La atención está en cualquier parte. No hay puntos significativos”. Estas palabras de Enric Miralles (Barcelona, 1955 - Sant Feliu de Codines, 2000) en su tesis doctoral sintetizan nuestra incapacidad de acotarle a los 25 años de su desaparición. No hay perspectiva histórica que valga.

Pueden contarse mil historias, todas ciertas pero insuficientes: esa misma tesis que tuvo que presentar dos veces, obras por todo el orbe, mesas de billar en su recibidor, puntillosos faxes a sus críticos –así lo atestigua Luis Fernández-Galiano–, conferencias interminables como un sueño, poesía con ladrillos y graffitis… nada pareció lejos del arrollador alcance de su mano.

Solo o en compañía de sus socias de vida y obra, primero Carme Pinós y después Benedetta Tagliabue, Miralles hizo de su arquitectura algo imperfecto e imprevisible, hasta forjar en apenas dos décadas una de las trayectorias más fabulosas del siglo XX.

Sus inicios semejan un reguero de infracciones: en su proyecto fin de carrera ya transgredió las reglas para hacerlo en pareja con Marcià Codinachs; luego excedió su rol de ayudante de Piñón y Viaplana en la Barcelona de las plazas duras; y desde 1983, junto a Carme Pinós, rompió con lo que podía esperarse de dos treintañeros –ni eso– en unos tiempos asfixiados por el cinismo de la posmodernidad.

En sus primeras obras, las cubiertas contrapeadas de la plaza Mayor de Parets del Vallés (1985) o la zambra de las escaleras del instituto La Llauna de Badalona (1986), el dúo exhibió un talento impío para sus colegas e irresistible para los estudiantes del momento, que copiaron sin tasa sus collages fotográficos á la Hockney y sus plantas taquigráficas –“siempre trabajo desde las plantas”-, bellamente reproducidas en las páginas de El Croquis, la revista que les lanzó al mundo. Sin embargo, y al contrario que tantas arquitecturas de papel, las líneas de Miralles-Pinós no se acababan en sí mismas, sino que preludiaban –otro desbordamiento– la seducción de la materia.

El Mercado de Santa Caterina de Barcelona, de Miralles-Tagliabue. Foto: Roland Halbe

El Mercado de Santa Caterina de Barcelona, de Miralles-Tagliabue. Foto: Roland Halbe

El cénit de la pareja fue, sin duda, el cementerio de Igualada (1991). Arroyo congelado en una hoz de nichos, refleja bien su habilidad para esquivar las limitaciones del encargo, incluso las físicas, y convocar así la trascendencia en un paisaje industrial. En esa forma de hacer, entre la artesanía catalana y el constructivismo a la rusa, los elementos de la obra se encontraban con violencia, detenidos en pleno vuelo.

Quizá esa intensidad los hiciera un tanto inasibles: no se beneficiaron en exceso de los fastos del 92, aunque legaron a la Barcelona olímpica los campos de entrenamiento del Tiro con Arco en el Vall d’Hebrón –unas trincheras demolidas en 2007– o las abigarradas pérgolas en la Avenida Icària. Hasta Miralles compadreó con Arata Isozaki, autor del Palau Sant Jordi, para conseguir un par de encargos en Japón, ya en solitario.

Más o menos por entonces se habían separado, repartiéndose los proyectos en curso. La escuela de Morella (Castellón, 1994) quedó en las manos rigurosas de Pinós, que emprendería una fructífera senda independiente, mientras que Miralles afrontó este período con piezas algo excesivas, caso del pabellón de Gimnasia de Alicante (1993) o la bacanal interior de la sede del Círculo de Lectores, su único trabajo en Madrid (1991), tan desfigurada por la propiedad como es costumbre por estos pagos.

“La rotura de la cubierta me lanzó en manos del tiempo”. El derrumbe en abril de 1993 del Palacio de los Deportes de Huesca, otro proyecto heredado, centrifugó la carrera de Miralles. Siempre asediado por los problemas constructivos de sus obras, reaccionó de inmediato con una mítica conferencia en la Escuela de Madrid, y terminó el edificio en apenas un año con una solución distinta e igualmente válida. Los mástiles en ruina quedarían como restos del naufragio, flanqueando la entrada y también un feliz cambio vital de la mano de Benedetta Tagliabue.

dibujo de las Instalaciones para el Tiro con Arco Olímpico (1989-1992), de Enric Miralles y Carme Pinós. Foto: Fundación Miralles

dibujo de las Instalaciones para el Tiro con Arco Olímpico (1989-1992), de Enric Miralles y Carme Pinós. Foto: Fundación Miralles

Aunque EMBT, Miralles y Tagliabue, se fundase oficialmente en 1994, hay indicios de su existencia previa. La arquitecta recuerda un concurso en Piazzale Roma (Venecia), antes de decidirse como descorche por una obra íntima, la reforma del piso de la nueva pareja en la calle Mercaders. Con la incorporación de las huellas preexistentes, arcos góticos y estucos, se matizó la maniera de Miralles, fascinado por el paso del tiempo: “El ex novo es una concepción muy ingenua del proceso creativo”.

Al descubrimiento de ese miniaturismo se sumaría una evolución geométrica. Las líneas angulosas y quebradas de antaño se hicieron fluidas y continuas, en un rechazo a la estandarización que dio pie a una paradójica expansión internacional.

Pero Miralles apenas pudo saborear la retahíla de triunfos por toda Europa. Tanto el Ayuntamiento de Utrecht (2001) como el haz de hojas del Parlamento de Escocia en Edimburgo –primero polémico, y después premiado con el Stirling (2005)– se terminaron póstumamente, como también los hitos más cercanos de la torre de Gas Natural en la Barceloneta (2007) o la fastuosa cubierta multicolor para el mercado de Santa Caterina (2005), justo al lado de la casa de Mercaders. En esa vuelta al inicio, un sólido grupo de colaboradores –EMBT sigue adelante, comandado por Tagliabue– ayudó a que la obra de Miralles rebasase su propia vida.

Demasiado, demasiado pronto. Un cuarto de siglo después, cuesta no ver la marcha de Enric Miralles a los 45 años como un fatídico despliegue de energía potencial. Si, como decía Aldo Rossi –o, más bien, Rossi sirviéndose de Max Planck–, el esfuerzo de un peón para subir una piedra a un tejado se queda en conserva hasta desatarse sobre la cabeza de un viandante, la inhumación en julio de 2000 del cuerpo del arquitecto en Igualada, su primera obra maestra, parece responder al patrón de toda profecía autocumplida.

Parlamento de Escocia en Edimburgo, de Miralles-Tagliabue. Foto: ZACandZAC

Parlamento de Escocia en Edimburgo, de Miralles-Tagliabue. Foto: ZACandZAC

Sin embargo, Miralles sería un mal Sísifo. Por mucho que cayese en cierta sobrecarga retórica al final de su trayectoria, sus mejores trabajos emanaban una ligereza y una inteligencia natural desdeñosa de la transpiración que suele atribuirse al genio, más relevante si cabe en estos tiempos de datos sin alma. Así lo reafirma su legado, donde lo inacabado es siempre voluntario y nunca insatisfactorio. Por demasiados motivos, inimitable.