Buskirk, principal impulsor del club de millonarios que lleva por nombre Rockbridge Network.

Buskirk, principal impulsor del club de millonarios que lleva por nombre Rockbridge Network. Diseño: Arte EE

Reportajes

Rockbridge, el club secreto de millonarios 'aristopopulistas' para perpetuar el poder después de Trump: "El dinero organiza"

El empresario Chris Buskirk es el ideólogo de esta red de la que forman parte otros nombres como Omeed Malik, Peter Thiel o JD Vance. Su objetivo es que los principios MAGA sobrevivan al actual presidente.

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Denver
Publicada

A las afueras de Rockbridge, un diminuto pueblo rural de Ohio, Estados Unidos, con poco más de un centenar de habitantes censados y apenas un par de carreteras que atraviesan bosques y granjas, un resort privado se cerró discretamente en 2019 para una reunión que entonces pasó desapercibida.

No hubo fotógrafos, notas de prensa, ni discursos incendiarios. Sólo coches oscuros aparcados entre pinos, seguridad privada y una lista de invitados que mezclaba tecnólogos millonarios, periodistas conservadores y herederos del poder republicano.

Entre ellos, Peter Thiel, el primer gran financiero de Silicon Valley en respaldar públicamente a Donald Trump; Rebekah Mercer, una de las donantes más influyentes de la derecha; Tucker Carlson, comentarista ultraconservador y JD Vance, por entonces un inversor recién convertido en estrella literaria tras Hillbilly Elegy.

El encuentro tenía un propósito que iba más allá de la campaña presidencial de turno: cómo convertir el impulso visceral del trumpismo en un poder organizado y duradero, incluso sin su figura principal, Donald Trump.

La pregunta, alrededor de lujosas mesas de madera y entre wiskis, era casi estratégica: ¿puede un movimiento nacido desde la furia y el resentimiento industrial mutar en una máquina política estructurada?

La respuesta empezó a tomar forma allí, en medio del silencio rural. Rockbridge Network, un proyecto sin web, sin logo y con una sola misión: construir la estructura que el trumpismo nunca tuvo. Desde bases de datos propias hasta think tanks, redes de influencia empresarial, operación mediática y movilización social.

Miembros vinculados a la Red Rockbridge.

Miembros vinculados a la Red Rockbridge. Licencia CC Wikimedia Commons

Quien salió de Ohio convertido en arquitecto de ese plan no fue el más ruidoso de la sala, sino el menos reconocible: Chris Buskirk, empresario de Arizona y figura de bajo perfil público, ajeno al ruido permanente del movimiento MAGA.

Su tesis era simple y radical a la vez: las élites ya existen. La cuestión no es abolirlas, sino formar una “élite productiva” alineada con los intereses de la América desencantada que llevó a Trump al poder.

Más de cinco años y medio después, aquella reunión en un pueblo perdido en mitad de la nada ha producido una maquinaria silenciosa con ambiciones históricas.

Rockbridge ha propiciado la vuelta de Trump a la Casa Blanca, ha impulsado el ascenso meteórico de Vance hasta la vicepresidencia y ha reforzado una agenda que combina patriotismo industrial, músculo tecnológico y guerra cultural.

Además, ha puesto en circulación un concepto provocador –aristopopulismo– para explicar su misión: unir a millonarios tecnológicos y votantes de clase trabajadora bajo una misma bandera nacionalista. Si el primer MAGA fue emoción, este busca ser ingeniería del poder. Y nació, irónicamente, lejos del ruido, en el corazón del Medio Oeste.

¿Quién es Chris Buskirk?

Antes de convertirse en el ideólogo silencioso de la nueva derecha trumpista, Chris Buskirk era ese tipo de empresario que rara vez abandona las páginas del registro mercantil. Nacido en Arizona y criado en una familia tan conservadora como meticulosa.

Sus padres eran suscriptores fieles de National Review, la revista fundada por William F. Buckley y santuario ideológico del conservadurismo intelectual estadounidense.

Aprendió pronto que la patria podía explicarse igual entre banderas que entre pólizas. Creció inmerso en carpetas, expedientes y balances, formándose en la disciplina silenciosa de la empresa familiar antes que en la retórica política.

La aseguradora doméstica de sus padres fue su escuela y su laboratorio: capitalismo de proximidad, paciente, pegado a la comunidad real, no a los mercados globales.

Buskirk no heredó un imperio; lo construyó paso a paso, con la paciencia del asegurador clásico. Fundó varias compañías, exploró nichos tan poco glamourosos como el seguro para servicios de ambulancia y, tras dos décadas levantando y vendiendo negocios uno a uno, acumuló una fortuna tan sólida como discreta: póliza a póliza, firma a firma, sin el estruendo de Silicon Valley ni el brillo heredado de un apellido dorado.

Chris Buskirk en una imagen de archivo.

Chris Buskirk en una imagen de archivo. Licencia CC Wikimedia Commons

También en lo íntimo se impone la contención. Vive en Paradise Valley, Arizona, está casado con Gina Buskirk –fundadora en 2010 de la marca de quesos artesanales Gina’s Homemade– y es padre de cuatro hijos.

Nada de escenarios familiares cuidadosamente iluminados ni gestos de patrióticos. Lo suyo es otro registro: casa, trabajo, misa los domingos y vuelta al despacho. Su idea de familia no es consigna cultural, sino arquitectura vital: estabilidad, descendencia, continuidad. La política puede inflamarse; el hogar, nunca.

En lo intelectual, su biografía está hecha de idas y venidas. Se formó en teoría política y pasó por el Claremont Institute, laboratorio duro del conservadurismo que reivindica a los Padres Fundadores como brújula moral, pero lo abandonó pronto: las ideas sin poder, concluyó, son solo un pasatiempo.

Volvió a los números y a los balances, pero con una inquietud creciente: a su alrededor, la América industrial se vaciaba. Vio fábricas desmanteladas, maquinaria rumbo a China, sueldos de la Ford sustituidos por salarios de McDonald’s, y una idea de país que mutaba sin que nadie lo admitiera en público.

Trump apareció y él –como tantos conservadores de clase empresarial– dudó. Pero hizo lo que otros no hicieron: revisó archivos, entrevistas, hemerotecas. Donde muchos veían espectáculo, él detectó consistencia.

"Trump lleva diciendo lo mismo desde hace décadas", concluyó. Y la pregunta dejó de ser si el magnate iba en serio, para convertirse en otra: cómo convertir aquel impulso en estructura de futuro.

Donald Trump en una imagen de archivo.

Donald Trump en una imagen de archivo. Licencia CC Wikimedia Commons

En 2016 fundó la revista American Greatness, con apoyo parcial de Peter Thiel, para dotar de una nueva formulación a una derecha que ya orbitaba lejos del Partido Republicano tradicional.

El encuentro de Rockbridge, en 2019, fue su bautismo como ingeniero político. En ese retiro rural de Ohio, mientras unos calculaban encuestas y otros medían tiempos electorales, Buskirk planteó un diagnóstico incómodo: el trumpismo tenía emoción, votos y tribunos… pero carecía de aparato.

La derecha había tenido dinero sin pueblo; el populismo, pueblo sin organización. Había que unir ambos mundos. Su fórmula era empresarial, casi austera: "inteligencia + capital + base". No era un lema: era un plan.

Hoy, en una era dominada por hiperliderazgos y pulsos mediáticos, Buskirk ha optado por otra figura, una que pasa desapercibida. Prefiere las habitaciones cerradas a los atriles, la reunión al mitin, el capital paciente al trending topic.

Si Trump es ruido, él es orden. Si la batalla cultural es trinchera, él es logística. Y, desde esa discreción calculada, ha logrado lo que muchos consideraban imposible: soldar una alianza duradera entre élites tecnológico-financieras y la base populista conservadora.

El laboratorio del poder

Si la biografía de Chris Buskirk es la de un ingeniero silencioso del poder, Rockbridge es su obra magna.

JD Vance y Donald Trump en una imagen de archivo.

JD Vance y Donald Trump en una imagen de archivo. Licencia CC Wikimedia Commons

El encuentro fue convocado por Peter Thiel y JD Vance para responder a una pregunta simple y demoledora: ¿qué pasará con el trumpismo cuando Trump ya no esté? La derecha clásica habría construido universidades, laboratorios de ideas, medios, financiación, pero eso estaba obsoleto.

Cinco años después, Rockbridge funciona como un ecosistema privado de poder político, discreto y hermético. Selecciona, forma, financia y conecta a futuros líderes, empresarios, donantes, creadores de contenido y activistas.

Buskirk habla de "tejer comunidad"; quienes han estado en sus retiros semestrales en Key Biscayne y Palm Beach hablan de una cofradía meritocrática: a mitad de camino entre club de inversión y seminario ideológico, donde altos cargos de la Administración Trump y ejecutivos tecnológicos comparten vino caro, yoga y estrategias para “reindustrializar América”.

En la práctica, Rockbridge actúa como un cuartel general electoral y cultural. Su brazo operativo, Turnout for America, gastó 34,5 millones de dólares en las pasadas elecciones presidenciales y movilizó a 3.000 activistas en siete estados clave para activar a votantes poco propensos a ir a las urnas.

Identificaron millones de nombres mediante bases de datos no políticas –iglesias, federaciones de cazadores, asociaciones locales– y construyeron relaciones digitales con ellos durante años, no semanas. Menos propaganda, más comunidad. Su obsesión: convertir la simpatía en el músculo político.

No es un think tank clásico. No produce informes, ni libros blancos, ni columnas doctrinales. Mientras las fundaciones conservadoras tradicionales discuten sobre teoría política, Rockbridge arma máquinas de campaña, crea canales mediáticos, recluta talento y lo inserta en la nueva arquitectura del poder. Quiere convertir a MAGA en una estructura permanente de élites, dinero e influencia.

Esta organización no predica la demolición del sistema, sino su reprogramación. No promete asaltar el poder, sino diseñarlo a su medida. En lugar de un populismo de barricada, propone un elitismo operativo: cuadros técnicos, capital paciente y cultura de mando.

Buskirk no imagina multitudes en las calles, sino ejecutivos, ingenieros y gestores capaces de traducir la épica nacional en eficiencia institucional. Su modelo es una tecnocracia patriótica, donde el liderazgo no se conquista con discursos, sino con control de datos, inversión estratégica y organización territorial. El ideal no es el pueblo contra las élites, sino una élite que dice representar mejor al pueblo.

Chris Buskirk en una imagen de archivo.

Chris Buskirk en una imagen de archivo. Licencia CC Wikimedia Commons

En su lectura de la historia, las grandes transformaciones no las provocan los estallidos, sino los equipos discretos que logran coordinar talento, dinero y propósito. Rockbridge aspira a ser eso: el comité invisible que articule la nueva derecha norteamericana desde los despachos y las fábricas.

Para conseguirlo, Vance es la vanguardia política con el que Buskirk, pretende fabricar un poder duradero. En su mapa mental, las ideas mueven masas, pero las redes mueven instituciones; las masas entusiasman, pero el dinero organiza.

Esa convicción le lleva al siguiente movimiento lógico: si Rockbridge crea la comunidad política, alguien debe financiar su músculo y construir la economía que la sostenga.

Capital, fábricas y poder

Así nace ‘1789 Capital’, el otro pilar de su proyecto, enfocado en seleccionar las élites económicas capaces de materializar todas sus ideas. Buskirk creó la firma junto a Omeed Malik –exbanquero de Bank of America y antiguo donante demócrata convertido en disidente tras la pandemia y la ofensiva cultural progresista en Silicon Valley– con un propósito explícito: reforzar una red empresarial al servicio de la reconquista política de Estados Unidos.

El planteamiento rompe con el canon californiano del capital riesgo. Donde el universo tecnológico tradicional busca plataformas, apps y software escalable, Buskirk y Malik miran hacia la economía dura: energía, defensa, materias primas críticas, infraestructuras industriales, inteligencia artificial aplicada a capacidades militares.

Omeed Malik en una imagen de archivo.

Omeed Malik en una imagen de archivo. RRSS

Firehawk Aerospace, fabricante de combustible sólido impreso en 3D para misiles, es uno de los ejemplos más citados por su entorno: salarios de seis cifras para técnicos sin título universitario y contratos ligados a la nueva doctrina industrial de Washington.

Pero 1789 no opera únicamente en el terreno fabril. También ha financiado plataformas mediáticas conservadoras emergentes –incluida la nueva aventura audiovisual de Tucker Carlson–, convencidos de que esa batalla cultural también forma parte de la arquitectura estratégica del país y no se puede abandonar.

Ese ecosistema se formalizó aún más con la entrada de Donald Trump Jr. como socio, un gesto simbólico y político que selló la fusión entre el proyecto económico y el nuevo poder republicano.

El ascenso ha sido fulgurante. Desde su lanzamiento, 1789 ha captado cientos de millones de dólares y ya gestiona activos por encima del billón de dólares, según cifras compartidas a inversores.

Un crecimiento que ha generado admiración –entre quienes ven en la firma la punta de lanza de una "reindustrialización pragmática"– y recelos: en los laboratorios de ideas tradicionales y entre los economistas moderados proliferan las críticas a un capitalismo de acceso, donde la cercanía al poder pesa tanto como la capacidad técnica.

Los aliados de Buskirk replican con un argumento histórico: ninguna gran transformación económica se ha hecho desde la distancia. Sus detractores hablan de riesgos de captura oligárquica; su red responde con fábricas y contratos.

Lo indiscutible es que 1789 ha dado al trumpismo algo que nunca tuvo: una arquitectura financiera capaz de materializar discurso en inversión, y de disciplinar capital privado bajo una estrategia nacional.

La nueva aristocracia MAGA

Si Rockbridge nació como un laboratorio discreto, su madurez se parece hoy a un club de élites insurgentes. Tras la victoria republicana, el ecosistema de Buskirk se ha cristalizado en una nueva sociabilidad del poder: cenas íntimas, vinos de precio intimidante, sushi con pescado importado y retiros donde el debate ideológico convive con sesiones de meditación bajo el sello MAHA (Make America Healthy Again).

Donald Trump en una imagen de archivo.

Donald Trump en una imagen de archivo. Cristóbal Herrera EFE

Para ellos, no son excentricidades wellness, sino símbolos de disciplina, exclusividad y regeneración nacional desde el propio cuerpo hasta la economía.

En esos espacios –hoteles como el Ritz-Carlton de Key Biscayne, mansiones y ranchos de lujo de sus miembros– coinciden altos cargos del nuevo Gobierno, como el secretario del Tesoro, Scott Bessent, o la directora de Inteligencia, Tulsi Gabbard, con empresarios tecnológicos y donantes de nueva generación.

La foto no es la de un partido, sino la de un nuevo orden económico y cultural, más cercano al capitalismo nacionalista del siglo XIX que a la política moderna. Si la vieja élite republicana se miraba en Harvard y en el Council on Foreign Relations, esta se imagina en fábricas, gimnasios sin selfies y fondos de inversión patriótica.

En Washington también tienen su santuario. Executive Branch, el club que Buskirk ha levantado con sus aliados, que exige en torno a medio millón de dólares de cuota anual y ofrece lo que hasta hace poco era impensable para cualquier outsider conservador: acceso directo al núcleo duro del poder.

Rockbridge ya no es sólo una red norteamericana, es la punta de lanza de una derecha global que busca reconquistar el poder desde la gestión y la empresa.

En Europa, algunos partidos y laboratorios de ideas observan su modelo con atención, atraídos por la promesa de orden, reindustrialización y orgullo nacional. En América Latina, su eco llega a los círculos empresariales que aspiran a ocupar el espacio dejado por las viejas élites políticas.

Lo que Buskirk ha puesto en marcha no es un movimiento, sino un método. Un modo de entender la política de forma discreta, persistente, sin retórica. Si en el siglo XX la historia se escribió desde los parlamentos y los periódicos, en el XXI –piensa él– se decidirá en las redes que saben organizarse mientras los demás discuten.