Miguel Tellado, en Tarazona PP de Aragón
Insultos, desconfianza y abstención
España consiguió un sistema político pluralista y estable, con instituciones que garantizan la celebración periódica de elecciones, el respeto a las libertades civiles y un marco constitucional homologable al de cualquier democracia europea. Sin embargo, la ciudadanía española ha mostrado históricamente un nivel de confianza institucional inferior al de otros países europeos. Esto creó un campo de cultivo para el desencanto, la abstención y, en los últimos años, para el ascenso de opciones populistas de extrema derecha.
La desafección política en España tiene raíces estructurales. En primer lugar, los casos de corrupción en partidos tradicionales, visibles desde la década de 1990 y con mayor virulencia tras la crisis financiera de 2008, deteriorando la imagen de la clase política. En segundo lugar, la incapacidad de los gobiernos para responder con eficacia a problemas como la precariedad laboral, el paro juvenil o la crisis territorial catalana ha alimentado la percepción de ineficacia institucional. Según datos del CIS, “los políticos y los partidos” figuran de manera recurrente entre las principales preocupaciones de los españoles, por encima incluso de problemas materiales como la economía o la vivienda.
Este desencanto se ha visto amplificado por un estilo de comunicación política basado en la confrontación. En el Congreso de los Diputados y en los platós televisivos, la descalificación personal y el insulto han sustituido en gran medida al debate programático. Desde una perspectiva politológica, este fenómeno puede entenderse como una dinámica de polarización afectiva, en la que lo relevante no es tanto la distancia ideológica entre los partidos, sino el nivel de hostilidad hacia el adversario. El “otro” deja de ser un competidor legítimo y pasa a ser un enemigo moral al que hay que derrotar.
Las redes sociales, además, han intensificado este proceso. Twitter, TikTok o Facebook no solo sirven como altavoz, sino que lo incentivan, los mensajes incendiarios, los insultos y las descalificaciones reciben más atención que los discursos propositivos. Este ciclo retroalimenta la espiral de negatividad: los políticos insultan porque saben que funciona, los medios lo replican porque genera audiencia, y los ciudadanos perciben la política como un espectáculo estéril. La consecuencia es clara: crece la abstención entre quienes se sienten defraudados y aumenta la tentación de optar por discursos populistas que prometen “mano dura” y “sentido común”.
En este contexto, la extrema derecha española ha capitalizado el descontento. Su narrativa encaja perfectamente en el clima de deslegitimación: “los partidos de siempre” son corruptos, las instituciones están capturadas por élites progresistas y el Estado es incapaz de defender la soberanía nacional. El discurso de la confrontación, lejos de desincentivar su apoyo, lo potencia, porque Vox se presenta como la única voz que “dice lo que los demás callan” frente a un sistema supuestamente degradado. Desde la ciencia política, esto puede interpretarse como un caso de populismo de derecha extrema, donde la polarización no solo se basa en cuestiones económicas o sociales, sino en una narrativa identitaria y excluyente.
La paradoja es que el clima de insulto y descrédito que practican también los partidos tradicionales, lejos de frenar a la extrema derecha, la termina favoreciendo. Cuanto más se generaliza la idea de que “todos son iguales”, más fácil les resulta para presentarse como alternativa antisistema. Y, en paralelo, más ciudadanos optan por la abstención, debilitando la representatividad del sistema y reforzando la voz de quienes sí participan, normalmente los sectores más movilizados ideológicamente.
El reto para la democracia española, por tanto, es romper este círculo vicioso. No basta con apelar a la responsabilidad cívica del voto: es necesario reconstruir la legitimidad del sistema mediante una mejora de la calidad deliberativa, una mayor rendición de cuentas y un compromiso político con la búsqueda de consensos básicos. Desde la perspectiva de la teoría democrática, se trata de recuperar elementos de democracia deliberativa (Habermas) y de confianza institucional (Putnam), es decir, generar espacios donde el ciudadano perciba que su participación importa y que la política no se limita a un combate dialéctico entre rivales irreconciliables.
España se encuentra, como otras democracias europeas, en una encrucijada: o bien se refuerza la capacidad de las instituciones para canalizar el malestar social a través de cauces inclusivos y constructivos, o bien el desencanto seguirá erosionando la confianza ciudadana, favoreciendo la abstención y otorgando más espacio a las opciones autoritarias y excluyentes. La democracia española no está en riesgo inmediato de colapso, pero sí enfrenta un desafío profundo: recuperar la dignidad del debate público antes de que el ruido y la desafección acaben con ella.