El Cultural

De muchos y de buenos amigos

años cincuenta y sesenta

17 enero, 2002 01:00

Camilo José Cela con el Rey

En la muerte de Camilo José Cela

Es probable que el once de mayo de 1916 lloviese en Iria Flavia, a eso de las nueve y veinte de la noche, cuando Camila Enmanuela Trulock dio a luz a Camilo José Manuel Juan Ramón Francisco de Jerónimo, que esos eran todos los nombres de Cela. A unos les parecerá exagerada esta costumbre de ponerle nombres a un niño como quien anota deseos en una lista al comenzar el año; otros, los que piensan que el nombre acaba por marcar carácter, creerán de todo punto necesario darle cuando menos, al recién nacido, un catálogo de caracteres, que al cabo es antología de destinos, entre los que escoger.

Con cierta frecuencia, durante los veintiún años que residí en las Baleares, tuve que responder a los que me insinuaban: "Allí también vive Cela". Siempre me veía obligado a matizar que Cela vivía en la isla de Mallorca y yo en la de Ibiza, mundos próximos los de ambas islas pero, a la vez, muy alejados o diferentes por tantas razones. Fue, sin embargo, en Ibiza donde yo vi a Cela por vez primera vez, creo que hacia finales de los años setenta, porque dos viajes del escritor a esta isla se funden y se confunden ahora en mi memoria. Creo recordar que el primero de ellos fue el que Camilo hizo para acudir a la inauguración de una exposición de su amigo el pintor expresionista alemán Will Faber. Faber y su esposa Emma residían en Ibiza desde los años cincuenta y mantuvieron una buena relación con el escritor gallego. Sin duda, el mejor fruto de esta amistad fue el número extraordinario de Papeles de son Armadans que Camilo le dedicó al pintor alemán.

El segundo viaje del escritor a Ibiza fue para dar una conferencia. Fue entonces cuando tuvimos una larga conversación en la cafetería del hotel Royal Plaza. El poeta y periodista mallorquín José Ramón Caubet -por entonces también residente en Ibiza-, tenía mucho interés en que celebráramos aquella conversación larga y relajada. Cela era un gran amigo del padre de José Ramón, el Dr. Caubet, y ello facilitó enormemente las cosas a la hora de que se prolongara excepcionalmente la conversación que tuvimos. A ella contribuyó también el que Cela -ya instalado en el sedentarismo de su madurez-, renunciara a nuestro ofrecimiento de servirle aquel día de cicerones para darle una vuelta por el interior de la isla. Cela nos demostró que conocía bien Ibiza y yo lamento ahora que no le dedicara a la isla uno de sus bellos libros de viajes.

Precisamente un libro de viajes -mío y no de él- se cruza también ahora en mi memoria. Me refiero a Orillas del órbigo. Yo le envié, poco después de aquella distendida conversación ibicenca, un ejemplar de esta obra y él me contestó por carta diciendo que era uno de los libros que se llevaba aquel verano de vacaciones para releer, pues le había gustado mucho. (No debe ver el lector en esta anécdota ninguna petulancia mía, sino la constatación de un hecho por todos conocido: el del amor que Cela sintió hacia los libros de viaje de hoy y de ayer, que anteponía a los demás).

De aquel distendido encuentro me queda una imagen de Cela que es la que tienen las personas que lo conocieron de cerca y en profundidad: Camilo era, para nuestra sorpresa, una persona educadísima y normal. Me refiero a que estaba muy alejado de esa imagen del Cela de la ironía -a veces malhumorado o cercano a un humor socarrón y a la sorpresa fácil, que siempre se ha tenido de él. Por tanto, seriedad y amistad -liberalidad, en suma- eran conceptos que pesaban mucho en aquella primera aproximación mía, larga y distendida, al autor de La colmena.

Cela ha sido persona de muchos y de buenos amigos y de los convenientes enemigos suscitados por un carácter en el que se crecía, pero en su etapa mallorquina destaca, de manera especial, esa apertura suya hacia los demás, sin discriminación alguna. Y no escribimos por boca del tópico y al hilo de su muerte, porque los veintitrés años que duró la andadura mallorquina de su revista "Papeles de son Armadans" son la mejor prueba -prueba realísima- de esa apertura y entrega suya a los demás. Desde el mundo cerrado de una isla -añádanse además las condiciones sociales y culturales de aquellos difíciles años-, se podían alcanzar excelentes frutos, el testimonio humano y literario más universal. De ese universalismo participaban a veces otros escritores o pintores muy cercanos (Robert Graves, Miró), encuentros literarios (los de Formentor), pero también las personas que se hallaban en la lejanía.

Algún día habrá que analizar con detenimiento lo que esa revista dirigida por Cela significó en el panorama de la cultura española del momento. No faltan ya, sin embargo, estudios muy pormenorizados sobre este tema, como el que presentó Francisco Linares Alés durante el congreso internacional que le dedicó a Cela la Universidad de Murcia. Hacia esta ciudad vuela hoy también mi memoria, pues fue uno de los centros que, de manera más rápida y desinteresada, prestó atención en vida a la obra de Cela, gracias a los buenos oficios -otra vez la amistad por medio- del profesor Victorino Polo. Atención que también se materializaría en el doctorado "honoris causa" que esa universidad le concedió a Cela en 1990.

Pensando en aquel congreso, reparo en la conferencia que di en él: "El substrato poético de los libros de viaje de Cela". Tema que, ya en su enunciado, pone de relieve dos hechos que a mí me parecen extremadamente centrales en su obra: por un lado, la importancia de esos libros concretos de viaje y, luego, la presencia de la poesía en el substrato de los mismos. Esa poesía con la que Cela -cubriéndose con una máscara y utilizando a la ligera a los poetas- tanto ironizó siempre. Acaso porque en él, allá en el fondo de su conciencia y de su sensibilidad, habitaba un poeta: un poeta de un solo libro, que no pudo -o no quiso- llegar a serlo plenamente. Pero la poesía late -vaya si late- en zonas muy concretas de sus libros, por no decir en todos ellos.

Hay algo más que distingue a Cela de manera muy especial: el amor que sintió hacia nuestros clásicos. él los leyó muy tempranamente y con provecho, y esa simbiosis entre tradición y modernidad (que llega hasta su amor por los escritores del 98), supuso un alto ejemplo para quienes comenzábamos a escribir. Liberalidad, pues, y universalismo, evidentes, sobre todo en aquellos años mallorquines de madurez creadora. Tiempo también muy fecundo para que él le sacara todo su jugo a esa "sobrecogedora cuartilla en blanco" a la que él aludió.

Escritores y pintores -los del exilio y los de España-, las culturas castellana, catalana e hispanoamericana, su sensibilidad hacia los artistas internacionales y hacia los jóvenes creadores españoles, laten en todos los números de su revista, en unos años -insisto- nada fáciles. Y siempre con ese ejemplo de generosidad que sólo proporciona la literatura y la amistad de sentido verdadero.

Leer otros capítulos

1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía

Es ya mi sueño un sueño de ceniceros agrios;

Castrados calendarios o relojes sin cuerda;

Ojos desorbitados hacia amadores perros;

Siluetas en negro; señoritas amargas

Con las medias caídas y corsé de ballenas;

Libros sucios de huellas dactilares de enfermos;

Misivas azuladas y un timbre que nos parta...

Es muy triste mi sueño que ni siquiera es sueño.

Que es un cactus tragado con la tierra alevosa

Como tragan los niños pequeños de los pueblos

Los escabrosos golpes que les pegan sus madres.

Que es un cactus tragado con odio y con desprecio

En el atardecer que ardieron gargantas y abedules

Que alumbraron tan fuerte como si ardieran versos.

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