El Cultural

La casa de la Vida

Paseo por la Fundación de Iria Flavia el mismo día de su muerte

17 enero, 2002 01:00

Don Claudio Pernalete y señora (1947). üleo de Camilo José Cela

En la muerte de Camilo José Cela

Es probable que el once de mayo de 1916 lloviese en Iria Flavia, a eso de las nueve y veinte de la noche, cuando Camila Enmanuela Trulock dio a luz a Camilo José Manuel Juan Ramón Francisco de Jerónimo, que esos eran todos los nombres de Cela. A unos les parecerá exagerada esta costumbre de ponerle nombres a un niño como quien anota deseos en una lista al comenzar el año; otros, los que piensan que el nombre acaba por marcar carácter, creerán de todo punto necesario darle cuando menos, al recién nacido, un catálogo de caracteres, que al cabo es antología de destinos, entre los que escoger.

Es probable, en cualquier caso, que lloviera la noche de aquel once de mayo. La niebla traduce el paisaje al chino y la lluvia lo vierte, inmisericorde, al gallego. Es probable que lloviera entonces y llueve hoy, diecisiete de enero, cuando de todos los posibles futuros de aquel niño se ha cumplido uno que no sabemos si es el que él deseó, pero lo parece. Llueve hoy, diecisiete de enero, cuando su vida se ha cerrado de un portazo y uno es el primero en asomarse tras el golpe definitivo a la que fue su casa natal de Iria Flavia, en la que están las cosas que el tiempo fue dejando a la orilla de su vida, el oro decantado de los días.

El abuelo de Camilo José, John Trulock, tenía como profesión la de ferroviario. Aunque tenía nombre como para ser rival de aquel millonario tío Gilito de los cómics de Walt Disney, el abuelo Trulock fue el director gerente del primer ferrocarril gallego, The West Galicia Railway.

Ese nombre parece evocar el deseo de una línea que uniese Iria Flavia directamente con la estación de Waterloo, en Londres, cosa que, como es sabida, no prosperó. Si en vez de eso hubiera llevado a la Argentina, y ya después a Francia o Alemania, seguro que esa línea hubiera sido un éxito de ida, no sé ya si tanto de vuelta.

A orillas de la vía del tren
El caso es que la profesión del abuelo debió contribuir seguramente a transformar al nieto en un incorregible andariego. él mismo lo confiesa en un parrafo de sus Memorias, entendimientos y voluntades: "Nací a orillas de la vía del tren y en una familia que llevaba ya dos generaciones de ferroviarios; en el incendio de Las Rozas me salvaron la vida unos ferroviarios; me duele que se cierre un tren por la razón, que me resisto a admitir, de su no rentabilidad; me duele que se desguace uan locomotora y hasta que se pierda una tuerca [...] a nadie debe extrañar que me sienta y me proclame ferroviario; es más que probable que los nacidos en tiempos del ferrocarril de carbón estemos románticamente intoxicados de humo..." , como demostraría después y apuntaba ya de niño.

Así lo atestigua también una foto en la que aparece, con poco más de un año, a lomos de un caballo. Un caballo de mentira, sí, pero en esos caballos es en los que se hacen los viajes de la imaginación, que no son menos fecundos que los de la vida. De este afán viajero dejó constancia después, en los trayectos contados a la Alcarria y el Pirineo y tantos otros, de los que sabemos más pero de los que con certeza él esperó menos que de aquellos que emprendía a lomos de su caballo de mentira.

Un museo de sí mismo
De la infancia, en su casa, apenas queda nada, a no ser las locomotoras del jardín, que son como un tótem del abuelo, a su modo. Se da aires de Museo Ferroviario, pero las locomotoras, esparcidas por el verde como si estuvieran en un parking, no dan ese aspecto, sino más bien el de ir a salir volando en cualquier momento. Podemos imaginar, también, al niño correteando por el jardín, y si los perros guardasen la memoria de la raza, tal vez ésta cabizbaja que anda por el jardín y los pasillos de la Fundación, Maru, que pertenece a la que por aquí se llama "raza portuguesa", pudiera contarnos algo. Aunque Maru está triste y sólo le apetece secarse el agua de lluvia rascándose contra la alfombra del recibidor.

Si uno creyese en esas cosas, podría preguntarle a Maru -¿Es que acaso pueden estar tristes los perros?- Pero ya se sabe, no debe uno dedicarse a hablar con los animales, pues es cosa sabida, por las fábulas, que podría contestar tan ricamente: -¿Conocen acaso la felicidad los hombres?

Si hubo un hombre que conoció la felicidad, ése fue Camilo José Cela. No de forma continuada, claro, pues que es de hombres y no de dioses de lo que hablamos. Pasó una guerra de la que salió malherido y enfermedades varias. Pero acabó por conseguir lo que quería. A no dudar, "quien resiste, gana", proclamó a menudo. Y lo logró. Que uno no comienza un museo de sí mismo desde joven si no cree desde el principio en que logrará la gloria futura.

La casa natal, que está frente a la antigua colegiata de Santa María de Adina, está en las llamadas Casas de los Canónigos, por haber sido construidas como residencia de éstos en el siglo XVIII. Por aquí y por allá han colgado ahora réplicas de las placas que dan el nombre de Cela o de alguna de sus obras a calles de distintos lugares del mundo, y no es del todo ocioso pensar que tal vez quienes aquí trabajan se guíen por ellas para orientarse, pues la casa es tan grande que bien pudiera tener no ya calles, sino avenidas, plazas y paseos. Los tiene, de hecho: está el paseo de las caricaturas, la plaza del Pascual Duarte, la Avenida de La Alcarria, la rotonda de las condecoraciones, el callejón de los birretes.

El alumno de Salinas
En 1934 Cela comenzó estudios de Medicina en la Universidad Complutense, que enseguida abandonó por los de Filosofía y Letras, donde tuvo como profesor a Pedro Salinas, a quien confió sus primeros poemas. No sabemos si Salinas le convirtió para el culto a los pronombres. En la Fundación puede verse el manuscrito de uno de aquellos poemas, titulado "Alba para mí", que pudiera parecer un presagio si no fuera porque se escribió en 1934 y, de serlo, tardó en cumplirse y era seguro que lo hiciera. Dice así:

"Mi entierro.
Retorno.
Sábado (decoración).
Recuerdo.Pena.
Paisaje".

Es un poco japonés y un poco gallego, porque dice poco pero además dice lo contrario. De todos modos, no sería del lado del verso del que más insistiría Cela, aunque nunca abandonase del todo la creación poética.

El estallido de la Guerra Civil encontró a Camilo José Cela en Madrid, publicando, de hecho, su primer libro de versos, Pisando la dudosa luz del día. Herido en el frente -formaba parte del Ejército Nacional- es hospitalizado. Cuando la guerra acaba, se refugia en Orense, en casa de su tío Pedro Crespo en Los Mesones del Reino. De su etapa de soldado nacional apenas queda un puñado de fotografías junto a algunos compañeros.
él es el más espigado de todos, y, por las caras, si les quitasen los uniformes y les pusiesen a los pies una pelota, tendrían la misma idea de lo que van a hacer y de por qué.

Cartas cruzadas con la censura
En 1940 Cela frecuentaba ya las tertulias del Gijón, e iba leyendo a sus amigos, no sabemos si de alguno de los manuscritos que se conservan en esta casa, fragmentos de la novela en la que estaba trabajando entonces: La familia de Pascual Duarte. Nada quedó de la cara que pondrían Víctor Ruiz Iriarte, Federico Muelas, Enrique Azcoaga y Luis Galve al oír la historia de aquel hombre que no era malo, pero tenía sobrados motivos para serlo.

En una de las salas de la Fundación se conserva ahora todo lo relacionado con la novela: sus sucesivas ediciones y traducciones, las cartas que la censura se cruzó sobre la novela, como una de Pedro Rocamora al Director General de Prensa en la que le dice: "Camilo José Cela me parece un hombre anormal. Tengo la satisfacción de haberle suspendido en Derecho Civil", y, un poco más adelante, confiesa que tras leer la novela "me sentí enfermo y con un malestar físico inexplicable". No era, desde luego, literatura para estómagos refinados. El propio Cela diría que había escrito la novela "más muerto que vivo", debido a su dolencia pulmonar, y que la había terminado urgido por la necesidad de dejar al menos una obra antes de morir. En una sala cercana a la dedicada al Pascual Duarte hay unas curiosas lanzas sin subtítulo, que lo mismo pueden ser de los pielesroja que de los aborígenes australianos, y que parecen sacadas de una traducción al yanomami del Pascual.

La novela alcanzó en su momento cierta fama y fue elogiada, una vez en la calle, por Baroja, que no se atrevió a prologarla. Cierta fama no exenta de una no menos cierta polémica, claro. Cela nunca dejó de ser polémico. Pocos autores de nuestra literatura habrán sido tan caricaturizados como él lo fue. Mar, la chica de la Fundación que hoy me enseña las habitaciones vacías de gente, me lleva hasta la sala donde se conservan la mayoría de ellas.

De viaje por sus viajes
Está aquella que fue portada de La Codorniz en la que los académicos de la lengua adecentan una silla nueva para él; o aquella otra de Máximo en la que aparece "Camilo José Cela departiendo con Miguel de Cervantes y Alfred Nobel sin tener que morirse". No lo necesitó para hablar con ellos, pero lo habrá necesitado para otras cosas. Aparece, en las primeras, como si le hubiesen dado a lo largo todo lo que le tocaba de largo y de ancho, y, en las últimas, al contrario. Cela nunca se anduvo con términos medios, y sus caricaturas, que cuando aciertan son radiografías del alma, han dejado fiel testimonio de ello.

Viajando por la Fundación se viaja por su obra, por su vida, por sus viajes. Pasamos a otra sala y estamos en 1946, camino de la Alcarria en compañía del fotógrafo Karl Wlasak y Conchita Stichaner. Lo que en el libro se contaba vino a acrecentar no poco esa fama de polémico (que nunca abandonó: una vez, en Asturias, le recitaron ese dístico que hace referencia a la Virgen de Covadonga y que dice que es "chiquitina y galana" y él respondió, tan celiano: "Pues que se joda"). Se dijo que incluso alguno de los personajes que aparecía retratado en el libro le había amenazado de muerte si se le ocurría volver por allí. Pero lo cierto es que fueron más los agradecimientos que las querellas poco amistosas y tan es así que hoy el Viaje a la Alcarria es el único libro del universo mundo que tiene un museo para él solo, en el castillo de Torrija. Del viaje a la Alcarria quedan en la casa algunas flores secas que el viajero recogió del camino no se sabe si por su hermosura o por la de su nombre, pues se llaman "zurrón de pastor" o "botón de oro", y plantas así no hace falta haberlas visto para haber querido olerlas, guardarlas entre las páginas de un libro favorito. El libro dejó también multitud de imitadores, que no saben hacer un libro de viajes sin mentar continuamente al viajero.

Los tesoros del bibliófilo
Camilo José Cela, además de la de escritor, intentó otras profesiones. En 1950 estrenó en el cine Coliseum de Madrid la película de Jaime de Mayora El sótano, en la que aparecía como actor. Y en uno de los muros de la habitación noble de la Fundación pueden verse sus dibujos a plumilla, entre eróticos y surrealistas, que casi siempre representan a mujeres de grandes pechos y por lo menos tres ojos. Los desnudos de Miss Marte deben de ser cosa parecida. El caso es que finalmente optó por el camino de la escritura, y en 1951, después de algunos problemas con la censura peronista, publicó en Buenos Aires La Colmena, que fue prohibida en España. La liquidación de derechos de autor, que también se guarda en esta casa, hecha a un año vista, le fue favorable en 6.136 dólares argentinos por la venta de ocho mil ejemplares, argentinos también.

También fue Cela editor. De revistas, como los Papeles de Son Armadans o El Extramundi, que son parte no menor de nuestra historia literaria. De todas sus separatas pedía Cela un ejemplar firmado y dedicado por sus autores, así que un aficionado a la caligrafía podría ponerse las botas en la Fundación a cuenta del archivo y de casi todos los que han sido algo en la literatura española del último medio siglo, y también, por qué negarlo, de una buena nómina de gentes que no fueron nada, o fueron muy poco. En las ediciones de Son Armadans aparecieron títulos como los Signos del ser de Emilio Prados o el Paisaje con figuras de Gerardo Diego.En 1954, Cela trasladó su residencia a Palma de Mallorca, donde conocería a Ernest Hemingway. Por entonces comenzaba a hacerse realidad la idea de una colección de botellas dedicadas por sus bebedores. Una vitrina de la Fundación guarda las más ilustres. La firma de Hemingway está en una botella de Fino Macharnudo. Miró dibujó en una de aguardiente una luna con sarampión. Picasso, además de firmarle una botella, le dibujó un ex-libris, que representa a una oronda mujer leyendo (desnuda, claro) con el lema: "Un libro y toda la soledad". Aunque si el libro no es ya él sólo toda la soledad, de poco sirven los lemas.

Américo Castro bebió White Label, Picasso anís Machaquito, Jorge Guillén y Gabriel Celaya un Franja Rioja que a Celaya se le hacía "triste", Menéndez Pidal también Rioja, pero "Rioja Alta", Henry Miller Tio Pepe, Italo Calvino coñac Fundador... Josep Pla dejó su firma en una botella de whisky Haig's, y una referencia a la opípara comida que se despacharon juntos él y Cela. El más original -para eso estaba- fue Tristan Tzara, que se conformó con una cerveza Kronenbourg. Parece poca cosa, así dicho, pero basta ver el corcho de la botella, que es como de bebedizo de cuento medieval y gótico, por lo menos, para darse cuenta de que probablemente, en cuestión de licores, tampoco todo es lo que parece.

Con Hemingway, por cierto, coincidirá de nuevo en el entierro de Pío Baroja; Cela fue uno de los portadores o porteadores del féretro de don Pío. De él tenía Cela, y está ahora en esta casa, dedicada una copia de esa foto famosa de Möller en la que aparece paseando por los Jardines del Buen Retiro. La dedicatoria dice: "Usted mariposeaba en pleno esplendor de juventud en aquella época brillante para nosotros de los jardines del Buen Retiro: yo moscardoneaba también sin ningún esplendor por los mismos lugares y en el mismo tiempo de las Noches del Buen Retiro". La firma, como está dicho, es la de Baroja, y la fecha, la del 19 de febrero de 1952.

Mariposeando por Madrid
Entro en una sala, Mar enciende religiosamente las luces tras apagar las de la sala anterior, paso, miro, veo, tomo unas notas, seguimos. Un poco es así la vida, también: ir pasando de una habitación a otra, mientras a nuestra espalda se van apagando las luces, con la esperanza de que la habitación siguiente esté aún iluminada. Y un día, llegamos a un cuarto que no tiene luz, o en el que el que enciende la luz es un extraño al que nada podemos decir, al que nada de cuanto dice entendemos.

La vida de Camilo José Cela echa por tierra el mito del escritor romántico, irredento, atormentado, de vida arrastrada y con el arroyo por destino, lejos de todo reconocimiento o condecoración. El mito, sí, del genio abocado a la autodestrucción y a la muerte, consumido por su sed de eternidad, sin más esperanza que un nota a pie de página, ni más frontera que la barra de un bar siniestro.

No, Camilo José Cela tenía un armario lleno de birretes y trajes de ceremonia de sus numerosos doctorados honoris causa por distintas universidades de todo el mundo, sin distinción de credos ni culturas; ganó todos los premios imaginables para un escritor, y los buscó con el mismo ánimo que los denigró; su rostro aparece en vitolas de puros habanos y en sellos de correos.

Cela era casi todo. Era cartero honorario, médico forense honorario, bombero honorario de la ciudad portuguesa de Valença do Minho, hijo adoptivo y huesped ilustre de mil y una ciudades. El año pasado, sin ir más lejos, fue nombrado sátrapa del Colegio de Patafísica. Desde luego, más le va a Cela la patafísica que la metefísica, aunque ambas sean ciencias no se sabe si de este mundo o del otro, o de ninguno.

La colección de orinales
¿Por qué escribiría Cela en la postal de una horca en Tombstone, Arizona: "Hay que dar trece pasos porque tiene doce peldaños"? A veces se dejan notas así, de las que con el paso del tiempo ni siquiera quien las redactó alcanza del todo el sentido.

Se apagan las luces. Se encienden otras. Aparece la colección de orinales que Camilo José Cela empezó sin querer, cuando los lectores leyeron que decía que era de los de siesta de pijama y orinal y decidieron contribuir a tan sana costumbre. Los hay de todos los materiales imaginables, con variedad sorprendente de decoraciones y motivos, y no están lejos de un manuscrito de Francisco de Quevedo, el de La cueva de Melisso Mago, lo que se diría también, esa mezcla, muy propia de Cela.Una casa, sin necesidad de que se empeñe uno mucho en ello, acaba por ser una vida.

Final de trayecto
Llegamos al final del recorrido. A través de la ventana se ve el cementerio en el que mañana enterrarán a Camilo José Cela, bajo un olivo hermoso. Pronto él mismo será olivo y aunque no sea la estación de los frutos, en el invierno, que es la estación de los pensamientos, de sus ramas colgarán frases con algo dulce y algo de purgante. Así fue él porque así quiso ser. Dispersos por el mundo quedan unas centenas de personajes que él creó, individuales todos y simbólicos, como una cereza encendida o una rosa sin pétalos.

No sabemos si dibujó un mundo que se parecía al nuestro o si inventó un universo al que el nuestro acabó por parecerse. De pocos escritores puede decirse eso.Es probable que el once de mayo de 1916 lloviese en Iria Flavia, a eso de las nueve y veinte de la noche. Esta mañana de enero lo hace sin misericordia. Eso tendrá su significado, o no. Como el resto de las cosas.

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10. El narrador: cómo se hace una novela
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14. Tres obras y dos versiones
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17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
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21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía