El Cultural

Reírse de la propia miseria

12 agosto, 2011 02:00

La comedia estadounidense está atravesando un momento sensacional. Sin duda, en este fantástico renacer Judd Apatow, bien como director (Virgen a los 40, Lío embarazoso) o productor (Súpersalidos, Súperfumados) es el hombre clave. Su nueva película como productor, La boda de mi mejor amiga, lo consolida como el hombre fuerte de la risa y como un agudo observador de la sociedad en que vivimos. No sólo eso, sobre todo permite lucirse a un grupo de actrices, la protagonista y coguionista Kristen Wiig, pero también sus compañeras de reparto, Rose Byrne, Maya Rudolph o Melissa McCarthy como excelentes actrices, dotadas de la gracia y la chispa que remite al clasicismo hollywoodiense. Ellas son el alma de un filme divertido a rabiar bajo el que late, como en toda buena comedia, una profunda humanidad, la compresión y la compasión hacia sus desdichadas pero luchadoras protagonistas. Hurra también por el director, Paul Freig, actor en innumerables series (Roseanne o Sabrina) y formado como director también en la pequeña pantalla (The Office).

El punto de partida, una boda, es todo un clásico. Todo empieza cuando Lilian (Maya Rudolph) comunica a su mejor amiga desde la infancia, Annie (Wiig) que va a casarse con su novio de los últimos años y le pide que sea su "dama de honor". La cultura americana, tan entregada a la institucionalización de lo sentimental, prevé para estos fastos una complicada agenda de eventos que van desde la consabida despedida de soltera a la fiesta de pedida pasando por alguna que otra ceremonia más de relleno. Ser "dama de honor" va mucho más allá de entregar el ramo o llevar la cola y supone encargarse de todos esos festivales con mano de hierro y toneladas de edulcorante. A partir de aquí, la película teje un conmovedor mosaico social que, siguiendo el modelo rocambolesco de la screwball comedy, se acaba convirtiendo en una parábola sobre la soledad y la necesidad de sentirnos acompañados en el mundo contemporáneo.

La primera escena, en la que Annie lidia con un amante ocasional ansioso porque se marche de su casa marca el tono de incertidumbre emocional que domina el resto del metraje. Al borde los 40, Annie se siente como una adolescente, con un trabajo que detesta, un fracaso comercial y sentimental a cuestas, cada vez más alejada por razones kilométricas de su amiga del alma e inmersa en un abismo de vacío que la hace colegir que tiene problemas mentales. La comedia, o quizá las películas en general, sirve también para reconciliarnos con nuestros defectos y desdichas. Actitudes que en la vida real despreciamos y nos provocan rechazo, se convierten gracias al celuloide en experiencias que nos hacen perdonarnos con mayor facilidad nuestros errores y comprender con mayor ternura los de los demás. Los personajes de La boda de mi mejor amiga son terriblemente celosos, competitivos, egoístas y patosos pero también terriblemente humanos y cercanos.

Ante el caos del mundo, parece proponer esta hermosa película, lo único que nos queda es el afecto de aquellos que tenemos más cerca de nuestro corazón pero también, como decía Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo, la bondad de los extraños. El filme presenta al mismo tiempo un mundo terrible e incólume en el que estamos solos pero también ese hilo subterráneo de mimos y complicidades que hacen que el mundo siga girando: el franco amor entre las amigas, el voluntariado de la madre de Annie en Alcohólicos Anónimos o el buen corazón de un policía que ha ayudado a unos y a otros sin aspavientos. La película, además, recupera el viejo sabor de los diálogos ingeniosos ("¿Por qué no te comportas y luego me pones a parir en casa como hace todo el mundo?"), el slapstick (la escena del avión) o incluso lo escatológico, algo insólito en una comedia protagonizada por mujeres. Es una película compleja, llena de compartimentos secretos y plantea más interrogantes de lo que podría parecer. Y es, además, muy divertida. Disfrútenla.