Sucedió hace unos días, y fue bonito mientras duró.

Aún estaba reciente la polémica por un artículo de El País en el que Antonio Navalón vertía cangilones de rencor sobre los millenials, esa generación de nacidos entre 1980 y 2000 que no sabe nada, no hace nada, se tira todo el día en el móvil, etc. A pesar de la merecida candela que Navalón recibió por tan banal escrito, la polémica confirmó que no existe generación con tan mala prensa como aquella a la que, presuntamente, pertenezco.

Pero entonces un amigo del colegio me envió un artículo que abría puertas a la esperanza. Prestigiosos investigadores de universidades anglosajonas habían descubierto -como si se tratara de una vacuna o un nuevo planeta- una nueva generación: los xennials. Los xennials serían el simpático puente entre la Generación X y los millenials, aquellos que dieron sus primeros pasos en el mundo analógico pero que, además, eran lo suficientemente jóvenes cuando llegó el mundo digital como para sentirse cómodos en él.

Leí aquel artículo con el ansioso placer del reconocimiento, el sí… así es… yo también… de quien descubre que no está solo, que en realidad somos muchos y estamos organizados. No había una sola característica generacional de los xennials (el paso del walkman al discman, el día en que descubriste un buscador llamado gogle) que no reconociera en mi propia biografía. Pero entonces llegué a un párrafo terrible: el que anunciaba que, según la ciencia, los xennials son aquellos nacidos entre 1978 y 1983. Los del 86, por tanto, debíamos resignarnos. A pesar de las apariencias, seguimos siendo millenials.

El episodio me hizo reflexionar sobre la pésima herramienta explicativa que es la identificación y descripción de grupos generacionales. No sé lo que pensarán otros profesores, pero siento que la inmensa mayoría de cosas que hacen mis estudiantes se explican mejor como el comportamiento de alguien de 18 o 19 años que como una manifestación de las presuntas características de los millenials. Y si pienso en las bobadas que yo mismo hacía con once o doce años, me resultan mucho más explicables como el patrón de disfunciones de un preadolescente que como el itinerario de un xennial, o millenial, o lo que demonios decida la ciencia que somos los del 86. Hasta el artículo de Navalón encaja mejor en el secular resentimiento de aquellos padres que, desde que el mundo es mundo, se han cabreado al constatar que sus hijos ya pasan de ellos. Esos padres que nosotros también seremos algún día.

Incluso hay algo sospechoso en esta tendencia a presentar ciertos fenómenos como características generacionales. Cuando dicen, por ejemplo, que los millenials ni quieren leer ni saben escribir, ¿esto no sería culpa de la generación que diseñó el sistema educativo en el que esos millenials han pasado la mayor parte de sus vidas? Quizá las quejas por presunta mala formación no deberían dirigirse a los chavales de veinte años, sino a los ministros de Educación de la democracia, o a los presidentes que los nombraron. Hay tantos millenials en España como en Inglaterra, Francia, Alemania e Italia; pero solo nosotros lideramos las tasas de abandono escolar de la UE.

Mi intención no es, sin embargo, reivindicar a una generación en detrimento de las otras, sino sugerir que estamos perdiendo el tiempo en anécdotas. Que estamos esencializando cuestiones que, en realidad, solo forman parte del mobiliario de nuestra existencia. Si leímos Los Cinco o no, si crecimos con Instagram o no, son cuestiones menores frente a la ansiedad de encajar socialmente en el colegio, la preocupación de si estamos listos para ser padres, la angustia de empezar a sentirse viejo. Y eso salta generaciones, países y culturas. La literatura es posible precisamente porque un millenial español puede leer las experiencias de un niño mexicano de los 40 (Las batallas en el desierto), o de un adolescente neoyorkino de los 50 (El guardián entre el centeno), y ver reflejadas en ellas elementos esenciales de su propia vida.

Y sí, eso sigue sucediendo.

La esencia de las edades se mantiene, en fin, mucho más constante de lo que afirman nuestras disquisiciones generacionales. Hagan la prueba este verano. Cuando miren a su alrededor en la playa, pregúntense si ven baby boomers, xennials, millenials y reclutas de la incipiente Generación Z; o si más bien se encuentran ante cuerpos de sesenta, treinta, veinte y diez años.