El Cultural

El latido del aire

17 enero, 2002 01:00

Camilo José Cela, por Gusi Bejer

En la muerte de Camilo José Cela

El día en que se pierde para siempre a un amigo es humano recordar, con toda la viveza de que seamos capaces, algún momento pasado en su compañía de la que no podremos disfrutar nunca más. El día en que muere un escritor cuya obra hemos frecuentado, puede que alguno de sus títulos, de sus párrafos, de sus personajes o de sus versos, contribuya a hacernos presente todavía su figura, aun sabiendo que no cabe esperar de su pluma ninguna obra más.

De Camilo José Cela se han escrito cientos de páginas, y todavía se escribirán muchas más. Yo mismo he contribuido modestamente a ese caudal de literatura ancilar sobre la gran literatura de C. J. C., y con estas mismas líneas, fechadas el día de su muerte, no desmiento mi afirmación anterior. No quisiera tampoco desdecirme en cuanto a lo afirmado acerca de lo que acaso recuerden el amigo y el lector en semejante trance, y por ello mi memoria se traslada decididamente al verano de 1988.

Camilo José Cela lo pasaba en Fisterra, el Finisterre de Galicia, no muy lejos de su Iria Flavia natal. No era la primera vez que frecuentaba aquella hermosa y brava punta continental, pero aquel año había algo novedoso que entroncaba con el meollo de su trabajo creativo por aquellos tiempos.

Meses antes, a finales del año anterior, se había producido en aquella costa, tradicionalmente llamada "de la muerte", el naufragio del buque Casón, cuya carga de productos químicos había causado gran inquietud entre la ciudadanía, con no poco desconcierto entre las autoridades y la opinión pública. El escritor y yo, un día esplendoroso de agosto, primero en coche hasta donde nos fue posible, luego caminando, nos acercamos para ver desde el acantilado el pecio, que sobresalía enhiesto entre las rocas batidas por la mar. Fue una caminata silente: el escenario sobrecogía, y poco teníamos que decirnos ante aquel trágico y espectacular escenario.

Ya de regreso me habló de un proyecto que traía entre manos, del que en otro momento me enseñaría una primera página escrita en su limpio e inconfundible trazo caligráfico. Se trataba de la novela Madera de boj, que sin embargo, intermediando la balumba del Premio Nobel de Literatura que le llegaría al año siguiente, no se publicará sino diez años más tarde, en 1999. Pero lo más sorprendente del caso es que ese proyecto, inspirado precisamente en la "Costa da Morte", estaba en la mente del escritor desde hacía más de cuarenta años. Cuando en 1947, ya con un bien merecido prestigio de primera figura de la narrativa española contemporánea, Camilo José Cela viajó a su tierra natal para pronunciar varias conferencias, se comprometió en alguna de sus declaraciones periodísticas a escribir una trilogía gallega. La "epicúrea novela del valle" vendría a ser, en 1959, La rosa, primera entrega de su vida hecha relato que el escritor acaba de reeditar con algunas adiciones. El valle del que se habla es, lógicamente, el de la confluencia entre el Ulla y el Sar donde se planta Iria Flavia. La "dura novela de la montaña" que también prometía será, en 1983, Mazurca para dos muertos, con las venganzas familiares de los Gamuzos y los Carroupos en los Mesones del Reino orensanos. Pero la primera de las obras gallegas prometidas, la "heroica novela del mar", era precisamente la que comenzaba a escribir cuando el naufragio del Casón enriquecía la realidad y la leyenda del Finisterre galaico.


Cela tuvo desde muy pronto la visión global de lo que su obra debía ser, y a lo largo de más de sesenta años no hizo otra cosa que desarrollarla sin que le temblara el pulso, ni le acuciara la impaciencia. La memoria y el entendimiento anduvieron parejos, así, a su voluntad, y esto que digo vale también para sus proyectos no estrictamente creativos, entre los que destaca la Fundación Camilo José Cela, creada en 1986 e inaugurada oficialmente cinco años después en lo que fue su primera sede, la "casa dos coengos" de la Colegiata de Santa María de Adina más próxima a Padrón.

No conozco, en España ni fuera de ella, algo semejante: un espacio de privilegio en donde todo un premio Nobel de Literatura consigue reunir, a modo de legado a su tierra natal, el conjunto más completo que imaginarse pueda de su obra y de su personalidad. Allí están sus manuscritos, que con frecuencia ofrecen versiones distintas de sus obras; sus cuadernos de trabajo, su epistolario, todas las ediciones y traducciones de su ingente obra literaria, la crítica publicada sobre ella, albumes nutridos, incluso, con recortes de prensa y reseñas periodísticas que Camilo José Cela fue guardando con todo cuidado desde los primeros años cuarenta.

Si añadimos a lo enumerado su biblioteca de trabajo, colecciones singulares como la de las ediciones del Quijote o los discursos y diccionarios académicos, cuadros, fotos, objetos, esculturas y documentos audiovisuales, se podrá calibrar hasta qué punto Camilo José Cela estaba diseñando el mejor entorno para la conservación y el estudio de su obra, al tiempo que la producía.


Por suerte, el destino le ha permitido cumplir -¡y bien que lo merecía su memoria, su entendimiento y su voluntad!- aquel deseo que formuló precisamente en Iria Flavia el día de su septuagésimo aniversario: "estoy tratando de poner en marcha y buen funcionamiento la fundación que llevará mi nombre en Iria Flavia y que quisiera ver nacer antes de que mi muerte pudiera dar al traste con los buenos propósitos y antes tambien de que el inclemente viento de la historia de cada cual pueda esparcir mis papeles por el mundo adelante". El ancho mundo sí que ve, cada tres meses, desparramarse por sus rutas y vericuetos "El Extramundi y los papeles de Iria Flavia", la nueva revista que Camilo José Cela creó en 1995 para sacudirse las morriñas baleares de Son Armadans.


Para mí que hay, en todo esto, no solo el ejercicio de una personalidad recia, segura de sí misma, habituada a resistir para no ser derrotada. Pero también otro impulso que acaso no se le haya reconocido a Camilo José Cela lo suficiente: el de la afirmación, tan altiva como digna, del oficio de escritor en un país empecinado en ignorar, cuando no despreciar, la dedicación absorbente a la literatura. Camilo José Cela fue, desde muy pronto, un escritor profesional, entregado sin cautelas al cumplimiento de una vocación excluyente por la escritura frente a la indiferencia o la hostilidad social.

Cela supo conjurar, para él y para los demas, el maleficio del ensañamiento carpetovetónico contra la literatura, y ello gracias a ilimitadas dosis de paciencia y un mantenido esfuerzo de trabajo cotidiano, en el que no cejó hasta el final. Sobre esos dos sólidos pilares, no renunció tampoco a crearse una aureola o pose personal de escritor por completo ajena a cualquier tipo de corrección política. Supo, así, ser "estratega de su fama", la certera definición con la que Dionisio Ridruejo interpretara su "política de presencia", por decirlo de algún modo.


"La mar no se paró nunca desde que Dios inventó el tiempo hace ya todos los años del mundo, Dios inventó el mundo al mismo tiempo que el tiempo, el mundo no existía antes del tiempo, la mar no se cansa nunca, el tiempo no se cansa nunca, ni el mundo, que cada día es más viejo pero tampoco se cansa nunca, la mar se traga un barco o cien barcos, se lleva un marinero o cien marineros y sigue murmurando con su voz afónica, con su voz de borracho triste y pendenciero, amargo y peleón.


Leyendo este párrafo de la última de sus novelas, aquella Madera de boj prometida en los cuarenta, iniciada en los ochenta y publicada hace tan solo tres años, es fácil colegir que el Camilo José Cela que se nos ha ido es aquel mismo joven que admira, en el Madrid republicano, a su maestro Pedro Salinas, se presenta a Gabriel Mistral y Pablo Neruda y ve por fin en letras de molde sus poemas noveles en el suplemento literario de El Argentino, al otro lado del Atlántico donde también aparecerá, en 1951, la primera edición de La colmena.


Cela, dicho de otro modo, nunca dejó de ser poeta, pese a que su creatividad, iniciada en plena adolescencia con los versos de Pisando la dudosa luz del día, se inclinó fundamentalmente hacia la narrativa tras la guerra civil. Para él, en uno de los numerosos textos suyos que contienen afirmaciones clarividentes sobre el oficio y el arte de la literatura, una página se escribe en verso o en prosa y en ella puede esconderse, o no, la poesía. Toda su trayectoria literaria, desde La familia de Pascual Duarte, que va a cumplir sesenta años en este 2002, hasta la propia Madera de boj, tiene su norte en una novela bronca por sus temas y personajes, pero lírica en su forma, gracias a la sutil fragmentación y poematización del texto, el acendramiento de una prosa llena de elementos recurrentes, y una singular tensión poética en las anécdotas, en las situaciones y en los personajes creados. Reflexione por un momento el buen lector de Camilo José Cela, y dictamine luego si lo dicho no vale, amén de las obras ya citadas, tanto para Mrs. Caldwell habla con su hijo o La catira cuanto para Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid o uno de sus títulos más inquietantes y reveladores: Oficio de tinieblas 5.

Cuando presentaba esta última obra suya, allá por 1973 y en Barcelona, nuestro escritor reiteraba una rotunda definición que ya había sugerido trece años antes en el prólogo general a sus Obras Completas, que no han terminado de publicarse. Para él la literatura no era otra cosa que "una mantenida pelea contra la literatura", un tejer y destejer a contrapelo de la facilidad que tanto parecen alentar los nuevos tiempos posmodernos.


En este sentido, tengo para mí que, después de Quevedo, son dos los maestros contemporáneos cuya herencia Cela ha dejado enriquecida con su talento irrepetible. Su pelea constante con la literatura se plasma, por caso, en una concepción abierta de la novela, como la de Pío Baroja, para quien el oficio de novelista era un "oficio sin metro". Así, desde 1942 hasta 1999, Cela se dedicó a coleccionar, título a título, esqueletos narrativos dispares, lo que sin dejar de hacer inconfundiblemente suyos todos sus textos, le ha permitido escribir novelas muy diferentes. Ha podido formar así en primera línea cuando las cuatro o cinco grandes batallas de nuestra novelística posterior a la guerra civil, abriendo nuevos caminos y rompiendo estereotipos. Pero también ha sido quien de conectar con la tradición narrativa precedente, siempre discontinua entre nosotros, actualizándola a la luz de los intentos renovadores surgidos en Europa y América desde principios del pasado siglo.

Finalmente, cuando Cela recordaba la famosa definición del realismo decimonónico se mostraba, sin embargo, decidido partidario de que el espejo puesto en el camino tuviese "ciertas aguas" deformadoras de las imágenes reproducidas. Y es aquí donde don Camilo José se aproxima a la estética de su vecino de la ría de Arosa, don Ramón María del Valle-Inclán. Un cuarto de siglo después de Luces de bohemia Cela reconocía que sus apuntes carpetovetónicos eran otro género más "de esperpento y chafarrinón".

Vida y literatura; literatura y vida. ésta tiene su fin; aquella pervive por encima de las limitaciones del tiempo y del espacio. Camilo José Cela, el poeta y el amigo, descansa ya donde estuvo también, por poco tiempo, Rosalía de Castro: en el cementerio de Adina. De la literatura de nuestro Premio Nobel no se puede decir, por el contrario, que esté exclusivamente al otro lado de la calle, haciéndole compañía, en la sede de la Fundación radicada ahora ya en varias de las casas de los antiguos canónigos de la Colegiata, por más que en sus bibliotecas y estancias se encuentre la más cumplida colección de todo cuanto Camilo José Cela concibió y escribió. Sus libros, tan andariegos como lo fuera su autor, viajan ya por el mundo adelante en las manos y en la memoria de sus lectores, favorecidos por la sutileza de sus cuerpos hechos de palabras, eso que bien mirado no es más cosa que el latido del aire, nos dice el maestro.

Leer otros capítulos

1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía