Las promesas de la política española mueren jóvenes. Es la única verdad transversal de estos tiempos convulsos, donde señalar estadistas futuros es una sentencia. Hemos visto abandonar a Pablo Iglesias, Albert Rivera, Pablo Casado, Inés Arrimadas, Juan Lobato o Íñigo Errejón. En todos ellos, sus partidos pusieron la juventud y la esperanza en algún momento de su fulgurante pero efímera trayectoria. Promesas a izquierda, centro y derecha que apuntaron tan alto y tan rápido que terminaron trituradas por la perversa realidad, como las estrellas de rock de los ochenta. Esta etapa cainita de la política no está hecha para jóvenes, porque solo se aprende a sobrevivir a las siglas con el tiempo.
La retirada de Juan García-Gallardo confirma esta teoría, aunque en su caso se hubiera erigido como triste esperanza verde (valga la paradoja, el oxímoron y la redundancia) más bien por escasez de alternativas que por méritos propios. Vox es un partido vertiginosamente vertical, donde existe una caída libre entre Santiago Abascal y el suelo. Su centralismo es absorbente y marcial. Todo empieza y acaba en Madrid. Todo empieza y acaba en Abascal.
Por ese motivo, aquella primera victoria en Castilla y León, donde Vox fue decisivo para formar gobierno con el PP y que acabó en el primer ejecutivo de coalición entre ambos, con Gallardo como vicepresidente primero de la Junta y de la extrema derecha española, fue posible solo aquella noche electoral en la que Abascal consagró a Gallardo príncipe de Castilla (para León ya está Carlos Pollán) con los votos aún calientes.
Nunca sabremos si Juan García-Gallardo tuvo alguna vez un proyecto para Castilla y León más allá de la demagogia y las consignas. Falto de ideas realizables y con un estrechísimo poder ejecutivo, consecuencia del astuto reparto de competencias que acabó firmando con un PP que conoce demasiado bien la fontanería de las instituciones, aprendió a ganarse titulares a base de irritantes estridencias. Nada más allá que fuegos de artificio para excitar a la militancia y alterar a los rivales. Siempre quise convencerme de que ni siquiera él se creía sus propios desmedidos exabruptos. El resto es historia, barbaridades y desencuentros, dentro y fuera del Consejo de Gobierno, que le fueron arrinconando cada vez más al fondo más oscuro de la derecha.
El liderazgo único de Vox nunca le permitió ni a él ni a ninguno de sus procuradores en las Cortes desarrollar una estrategia propia en un partido donde, hasta para conceder una entrevista, hay que pedir permiso a Madrid. Pactó porque había que pactar y rompió porque había que romper, incluso quizá sabiendo que conducía a los suyos a la irrelevancia política. Disentir es de progres.
En su comunicado de despedida, Gallardo acusa a Vox de falta de pluralismo, exceso de oligarquía y de fanatismo. Al menos en este puñado de años ha aprendido a definir con bastante exactitud al que hasta ayer era su partido. Queda Vox descabezado y desconocido cuando amenazan elecciones autonómicas. No importa demasiado para quienes ponen al mesías Abascal hasta en el lado bueno de los carteles de las municipales.
Siempre le han faltado (o sobrado) líderes a Vox. Tanto que un joven gris, lánguido y añejo llamado Juan García-Gallardo estuvo aquí a punto de serlo.