El Cultural

Aquellos años cuarenta

17 enero, 2002 01:00

En la muerte de Camilo José Cela

El día en que se pierde para siempre a un amigo es humano recordar, con toda la viveza de que seamos capaces, algún momento pasado en su compañía de la que no podremos disfrutar nunca más. El día en que muere un escritor cuya obra hemos frecuentado, puede que alguno de sus títulos, de sus párrafos, de sus personajes o de sus versos, contribuya a hacernos presente todavía su figura, aun sabiendo que no cabe esperar de su pluma ninguna obra más.

Para mí es muy difícil hablar de Camilo, muy difícil, porque han sido tantos años de trato, de trato cercano. él lo ha escrito en algún sitio, probablemente en alguno de los prólogos (preciosos) que ha hecho para varios de mis libros: "Somos amigos desde la refrescante edad de los 17 años y, en contra de las costumbres de España, no hemos regañado nunca". Y es verdad. Nos encontramos en aquella nueva Facultad de Filosofía y Letras en el año 34, como palominos atontados, los primeros días, sin saber adónde mirar, buscando por los carteles de la facultad, por los anuncios de las paredes, a ver si encontrábamos algo que nos ayudase a saber qué podía ser de nosotros. Camilo nunca hizo los cursos con seriedad, iba a los que le apetecía y creo que ni siquiera se había matriculado. él se había matriculado en Derecho, que era lo su padre quería, y que no llegó a terminar. Camilo tenía una personalidad muy acusada y, en aquellos tiempos, todavía una personalidad acusada era motivo de cierto escándalo. Tenemos la misma edad, somos del año 16... él, Buero y yo. Yo soy el más viejo, el primero, y no le perdonaré nunca que se haya muerto antes. Camilo andaba ya muy mal, cuando me enteré de que le habían ingresado pensé: esto no lo supera; no por él sino por la edad. Con la edad todo se estropea, todo se gasta. Hay una copla andaluza preciosa que me viene hoy a la cabeza: "Vela que mucho arde se gasta, pluma que mucho escribe se rompe, el corazón que mucho quiere o se consume o se gasta o de sentimiento muere".

Camilo ha supuesto en la vida de la literatura española algo sencillamente extraordinario. En aquellos años éramos felices por completo, teníamos el mundo por delante y estaba lleno de buenas respuestas para todo, todos teníamos nuestros planes. Camilo hablaba sobre todo de su poesía: "Pisando la dudosa luz del día", etc. Como todo joven que escribe, él estaba orgullosísimo de su poesía; Camilo tenía ese halo de importancia, de superioridad que tienen los que se saben diferentes, pero envuelto en su frescura, su desenvoltura, su curiosidad por todo. Es el tipo claro, como los grandes clásicos, de formación en la calle, no en las aulas, no en los libros, ni en los seminarios sesudos, sino en la gente. Yo he aprendido mucho más del vivir, de la ciencia, del convivir en las tabernas de los pueblos cuando hacía mis campañas dialectales, que en todos los años derrochando saber con los filólogos europeos, a cual más pesado... Por aquel entonces, la primavera no sólo nacía el 21 de marzo sino que "era del año la estación florida, en que el mentido robador de Europa" (Soledad primera de Góngora). A la clase de Pedro Salinas era a la única a la que Camilo iba con regularidad.

Pero llegó el año 36. Cuando empezó la guerra yo estaba preparando mis ejercicios de licenciatura, Camilo ya andaba con sus versos y sus narraciones para ya y para acá, escribía cositas en algún periódico. Yo tenía todo preparado para irme a Frankfurt ¡nada menos! Y de pronto todo eso, todo, se convirtió en humo. Somos una generación que hemos visto lo más esperanzador y más rico de nuestra juventud destrozado de la noche a la mañana con saña, con odio, con el manejo por los tontos y los bandidos de los que tantos tenemos, y que aún muchos están en ejercicio de esa profesión.



Cuando la guerra se acaba vemos que el país no responde a nada de lo que queríamos ser y de lo que éramos. Europa entera nos deprecia aprovechando la circunstancia política. Los países pagan su historia y nosotros la hemos pagado y muy cara. Lo cierto es que un grupo de jóvenes españoles, sin estar de acuerdo en nada, decidimos volver a trabajar en lo nuestro y en muy pocos años, al otro lado de los Pirineos, se volvió a hablar con respeto y con curiosidad, con pasión incluso, de España, de la vida cultural española. Y la novela le tocó a Camilo o él escogió ese sendero. Julián Marías, que tuvo en la universidad el percance más grotesco que se ha dado en la historia de la Universidad española, logró que se volviera hablar de filosofía; Blas de Otero no pidió en vano la palabra en sus versos; se volvió a hablar de teatro con la Historia de una escalera, de Buero, que en el fondo estaba más cerca de Benavente que del camino futuro del teatro...

Lo primero fue la polémica y el jaleo en torno a La familia de Pascual Duarte, con aquella edición de Burgos que tantos problemas le dio hasta que logró recuperarla; porque primero se le edita como a un loco que nos va a justificar que la editorial marche y luego se daban de puñetazos porque no se vaya. Entonces nos veíamos muy poco, sólo de cuando en cuando, porque yo estaba ya más fuera de España que dentro. La familia de Pascual Duarte fue atacada por la piedad y la ñoñería colectiva: no pueden soportar a un hombre que mata a medio mundo, aunque en el fondo lo que hace el pobre Duarte es suicidarse. Y el episodio de la jaca asesinada a puñaladas, ¡eso les sacaba de quicio! Entonces había que ver aquellas películas sonrosadas, con muchos oficialitos jóvenes, con mucha gloria... Todos los países tienen una época en su historia que podemos llamar el período del tonto y aquel fue el nuestro. Como dijo en una ocasión aquel hombre estupendo que fue el general Gutiérrez Mellado: la represión franquista fue larga, cruel y estúpida, sobre todo estúpida.

En el campo de la novela teníamos varios nombres, digamos, de cabecera: existía ya la dictadura de los noventayochistas, y digo dictadura porque había que contar siempre con Don Miguel de Unamuno, con Azorín, con Baroja, había que contar con Pérez de Ayala, con Gómez de la Serna... Pero todo eso nos quedaba muy aldeano, ya leíamos a Proust, a Joyce (antes que la misma Inglaterra donde estaba prohibido) y a John Dos Pasos, aunque los teníamos que leer en francés.

Por supuesto que acceder a todos estos libros en los años cuarenta en España costaba trabajo, pero quien quería leerlo lo leía, había sitios donde encontrarlos. El universitario de nuestro tiempo era un muchacho de familia no pudiente pero sí de buen pasar, de formación educada, de raigambre intelectual. Y siempre se tenía un amigo en Francia o en Suiza que mandaban lo que les pedían. Cuando recibíamos un envío de este tipo había que ir a un sitio especial en Correos a buscarlo; allí abrían en paquete delante de uno y una señorita flaca y alta que debía tener las potencias del Espíritu Santo en las manos era la que decía esto pasa y esto no pasa. Cuando decía "no pasa" nunca era por razones literarias, siempre era porque el libro en cuestión le olía a economía, a milicia... La censura era un cuerpo de majaderos que cobraban por libro leído.

Y se fueron sucediendo las novelas de Camilo, Pabellón de reposo, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes, y cuando salió La colmena fue cuando yo escribí un librito sobre Camilo que también, por multitud de cosas estuvo más de tres o cuatro años detenido, de aquí para allá, de una editorial a otra... Esto da idea de lo que ocurría entonces. En la misma época publiqué un cuento en "ínsula" donde se hablaba de uno de aquellos concursos ridículos de la televisión primeriza donde yo hablaba de una "emoción que le subía desde el ombligo hasta los sobacos". Me lo censuraron y la explicación del censor fue que una persona como yo, catedrático y demás, no podía emplear las palabras obligo ni sobaco. Las pegas que le ponían a La colmena eran de ese tipo. Pero censuras aparte, uno de los grandes méritos de La colmena fue que volvió a sacar a la luz la lengua urbana popular: igual que habla el funcionario, el jubilado, los tertulianos del café, el guardia, la planchadora, el hombre de sexualidad dudosa. Y volvimos a tener literatura. Hoy, medio siglo después de su aparición, veo a todos los personajes de La colmena tan conflictivos, tan distintos, tan asustados de sí mismos, tan ansiosos y, al mismo tiempo tan temerosos de vivir, los veo sobreseidos. Yo me fui de España en el año 47 o 48 a dirigir el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, y fue precisamente en Argentina donde Camilio publicó la tercera edición de Pascual Duarte (ya prohibida en España) y la primera de La colmena (también censurada), en una colección de Emecé, que allí se vendía muchísimo. El lector argentino entonces estaba muy por encima del español, primero no había tenido las convulsiones nuestras, había seguido leyendo toda la literatura norteamericana, la francesa. Era gente mucho más propensa a entender La colmena que cualquier otro.

La novela de Camilo José Cela se seguirá leyendo, no sólo como documento testimonial sino también como criatura artística de grandes vuelos. Camilo siempre tuvo mucha fe en mí y yo se lo agradezco horrores. Pronto estaré allí con él y charlaremos de muchas cosas de las que hace tiempo que no hablamos...

Alonso ZAMORA VICENTE

Leer otros capítulos

1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía

Es ya mi sueño un sueño de ceniceros agrios;

Castrados calendarios o relojes sin cuerda;

Ojos desorbitados hacia amadores perros;

Siluetas en negro; señoritas amargas

Con las medias caídas y corsé de ballenas;

Libros sucios de huellas dactilares de enfermos;

Misivas azuladas y un timbre que nos parta...

Es muy triste mi sueño que ni siquiera es sueño.

Que es un cactus tragado con la tierra alevosa

Como tragan los niños pequeños de los pueblos

Los escabrosos golpes que les pegan sus madres.

Que es un cactus tragado con odio y con desprecio

En el atardecer que ardieron gargantas y abedules

Que alumbraron tan fuerte como si ardieran versos.

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