El Cultural

El Nobel, para uno de Padrón

17 enero, 2002 01:00

Cela en la recepción del Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1989

En la muerte de Camilo José Cela

Es probable que el once de mayo de 1916 lloviese en Iria Flavia, a eso de las nueve y veinte de la noche, cuando Camila Enmanuela Trulock dio a luz a Camilo José Manuel Juan Ramón Francisco de Jerónimo, que esos eran todos los nombres de Cela. A unos les parecerá exagerada esta costumbre de ponerle nombres a un niño como quien anota deseos en una lista al comenzar el año; otros, los que piensan que el nombre acaba por marcar carácter, creerán de todo punto necesario darle cuando menos, al recién nacido, un catálogo de caracteres, que al cabo es antología de destinos, entre los que escoger.

Mi amistad con Camilo José Cela se inició a finales de los años setenta y se prolongó hasta principios de los noventa cuando, por decisión personal, dejé Madrid para retirarme a escribir, si bien, pese a este distanciamiento geográfico, siempre mantuve con él una profunda relación de afecto. Coincidí con Camilo en una década, la de los ochenta, muy intensa de su vida por los acontecimientos personales y profesionales que durante ese tiempo le acontecieron. Debo decir, con la mayor de las prudencias, que asistí al nacimiento de su relación con Marina Castaño, por aquel entonces también amiga mía. A finales de los ochenta a Cela se le diagnosticó un cáncer de intestino de cuya operación salió muy mal física y económicamente.

Debido a su relación con Marina, Cela debió abandonar su casa familiar de Palma de Mallorca e irse a vivir al chalet piloto, cedido por un amigo suyo, de la urbanización "El Jaulín" de Guadalajara. Pese a los amigos que se le acercaron previniéndole de estar con una mujer cuarenta años más joven que él, a los que Camilo se encargó de frenar, Cela siempre aseguró que gracias a Marina había recuperado la alegría de vivir. Porque fue sorprendente ver a un, por aquel entonces, anciano convaleciente de setenta años, recomponer su vida, darle la vuelta a las circunstancias, revolverse contra su realidad, para luego alcanzar lo que consiguió en su carrera de escritor.

Quiero aquí rescatar al otro Camilo, lejano del personaje social y folklórico. El Cela de regate corto, amigo de sus amigos, leal a los suyos. Un hombre oculto, generoso y fiel a su propia manera de ver la vida. Una faceta que se refleja en su actitud ante el episodio que vivió Ana María Matute cuando atravesó importantes problemas económicos. Cela hizo lo que nadie, fue desprendido y hospitalario hasta el punto de meterla en su casa, y no unos días, sino por más de año y medio. Sé a ciencia cierta que Camilo mantuvo ese talante con muchos otros amigos, pero fueron gestos que nunca comentó y de los que nos íbamos enterando. Por contra, muchos han intentado enfatizar la imagen del censor franquista, incluso algunos se lo recordaban enviándole anónimos a su casa, sin tener en cuenta que se trataba del reflejo de la España de un momento, que otros escritores coetáneos suyos se ocuparon en esquivar con la llegada de la democracia. Es hoy necesario el reconocimiento moral de su talante democrático y liberal. Camilo fue de las personas que más dignificaron la profesión de escritor. Cada vez que exigía honorarios por pregones, discursos o por los derechos de sus obras a los editores, estaba abriendo la brecha por la que nos colábamos todos los demás. Siempre existió un ambientillo tóxico que le denostó por hacer justamente aquello que en realidad todos ellos querían hacer. Cela nunca consintió que el escritor no cobrase por hacer su trabajo con la excusa de que su obra estaba al servicio de la patria o la cultura.

Se puede definir la década de los ochenta como la del reconocimiento dentro y fuera de nuestras fronteras, con la concesión en el 84 del premio Nacional de Literatura, en el 87 del Príncipe de Asturias de las Letras, y el Nobel de Literatura en 1989. Formé parte del jurado que decidió otorgar en diciembre de 1984 a Camilo José Cela el premio Nacional de Literatura por Mazurca para dos muertos como la mejor novela española publicada ese año. No puedo sino hablar de la admiración que siento hacia esta novela que para mí representa su más importante aportación gallega a la literatura.

Donde más fielmente aparece Galicia retratada, los componentes que más y mejor nos caracterizan están allí reflejados. Allí se deja ver la crudeza latente en una tierra donde, como en las películas de Sam Peckinpah, parece no suceder nada hasta que estalla la violencia. Un rasgo que permanece oculto tras ese aparente carácter sereno, pausado y apacible del gallego. Metáfora de Galicia, de una tierra verde que a cincuenta centímetros esconde el granito de mayor dureza. Es sin duda la obra que más valoro y que inicia la trilogía gallega del autor, que sigue con Madera de Boj y se completa con La Cruz de San Andrés.

No fue una época aquella exenta de polémica en cuanto a la recepción de galardones. Así, en 1988, formé parte del jurado, junto a Alfredo Bryce Echenique, Jorge Semprún, Carlos Fuentes, y Emilio Alarcos entre otros, que decidió otorgar a María Zambrano el Premio Cervantes. Una edición en la que se habló de la existencia de consignas políticas que vetaban la elección de Cela, presente aquel año entre los favoritos. Puedo decir que aquél se trató de un jurado que se condujo con entera libertad y únicamente lo que sucedió fue que Alarcos y yo nos quedamos solos defendiendo la candidatura de Cela cuando la filósofa Montserrat Roig propuso con éxito la designación de Zambrano.

La concesión del premio Nobel de Literatura no fue una sorpresa para Cela. Sabía que llevaba años en la lista, era un gran conocedor de los entresijos del premio y tenía la esperanza de que sonase la flauta. Acompañé a Camilo en la entrega del Nobel en Estocolmo y puedo decir que recibió el galardón con la ilusión de un niño. Fue un gozo verlo. Recuerdo que ya en la intimidad dejó caer sobre una mesa la medalla que había recibido en manos del Rey de Suecia y exclamó: "para uno de Padrón no está nada mal". Si algo pudo amargarle la llegada del Nobel fueron unas declaraciones realizadas por su primera mujer, Rosario Conde, que derivaron en el distanciamiento con parte de su familia y que acabaron por facilitar la presencia de Marina el acto de Estocolmo. Hechos que no llegaron a conocerse ya que Camilo salvaguardó con tenacidad su intimidad a lo largo de su vida. Cela consideraba una auténtica vulgaridad airear los temas relacionados con las enfermedades y los problemas familiares.

Camilo José Cela ha sido el escritor con mayor vocación que yo he conocido. Recuerdo la última conversación extensa que mantuve con él, fue intensa y entrañable. Hace dos o tres años, justo antes de la aparición de su novela, Madera de Boj.

Fue en su casa de Iria Flavia. Estaba sentado junto a mí, orondo, en bata y calzoncillos. Fue entonces cuando empezó a hablarme de su última obra, con humildad y miedo. Lejos de estar de vuelta de todo, con el Nobel y todos los más grandes premios de la literatura española a sus espaldas, mostraba las inseguridades, las dudas terribles, propias de un novel rapaz ante su primera novela.

Alfredo CONDE

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2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía