Así ha quedado una calle de Paiporta (Valencia), una de las localidades más afectadas por la DANA.
¿Y si pudiéramos denunciar a los políticos como a las empresas?
¿Y si las leyes de protección al consumidor también protegieran a los votantes?
En nuestra vida cotidiana, estamos rodeados de reglas y leyes que buscan proteger nuestros derechos y garantizar que las relaciones comerciales sean justas y transparentes. En España, las leyes de consumo exigen a las empresas que cumplan lo que prometen. Si no lo hacen, pueden ser sancionadas, multadas o incluso obligadas a compensar al cliente. Esto genera confianza y evita abusos.
Pero, ¿qué pasaría si aplicáramos ese mismo principio a la política?
La política, al igual que el mercado, se basa en una relación de confianza. El ciudadano “compra” una propuesta electoral con la esperanza de que se traduzca en políticas públicas. No se espera que los programas se cumplan al 100%, porque la realidad cambia y la política exige adaptarse.
Pero sí debería esperarse un mínimo de coherencia, sentido común y responsabilidad en la gestión del poder. Hoy, la desconfianza ciudadana en los políticos y las instituciones se ha convertido en un fenómeno generalizado. Y no es casualidad.
No se trata de obligar a los políticos a cumplir literalmente cada línea de su programa —eso sería un absurdo jurídico—, pero sí de establecer mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Políticos que incumplen funciones básicas, actúan con negligencia o utilizan el poder con fines partidistas, rara vez enfrentan consecuencias. Y eso, en un Estado democrático, debería alarmarnos.
Situaciones como la gestión del Covid, la Dana o El Gran Apagón han evidenciado una preocupante desidia institucional en aspectos esenciales para la ciudadanía.
¿Imaginamos qué ocurriría si una empresa vendiera un producto prometiendo una función que luego no cumple? Sería denunciada, sancionada y obligada a resarcir al afectado.
Sin embargo, si un político promete o gestiona creando el caos al olvidar su responsabilidad y el sentido común más básico, no existe una vía clara para exigirle cuentas. Más allá del desgaste electoral —cuando lo hay— o del juicio difuso de la opinión pública, el votante queda desprotegido.
Esto no significa que debamos judicializar la política en cada decisión, ni que cada giro en la acción de gobierno deba acabar en los tribunales. La política exige margen de maniobra, negociación y adaptación a contextos cambiantes. Pero sí podemos imaginar formas más robustas de rendición de cuentas: mecanismos más transparentes, auditorías ciudadanas, y evaluaciones de las consecuencias reales. Cuando se demuestra mala fe, negligencia o manipulación deliberada, aquí sí, respaldados por un marco legal claro.
Dos de los aspectos más preocupantes son, por un lado, el ineficiente mantenimiento del tejido físico y estructural que sostiene el propio Estado; y por el otro, la utilización partidista de los canales institucionales, con información sesgada, contradictoria o directamente falsa.
En el mercado, esto se consideraría fraude en la calidad del producto y publicidad engañosa. En democracia, ambos deberían ser considerados un fraude político.
La desconfianza en la política no es un accidente. Es la consecuencia directa de una estructura que no protege al votante frente al abuso, la manipulación o la desidia.
Y del mismo modo que, hace décadas, los consumidores empezaron a organizarse y lograron cambios legislativos que equilibraron su posición frente a las grandes empresas, quizás ha llegado el momento de que los ciudadanos exijan un nuevo contrato democrático más riguroso.
Porque si algo nos enseña la historia es que los abusos no desaparecen por sí solos. Se combaten con reglas claras, con organismos eficaces y con sanciones reales. En política, esa tarea está aún pendiente.
Y mientras no se aborde, seguiremos atrapados en un ciclo degenerativo de promesas vacías, desilusión cívica y creciente abstención.
Desde aquí, propongo una medida de prevención sociosanitaria previa:
Que aquél político que "toque poder", o al menos dinero, como mínimo, debe pasar el equivalente a cualquier psicotécnico de una empresa privada que necesita velar por sus propios intereses, que, en este caso, son los de todo el conjunto.
Si protegemos nuestros derechos como consumidores, ¿no deberíamos proteger aún más nuestros derechos como ciudadanos?