Karlos Arguiñano lleva décadas siendo un referente de la cocina española. Sus programas de televisión, sus libros y su particular sentido del humor lo han convertido en uno de los cocineros más queridos dentro y fuera del país. Sin embargo, detrás de esa imagen cercana hay también un chef que conoce muy bien las luces y sombras del prestigio gastronómico.
Pocos recuerdan que, antes de convertirse en un icono televisivo, Arguiñano logró en 1986 la ansiada estrella Michelin con su restaurante de Zarautz. Un reconocimiento que en aquel momento lo situaba en la élite de la cocina vasca, pero que apenas cinco años después perdió de manera inesperada.
El propio cocinero ha contado en varias ocasiones que la retirada de la distinción se debió a su salto a la televisión. En 1991, su desembarco en la pequeña pantalla no fue bien visto por los críticos gastronómicos de la época. La idea de un chef frente a las cámaras chocaba con la visión purista de quienes consideraban que la alta cocina debía mantenerse alejada del espectáculo mediático.
"Cuando entré en televisión me la quitaron", ha reconocido Arguiñano en distintas entrevistas. Una decisión que le dolió, pero que con el tiempo acabaría viendo desde otra perspectiva.
La estrella como carga
Para el cocinero vasco, el galardón, más que un premio, se convirtió en una losa. "Con la estrella Michelin se vive más pendiente de la visita del inspector que del cliente", asegura. Según su visión, esa presión constante hacía que el restaurante girase alrededor de una evaluación externa en lugar de centrarse en la experiencia de quienes realmente sostenían el negocio: los comensales.
La crítica a la guía francesa ha sido constante en su discurso. Arguiñano considera que un inspector puede tener conocimientos, pero que una sola visita no refleja de manera justa la realidad de un restaurante. "El inspector puede comer mucho, pero igual no sabe de cocina. Lo normal sería que viniera varias veces al mes antes de poner una nota", ha señalado en más de una ocasión.
Con el paso de los años, su visión se ha reforzado al ver cómo muchos de sus colegas sufrían la presión de mantener el reconocimiento. "Que lo sepa todo el mundo: todos los que tienen estrella se ganan la vida fuera de sus restaurantes. Es que no es negocio", afirma.
El negocio real de los grandes chefs
La reflexión de Arguiñano no es aislada. Otros cocineros españoles de prestigio han reconocido que las estrellas Michelin, aunque aportan fama y prestigio, no garantizan rentabilidad. Los costes de personal, producto y servicio se disparan en cuanto llega la distinción, mientras que el número de clientes no aumenta de forma proporcional.
Según el chef vasco, grandes nombres como Berasategui, Arzak, Subijana, los hermanos Roca o Ferran Adrià han tenido que buscar ingresos en asesorías, colaboraciones con hoteles o proyectos paralelos para sostener sus negocios. La estrella, lejos de ser una garantía económica, exige inversiones continuas en calidad, infraestructura y personal que en muchos casos no se compensan con el precio del menú.
Arguiñano lo resume con claridad: "Con esos restaurantes es muy difícil ganarte la vida. Tienes que asesorar a hoteles, cadenas o abrir otros locales para poder mantenerlos".
El precio de la excelencia
Tener una estrella Michelin implica un nivel de exigencia casi imposible de sostener a largo plazo. No basta con cocinar bien. Hay que ofrecer la mejor materia prima, multiplicar el número de camareros por servicio y cuidar hasta el mínimo detalle de la vajilla y la mantelería.
Además, las bodegas deben actualizarse para responder a los paladares más exigentes, lo que implica grandes inversiones. Aunque en teoría se puede subir el precio del menú para compensar, la realidad es que la clientela de un restaurante estrellado rara vez llena las cuentas al final del mes.
De hecho, son numerosos los chefs que han decidido renunciar a sus estrellas para recuperar libertad creativa y una gestión más sostenible. Dani García, por ejemplo, confesó que con dos estrellas no llegaba a fin de mes, y Dabiz Muñoz, pese a mantener DiverXO como buque insignia, ha sufrido problemas de liquidez.
Arguiñano, un pionero en televisión
El caso de Arguiñano fue singular. Su entrada en televisión, que en los 90 se interpretó como una falta de compromiso con la alta cocina, terminó siendo la clave de su éxito y su estabilidad económica. Lo que en su momento le costó la estrella Michelin se convirtió en el camino que lo llevó a millones de hogares y a una carrera sólida fuera de los vaivenes de la guía francesa.
El chef no reniega de lo vivido, pero reconoce que la pérdida de la estrella le permitió comprobar que la cocina podía entenderse de otra forma: cercana, accesible y rentable. En lugar de centrarse en complacer a un inspector, decidió hablarle directamente a los clientes y a los espectadores.
Hoy, su restaurante sigue en funcionamiento, y él insiste en que "se come mejor" que en los años de la estrella. Con un estilo más relajado y adaptado a lo que realmente buscan los comensales, Arguiñano demuestra que se puede tener éxito sin depender de los galardones más codiciados.
La otra cara del prestigio
El debate sobre la rentabilidad de las estrellas Michelin sigue abierto. Lo que para algunos cocineros jóvenes es un objetivo vital, para otros veteranos se ha convertido en una carga difícil de sostener. El caso de Arguiñano refleja esa tensión entre el prestigio y la viabilidad económica.
Su experiencia anticipó una realidad que hoy se repite: muchos chefs optan por proyectos más pequeños, informales y rentables, en lugar de perseguir reconocimientos que apenas dejan margen de beneficio. Otros, directamente, utilizan la proyección que les da la estrella para diversificar ingresos en televisión, marcas o asesorías.
Arguiñano, que no teme hablar alto y claro, defiende que el verdadero éxito está en el cliente que disfruta del plato, no en el crítico que pasa una sola vez por el comedor.
Una lección de vida
A sus 76 años, el cocinero vasco no necesita medallas para validar su trayectoria. Su estrella Michelin fue un hito en 1986 y su pérdida en 1991 marcó un punto de inflexión. Pero lo que vino después —una carrera mediática y una conexión única con el público— ha demostrado que la cocina es mucho más que guías y reconocimientos.
"¿Se me ha olvidado cocinar o qué? ¡Para nada!", bromea aún cuando recuerda aquella época. Lo dice con la seguridad de quien ha sabido mantenerse vigente durante décadas, demostrando que la pasión por cocinar y compartir pesa más que cualquier galardón.
Hoy, lejos de la presión de las guías, Arguiñano disfruta de la libertad de hacer lo que mejor sabe: cocinar, entretener y llegar a la mesa de miles de personas cada día. Una lección que, quizás, vale más que cualquier estrella.
