El Cultural

También era un poeta

17 enero, 2002 01:00

Fot. de José AYMÁ

En la muerte de Camilo José Cela

Cela no era lo que suele llamarse "un poeta", pero la poesía le era menos ajena que afín. La veía -creo- a una cierta distancia y con más desconfianza que desdén. En su juventud la había cultivado y hasta se podría decir que en ella hizo su primera etapa que fue -y él lo sabía- menos a caballo que a pie. A caballo fue su paso por las oriflamas de los ismos, que a él le interesaron no en lo que tenían de reflexión teórica sino en lo que suponían de postura extremada y de exageración. Cela en realidad fue un expresionista que, trasnochando a veces en los últimos bares de un ya periclitado gongorismo, se sentía atraído por el mundo de ensoñaciones tragimágicas que suele haber en el transfondo más oscuro de lo surreal.

El título de su libro Pisando la dudosa luz del día es un verso de Góngora, pero Cela no fue ni es un tardío epígono de la llamada "Generación del 27". Cela es -y esto se nota en todo cuanto ha escrito- un autor de la generación del 36, y, dentro de ella, el máximo representante de lo que se denominó el tremendismo: una versión hispánica y sui generis del expresionismo de raíz alemana, pasado por la sartén, el aceite y los huevos fritos de Valle-Inclán. Cela quiso iniciar su navegación, bajo la dudosa y parpadeante luz de Luis de Góngora, pero quien lea la imponente totalidad de sus escritos verá en él las sombras de Quevedo y de Goya, la España negra de Verhaeren y Regoyos, los esquinados y bizarros tipos de Gutiérrez Solana, y, reuniéndolos a todos, la rosa del sanatorio del más esperpéntico Valle-Inclán. Toda la obra de Cela -y, por supuesto, la poética- llevan denominación de origen de Valle-Inclán. Nadie vale lo que vale Valle -escribió Valente-, y tenía razón, como ha demostrado no hace mucho, en un precioso y excelente libro, Paco Umbral. Cela lo sabía y, por eso, saltó hacia él por encima del barroco vanguardista-impersonal del 27, reanimó y revitalizó la más violenta versión del esperpento y extrajo una galería de tipos, más que de fantasmas, que iban sueltos por la realidad. A Valle debe Cela también casi todos los tonos y timbres de su lengua y, si se apura, casi toda su contundente ideación lingöística y su no menos productiva fábrica de acuñación verbal. Cela fue un titiritero de la lengua que se subía a ella no necesariamente por el tronco y que recorría la cara norte de las más acidas y sacudidas ramas. En esta exploración de los pasadizos ocultos de la realidad y del lenguaje está tal vez el Cela mejor, que no es -y se sabe ya- el poeta, aunque el poeta que siempre hubo en Cela es quien sostiene la compleja y precisa maquinaria que hay en los sótanos de esa conciencia y consciencia literarias que parece no contenerse sino derramarse en el cauce de su fácil fluir. Más habla que propiamente lengua, la escritura de Cela puede definirse como él mismo la calificó: como "una farsa de muy tibias misericordias", como una visión despiadada y más feroz aún que la de Valle-Inclán. Este aspecto de farsa apunta ya en su inicial labor poética y con tanta fuerza que nunca lo abandonará.

Su primer libro podría interpretarse no como un tardío homenaje a un muy determinado Góngora sino como una parodia y una farsa de un modo de escritura y de un estilo en sí. El interés de Pisando la dudosa luz del día está tal vez en leerlo no desde la perspectiva damasoalonsina o lorquiana sino desde otra que, más que a la inmanente belleza del lenguaje, atiende a lo que hay al otro lado del disfraz: al horror que lo nutre y a la sinrazón misma que lo acompaña.

Cela no fue un humanista, y su poesía difícilmente puede considerarse inscrita en un algún modo de clasicismo cultural. La tradición de Cela -lo he dicho ya, pero conviene repetirlo- no es la de Grecia ni la de Italia ni la de Roma: es la del expresionismo de raíz germánica pasado por la corrosiva batidora del más implacable y arbitrario Valle-Inclán. Valle había hecho esperpento no sólo en Luces de Bohemia sino en sus poemas, algunos de los cuales Cela, en verso o en prosa, continuará. Su poesía, pues, es expresionista y farsesca en versión gallega y nacional: no importada sino distorsionada como suele serlo también nuestra contradictoria historia y como suele serlo nuestra desajustada y disparatada realidad. La poesía la - o lo- abandonó muy pronto, pero lo mejor de todo cuanto hizo tiene su origen en ella y ahí. Se explica, pues, su amistad con los garcilasistas y con García Nieto, al que siempre se mantuvo fiel. Se entiende así también su apoyo a otros poetas -Aleixandre, Alberti, Dámaso...- a los que dedicó importantes números de su revista Papeles de Son Armadans, con cuyo cuño editorial publicó también una interesante colección de poesía. La última vez que coincidí con él -que fue la única y, por lo tanto, la primera- despotricó de los poetas: "En España sobran los poetas" -me espetó. Era un ataque indirecto a Alberti, con el que acabada de tener una estrepitosísima agarrada. Camilo José Cela fue un poeta en páginas infieles que, pese a haber escrito poco verso, nunca lo dejó de ser. Pisando la dudosa luz del día ha de leerse en clave farsesca, paródica e irónica. Se verá así otra cosa y acaso bastante mejor.

Leer otros capítulos

1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía