Imagen | Nueva vida para la 'performance'

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Arte

Nueva vida para la 'performance'

Los últimos Premios Velázquez, Nacional de Artes Plásticas y Princesa de Asturias han recaído en artistas consagradas a la 'performance'. ¿Disfruta de buena salud? ¿Qué suma a la experiencia de creadores y público? Ferran Barenblit y Dora García nos dan las claves

8 noviembre, 2021 08:26

Dora García
Artista, Premio Nacional de Artes Plásticas 2021

Entre etiquetas, espacios y 'performers'

Lo que hoy llamamos performance es algo que se considera fundado (en la historia del arte oficial) en 1958 con 18 happenings in 6 Parts del artista estadounidense Allan Kaprow, aunque si definimos performance como un formato basado en la duración temporal y en la presencia de un sujeto-s (en vivo o en diferido) pues hubo mucho antes, claro, desde los dadaístas y futuristas hasta Macedonio Fernández. En los espacios dedicados a las artes visuales, la presentación de las performances tiene también muchos años, sobre todo si lo pensamos en la vertiente más cercana a la danza, o en lo que se llamó happening, denominación que se extendió de tal manera que Allan Kaprow decidió empezar a llamar a su trabajo “actividades”, nombre que era mucho más preciso que el que se emplea ahora mismo, performance, y preferible al más castellano “acción”, que tiene el problema de que en muchas performances no hay tal acción, sino que es más bien una cuestión de estar, de ser, de practicar.

No estamos ante un 'boom' de la 'performance', hace mucho tiempo que se presenta en museos y galerías, pero sí hay una generalización, mostrándose ahora en espacios en los que antes no se hacía

En España tenemos una gran genealogía de artistas, en la que se insertan nombres como Esther Ferrer, Isidoro Valcárcel Medina, el grupo Zaj, que trabajaban y presentaban en espacios artísticos en los sesenta y setenta. Se trataba, claro está, de espacios de vanguardia, como lo era en Argentina el Di Tella, donde se presentaron performances (happenings) icónicas de Marta Minujín, Oscar Masotta y muchos otros. De estos happenings, profundamente políticos y sensuales a la vez, se derivarían acontecimientos tan fundamentales, tan decisivos, como “Tucumán Arde”, que es a la vez una gran performance y una gran declaración política.

Todo esto para decir que no, no hay un boom, hace ya mucho tiempo que se presenta performance en los espacios de arte visual, pero sí hay una generalización, mostrándose ahora en espacios en los que antes no se presentaba –espacios más oficiales, o generales, o no especializados, como los museos–. El formato performance tiene muy buena acogida por parte del público del museo. En el mercado no sé, no termino de entenderlo… Sé que se venden performances a instituciones y a coleccionistas privados al menos desde hace 20 años. Yo vendí mi primera performance en 2001 al FRAC Lorraine, en Francia, y fue tan inesperado –había hecho mi primera performance tan solo un año antes– que solo la guía experta de la directora de este centro de arte, Béatrice Josse, me hizo comprender qué era lo que se vendía exactamente y cómo.

Lo que la performance suma a la experiencia de creadores y público es inmediatez, encuentro y posibilidad de análisis de los mecanismos de la institución arte. Lo que más urge: una regulación laboral del trabajo vivo en las instituciones de artes visuales. En mi trabajo, los performers, esos a los que Kaprow llamaba players (jugadores) tienen una enorme importancia. Mi obra no sería la que es si no hubiera estado acompañada desde hace años por un grupo de colaboradores performers que me han animado y ayudado a hacer lo que hago. Desde aquí les doy las gracias.

Ferran Barenblit
Profesor invitado de la Universidad de Michigan y ex director del MACBA

La obra de arte imposible

El arte del último siglo bien podría definirse como el intento de crear la obra de arte imposible de ser exhibida y coleccionada. Mientras tanto, la historia de curadores y museos podría entenderse como la opuesta: los intentos de hacer exhibible y coleccionable la obra de arte creada para nunca ser exhibida y coleccionada. El mercado, por interés propio, ha corrido detrás de esta máxima. Buena parte de la historia reciente se explica desde esta tensión y justifica, en parte, la relación del museo con la performance, que le somete a sus propias contradicciones y le recuerda su fetichista dependencia del objeto. La performance es una manifestación de las crisis que atravesamos desde hace décadas y que afecta a todos los aspectos de nuestra vida política y personal. Como la pandemia ha hecho patente, estas crisis atraviesan nuestro cuerpo y lo ponen en el centro de nuestra interacción con el mundo. Quizá por ello, la performance emerge con tanta fuerza como el arte de nuestro tiempo, una muestra de la necesidad de superar las previsibles situaciones del pasado. Es posible que ese sea el motivo por el cual en estas obras muchas veces no ocurre nada, o casi nada, y el creador se convierte, como nos recuerda Dora García, en un artista sin obra que crea otra posibilidad, la de “no estar aquí, no querer esto, no hacer nada”.

El espectador propone sus normas de la misma manera que el artista: no hay nada escrito sobre lo que se puede o no se puede hacer. Ya no es un observador pasivo, sino un activador

La creciente presencia de la performance en el museo no es una coincidencia. Es un síntoma de un deseo de cambio, la necesidad de nuevas reglas del juego que abran nuevas eventualidades. Es una pulsión compartida por artistas, trabajadores de instituciones y usuarios. Por su naturaleza volátil, compleja, muchas veces indescifrable e intensamente humana, aviva en los museos situaciones que se avistaban como durmientes. La necesidad de renegociar la relación de los espectadores con la experiencia, la agitación de una somnolienta historia del arte anclada muchas veces en conceptos que ya no pueden ser válidos, y la imprescindible puesta en tela de juicio de valores y códigos hegemónicos son elementos que amparan esta voluntad. Paralelamente, se ejerce una resistencia ante las normalidades asumidas que se instalaron como reglas básicas del sistema –las lógicas de productividad y utilidad, las estrategias de legitimación, las jerarquías–.

El papel del público se renueva. Quiere, como el performer, liberarse de la disciplina que ata los cuerpos y las mentes a la persecución de ciertos ideales. Persigue un legítimo deseo de pertenecer, aunque sea por un momento, a una comunidad que le una a otros con quienes comparte el tiempo, el espacio y la voluntad de que algunas pautas habituales del museo queden en suspensión. El espectador propone sus normas de la misma manera que el artista: no hay nada escrito sobre lo que se puede o no se puede hacer. Ya no es un observador pasivo, sino un activador de situaciones tan imprescindible como el resto de implicados en la generación de sentido, que aportan su presencia y su capacidad de reacción a aquello que ven. Todo esto tiene que convivir con museos que, al menos durante un largo tiempo más, seguirán adscritos a la convencionalidad de la conservación, estudio y exhibición de objetos.