
'La cena en casa de Simón', 1570. Foto: Turín, Musei Reali di Torino, Galleria Sabauda
El Museo del Prado celebra el gran banquete pictórico de Veronese, gigante del Renacimiento veneciano
La pinacoteca celebra la mayor exposición del artista, que recorre toda su carrera con obras maravillosas para cada etapa y que seguro batirá récords de visitantes.
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El Prado es el único museo en el mundo que ha sido capaz de hacer pleno en la revisión expositiva de los tres gigantes del Renacimiento veneciano, Tiziano Vecellio (2003), Jacopo Tintoretto (2007) y ahora Paolo Caliari, Veronese (Verona, 1528 - Venecia, 1588), sin olvidar a los Bassano (2001) y a Lorenzo Lotto (2028).
Paolo Veronese (1528-1588)
Museo del Prado. Madrid. Comisario: Miguel Falomir y Enrico Maria Dal Pozzolo Hasta el 21 de septiembre
Todas estas muestras han sido comisariadas por su director, Miguel Falomir –reconocido experto en la materia, asociado en esta ocasión a Enrico Maria Dal Pozzolo–. Este miramiento hacia Venecia en nuestro museo es muy lógico: la colección real que está en su origen se fundamentó en la pasión de los Austrias por Tiziano y esa escuela atizó la llamarada pictórica del Siglo de Oro español.
Cuando la peste se llevó a su predilecto, Felipe II quiso traer a España, para completar el ornato de El Escorial, a Caliari… pero a él le iba muy bien en Venecia con su variada e importante clientela religiosa y secular, y no necesitaba ponerse al servicio de ningún rey. Sus obras solo empezaron a fluir hacia la Corte con Felipe IV, tras la segunda visita a Madrid de Rubens, quien había adquirido obras suyas y le profesaba una admiración que contagió a Velázquez.
En su segundo viaje a Italia, compró para el rey dos de las pinturas que se exhiben ahora recuperando su inicial emparejamiento: Venus y Adonis y Céfalo y Procris. La primera es una de las trece pinturas de Veronese que posee el Prado, que nos resultarán pocas si pensamos que llegó a haber veintinueve en el Alcázar y dieciocho en El Escorial de su mano, pero que conforman uno de los conjuntos más importantes de lienzos suyos fuera de Italia.
La exposición es un acontecimiento de relevancia internacional, no tanto por su seguro éxito de taquilla como por su enjundia curatorial, de la que da fe también el catálogo. Se han organizado poquísimas sobre el conjunto de la obra de este pintor: en 1939, en contexto patriotero y fascista (Venecia), en 1988 con motivo del centenario de su muerte (Washington y Londres) y en 2014 como homenaje adeudado (Verona y Londres). Y ninguna iguala a la actual en la ecuación número de pinturas (56, de 106 ítems) / rigor historiográfico.

'La Adoracion de los Magos', 1573-74. Foto: Vicenza, Musei Civici, Chiesa di Santa Corona
La exposición recorre toda la carrera de Paolo Caliari y cuenta con obras maravillosas para cada etapa, cada género y cada formato, con la excepción de los frescos y de los encargos para el Palacio Ducal. Y estos no son en absoluto capítulos irrelevantes, pues sobre ellos se basó en gran parte su éxito social y económico.
Trabajar, aún muy joven, para la Serenissima le dio el espaldarazo definitivo, y sus “inmersivas” y luminosas decoraciones al fresco en la Villa Soranzo –destruidas: se han traído solo dos figuras rescatadas– y la Villa Barbaro –se reproduce en una caja de luz uno de los techos– le pusieron en relación estrecha con familias nobles, ricas y a la vanguardia de la cultura de su tiempo. De hecho, el predicamento de Veronese, tanto en vida suya como en siglos posteriores, descansó en lo que John Ruskin caracterizó como “estética patricia”.
En la sprezzatura o gracia sin esfuerzo de la que hacía gala como pintor pero también como persona resuenan los aires aristocráticos que respiró ya en el palacio veronés de Ludovico Canossa, que es uno de los personajes de El libro del cortesano de Baldassarre Castiglione.
La primera sala de la exposición explica muy bien las influencias intelectuales y artísticas sobre las que se construyó la personalidad de Caliari, hijo de un cantero sin apellido y la hija ilegítima de un señor, que tuvo oportunidades inesperadas gracias al apadrinamiento de un ilustre arquitecto, Michele Sanmicheli, quien le procuró la clientela adecuada.
Ya en este primer apartado se comprueba cómo los comisarios han contextualizado la producción de Veronese gracias, en la mayoría de los casos, a obras propiedad del Prado, aprovechando con tino la riqueza de su colección italiana. Así, se incorpora La perla de Rafael, que Paolo admiró y estudió en el palacio Canossa, como prueba de la influencia de la pintura romana en su formación –visible en la importancia que dio al dibujo y en el cromatismo más frío que el veneciano y audaz–, o el retrato de Camilla Gonzaga con sus hijos de Parmigianino, cuya innovadora fórmula retratística –pendants de progenitores rodeados de sus hijos– imita Veronese en el retrato de una mujer con un niño, quizá de esa misma familia Canossa.
Son relativamente pocos, por cierto, los retratos seleccionados para la muestra; es verdad que no es el género que cultivó con mayor brillantez o asiduidad pero hay algunos estupendos añadibles a los expuestos, que representan a algunas de las figuras que fueron determinantes en la carrera de Veronese, como Daniele Barbaro –en competencia con el retrato más temprano que le hizo Tiziano– o el escultor Alessandro Vittoria. Hay incluso un autorretrato suyo, en el Hermitage pero con la guerra de por medio… ya saben.
Tras ese planteamiento, la muestra tiene su “nudo” en una amplia sala presidida por la esplendorosa Cena en casa de Simón, que es una de las enormes escenas de banquetes en las que los personajes sagrados comparten mantel con caprichosas figuras contemporáneas –que le costaron una reprimenda de la Inquisición–, con colorido cangiante (iridiscente) y majestuosas arquitecturas.

'Marte y Venus unidos por el Amor', 1580. Foto: Museo Nacional del Prado
Miguel Falomir explica en esta sala cómo en esos momentos rivalizaban dos modelos de composición que interpretaban de diferente manera la descripción que hizo Vitrubio de la escena teatral romana, ilustrados mediante dos obras maestras del museo: el dinámico y proyectado en profundidad de Serlio y Tintoretto, patente en su Lavatorio, y el solemne y desarrollado en un friso frontal con fondo cerrado por edificaciones, de Palladio y Veronese, visible en la Disputa con los doctores en el Templo pero también, o más, en Jesús y el centurión y en Los peregrinos de Emaús.
La riqueza y la diversidad técnica de Veronese es desentrañada en una sala a cargo de Ana González Mozo, jefa de pintura italiana del Renacimiento, que subraya el peso, en sus procedimientos, del dibujo y del boceto pictórico, muy inusual en Venecia en ese tiempo: los que se exponen son los más antiguos conservados. Y la aplicación de esas habilidades para seducir a través de la belleza y la sensualidad se despliega en la arrebatadora sala dedicada a las alegorías y a los amores mitológicos, en la que celebramos junto a Venus, Marte y Adonis los placeres de las carnaciones.
La importancia de la arquitectura –también de las ruinas clásicas, tan presentes en Verona– en la pintura de Caliari va dejando paso, ya en esas mitologías, al paisaje, que gana entidad en su última década de vida. La sala que se ocupa de ella es quizá la más sorprendente en la muestra, pues nos revela una inesperada vena lóbrega y hasta visionaria, y presagia el tenebrismo.
Encontramos en ella cielos ardientes, mares desérticos y figuras un tanto siniestras, muy diferentes de los alegres comparsas en esos elegantes banquetes de tan liviana sacralidad que le dieron la fama. A esta luz, resulta revelador reconsiderar las múltiples y extrañas apariciones de perros y otros animales, un rasgo de su estilo que puede llegar a parecer inquietante.
Sus seguidores, que escenifican el “desenlace”, no le acompañaron en esa deriva oscura marcada por la gran peste de 1576 y el Concilio de Trento. Los Haeredes Pauli, El Greco, Rubens o los Carracci prefirieron al veronés que dio forma al “mito de Venecia”, ese constructo político que oponía a la palpable decadencia de la ciudad lacunar un rutilante espejismo de abundancia y vanagloria.