Mi abuela usaba como costurero una caja de galletas de mantequilla que mi hermana mayor le trajo de un viaje a Londres. Yo sabía que esa caja sólo contenía hilos y agujas, pero cada vez que abría el mueble de su cuarto de costura, me abalanzaba a aquella caja de hojalata pensando encontrar galletitas. Era un autoboicot que perpetraba una y otra vez, porque aferrarme a la mínima esperanza de que allí hubiese alguna galleta compensaba en ilusión el alto porcentaje de fracaso que encerraba esa acción. En el fondo, sabía que allí, como había ocurrido las últimas cien veces que había abierto aquella caja, sólo había hilos, pero ¿y si alguna vez cambiaba mi suerte?

Para mi abuela ver esa caja de galletas era distinto: cada vez que la abría, se acordaba del sabor de aquellas pastas y de que se las trajo su nieta, la primera de la familia en irse al extranjero.

Mi madre tiene un elefante pequeño de cerámica que le trajo de Inglaterra mi hermana mediana. Y dentro de ese elefante había té Ceylan. Un día, mi abuelo vio que aquella figura tenía un taponcito de plástico, lo abrió, y descubrió unas hierbas secas y negras que él confundió con tabaco de liar. Contento, como yo cuando veía la caja de galletas de la abuela, sacó su papel y se hizo un cigarrillo. Mis hermanas y yo nos reímos mucho cuando le dijimos que aquello no era para fumarlo, sino para beberlo. La bajona le cambió la expresión. Qué chasco, qué decepción.

Para mi madre aquel elefante significa el viaje de mi hermana; para nosotros, el cigarrillo fallido del abuelo.

Todos los años los Reyes Magos me traían una caja de Ferrero Rocher. Los contaba una y otra vez y tratando de dosificar aquel manjar me proponía comerme sólo uno al día. A mi pesar me los acababa rapidísimo, porque mi ansia siempre ha sido más grande que mi voluntad. Cuando me los acababa, guardaba la caja en la que venían, le pegaba pegatinas y la usaba durante todo el año para meter mis pulseras de hilo. Entonces, cuando veía aquel envase customizado lo que contaba eran los días para los siguientes Reyes, así que me hacía mucha ilusión ver esa caja cada vez más desgastada.

Un amigo guardaba los corchos de los vinos que bebía en las ocasiones especiales. Llenó una damajuana con corchos que nunca revisaba, pero con sólo mirar aquel montón de tapones aparecían como flashes muchos momentos, cenas, viajes y compañeros de juergas.

Le he copiado parcialmente esa idea. Escribo en algunos corchos la fecha y con quién me tomé ese vino, el por qué o el nombre de la ciudad donde lo bebí, pero yo no tengo un lugar fijo para guardarlos. Así que aparecen por sorpresa al meter la mano en el bolsillo de un abrigo o vaciar algún bolso. Y en los sitios y momentos más inesperados, aparece el recuerdo de ese último cumpleaños, aquella cena en Aponiente o el primer día de vacaciones en Atenas. Como flashes que me alegran el día, como cuando te encuentras por la calle a un amigo al que hace tiempo que no ves.

Tengo como florero una botella de fino en rama de Bodegas Obregón. Me gustó la botella, completamente transparente, con una etiqueta blanca donde pone González Obregón, una dirección completa de El Puerto de Santa María y “Fino Rama”, en mayúsculas. La etiqueta se me rompió un poco mientras me bebía el vino, lo que hace esa botella aún más especial, está bebida y vivida.

Me gustó ese envase por lo antibotella de vino que es, ahora, que todas las bodegas pretenden hacer virguerías de diseño en la etiqueta, ilustraciones, tipografías... Pero, sobre todo, guardo esa botella porque me recuerda a mi amiga Carol, que me la regaló un día por sorpresa a poco de conocernos. Y porque ese lugar, Bodegas Obregón, para mí es ella y un buen resumen de El Puerto de Santa María: vino, autenticidad y amistades que se forjan.

Y porque cada vez que miro esa botella, que ahora es un florero, encuentro escrito el nombre del lugar al que siempre quiero volver, El Puerto de Santa María.