Un montaje con varias fotografías que no gustaron al presidente norteamericano.

Un montaje con varias fotografías que no gustaron al presidente norteamericano. Arte E.E.

Reportajes

"La peor foto de la historia" y los otros siete retratos que irritan a Trump: "Revisa cada imagen de forma enfermiza, no lo soporta"

El presidente estadounidense desató la polémica al calificar la fotografía de portada de la revista Time, donde aparecía su rostro tras el alto el fuego en Oriente Medio, como "la peor de la historia": "Este ángulo es terrible".

Más información: Ada Lluch, de feminista en la universidad catalana a musa de MAGA en EEUU: "Si mi marido me lo pidiera, dejaría las redes".

Publicada

Donald Trump no soporta los malos ángulos. A bordo del Air Force One, mientras regresaba a Washington tras anunciar un alto el fuego en Oriente Medio, cogió su móvil y, sin dudarlo un segundo, escribió en Truth Social: "La peor foto de la historia". Se refería a la nueva portada de la revista TIME, que en realidad celebraba su éxito diplomático.

En el número, titulado 'Su triunfo', el presidente aparece con el cuello apretado por la camisa, el hombro ocupando casi un tercio de la imagen y una luz cenital que disuelve los contornos de su pelo hasta convertirlo en una especie de resplandor incierto. El ángulo realza su corpulencia y deja a la vista incluso el interior de una fosa nasal.

A ojos de cualquier retratista, una fotografía técnicamente impecable. A ojos del protagonista, una traición. "Borraron mi pelo —escribió— y dejaron algo flotando sobre mi cabeza. Muy raro. Nunca me han gustado los ángulos así, pero este es terrible. Merece ser señalado. ¿Qué están haciendo? ¿Y por qué?".

La última portada de la revista Time que ha criticado Donald Trump.

La última portada de la revista Time que ha criticado Donald Trump.

Había leído el texto —un reportaje que destacaba su papel en la negociación del acuerdo entre Israel y Hamás— y admitía incluso que el artículo era "relativamente bueno". Pero la fotografía, aseguraba, era imperdonable. Para él, no hay diferencia entre una portada y una afrenta. Lo que otros políticos asumen como un gesto del azar o una cuestión de estilo, Trump lo convierte en un campo de batalla. En su universo, cada imagen es una prueba de lealtad y cada encuadre, una demostración de poder.

Una relación amor-odio

Pero esta no es una guerra nueva. Trump lleva años intentando gobernar su reflejo frente al espejo. Desde su época como magnate inmobiliario en Nueva York hasta sus mandatos presidenciales, ha hecho de la imagen una extensión de su autoridad.

Ha perseguido retratos, corregido portadas y censurado encuadres que no respondían a la figura que él mismo ha diseñado. Su biografía visual está salpicada de gestos de control, protestas por tomas "malintencionadas" e, incluso, ha conseguido convertir sus fichas judiciales en su mejor fotografía.

En ese pulso por dominar el encuadre, TIME ha sido —y sigue siendo— su espejo preferido y su adversario más persistente. En público, Trump ha alternado los elogios con el desprecio: "Una revista importante que pronto desaparecerá", ha llegado a decir, después de reconocer que la lee desde niño y se compra en la Casa Blanca.

Lo que comenzó como vanidad se transformó en un pulso de autoridad: si la revista no confirma su versión del éxito, debe ser desacreditada.

Sin embargo, cuando la imagen coincide con su narrativa, la guerra desaparece. Ocurrió las dos veces que TIME lo nombró Persona del Año —en 2016 y en 2024—, y también las otras cuatro veces que la revista ha vuelto a llevarlo a portada tras su vuelta a la Casa Blanca.

En esas ocasiones, no hubo reproches ni acusaciones de manipulación. Al contrario: citó la publicación como "la más influyente del mundo" y permitió que las imágenes circularan sin correcciones. En esos momentos, TIME dejaba de ser el enemigo y volvía a ser el espejo.

Trump, en una de las portadas de Time en las que fue nombrado Persona del Año.

Trump, en una de las portadas de Time en las que fue nombrado Persona del Año.

Pero esa tregua era tan frágil como su relación con la crítica. Solo un año después de ser por primera vez 'Persona del año', en 2017, la revista volvió "a provocarlo".

Trump aseguró en redes sociales que TIME le había ofrecido "posiblemente" nuevamente el título, pero que él mismo lo había rechazado porque exigían una sesión de fotos y una entrevista. "Dije que lo de 'probablemente' no era suficiente y pasé", escribió.

La publicación respondió con frialdad: "El presidente está equivocado sobre cómo elegimos a nuestra Persona del Año". El episodio reveló un patrón: para Trump, la disputa nunca trata del reconocimiento, sino de la representación. Lo que le irrita no es perder un título, sino perder el control de la imagen que lo acompaña.

Ese mismo año, su tensión con TIME se agravó aún más. Portadas visualmente metafóricas —sobre todo una edición ilustrada por el artista Tim O'Brien— lo mostraban en su mesa, con el flequillo al viento, inmerso en tormentas, con papeles volando, cielos oscuros y caos circundante, como si su mandato estuviera al borde del derrumbe.

Aquellas imágenes dramatizaban el clima político de la época y, según miembros de su equipo, lo irritaban profundamente. "Pintar esa portada fue como imaginar una película: veía la lluvia, el viento moviendo papeles", recordaba O'Brien, el ilustrador que realizó la serie.

En privado, Trump las calificaba de "ataques visuales": metáforas que, decía, herían más que cualquier editorial. No soportaba que un trazo gráfico resumiera su presidencia mejor que un discurso.

También en 2017 se desató otra polémica unida a TIME. Medios estadounidenses destaparon que varios de los campos de golf de Trump exponían una portada falsa de la revista con su rostro. En ella, aparecía con una sonrisa brillante bajo el titular: "¡Trump lo está petando en todos los campos — incluso en la TV!".

La publicación confirmó que aquella edición jamás existió. Las copias, sin embargo, seguían colgadas en marcos dorados, cuidadosamente iluminadas. Tras conocerse la noticia, algunos clubes las retiraron discretamente, aunque en otros siguieron expuestas durante semanas, como si la ficción fuese demasiado cómoda para ser descolgada.

Era su reflejo perfecto, el que ninguna cámara había logrado capturar. Con el tiempo, empleados de sus complejos contaron que aquellas portadas se habían convertido casi en un emblema interno: una reliquia de autoestima proyectada en la pared.

Esa pulsión por gobernar su propio reflejo ha intrigado también a los expertos. EL ESPAÑOL ha hablado con Howard Gardner, profesor de Harvard, premio Príncipe de Asturias y autor de la teoría de las inteligencias múltiples.

Gardner considera que Trump posee una forma singular de inteligencia, denominada "mediática": "Con ese término quiero decir que Trump ha aprendido a dominar los medios de comunicación de finales del siglo XX y principios del XXI, desde la televisión hasta las redes sociales".

"En esta legislatura lo está llevando al extremo. Supervisa un amplio rango de medios y, cuando se le trata o se le retrata de manera poco favorable, se enfada profundamente e intenta 'ajustar cuentas', cueste lo que cueste. Es un patrón de comportamiento", explica.

Para Gardner, esa habilidad no es una destreza comunicativa, sino una estrategia de supervivencia política. Trump no solo vive en los medios: vive a través de ellos. Cada imagen, cada plano, cada titular funciona como un test de poder.

Si domina el encuadre, gana; si lo desafía, pierde. Por eso, incluso una portada que celebra sus logros puede despertar la misma furia que una caricatura que enaltece sus fracasos.

Más allá de la revista TIME

Mirando hacia atrás, las imágenes que más han enfurecido a Donald Trump no comparten autor ni contexto. Solo tienen algo en común: ninguna fue editada a su gusto, aunque la reacción no siempre ha sido la misma. A veces, libra esa guerra a la defensiva —para desmentir la mirada ajena—, y otras, a la ofensiva, para imponer la suya.

La más reciente estalló en marzo de este mismo año, cuando un retrato colgado en el Capitolio de Colorado desató un nuevo vendaval. La pintura, obra de Sarah Boardman, mostraba a un Trump de formas redondeadas y tonos apagados.

Al verla, el presidente la acusó de haberlo "distorsionado a propósito" y de haber "perdido el talento con la edad". Al día siguiente, el cuadro fue retirado y almacenado en un museo.

Los dos retratos de Trump en el Capitolio de Colorado: el de la derecha es el que permanece.

Los dos retratos de Trump en el Capitolio de Colorado: el de la derecha es el que permanece.

Semanas después, un nuevo retrato —donado por la Casa Blanca y firmado por la artista cristiana Vanessa Horabuena— ocupó su lugar. En la nueva versión, Trump aparece con la piel más bronceada, el rostro más firme, delgado y una luz casi mesiánica.

Un par de años antes, en 2023, gestionó la crisis de su imagen de forma totalmente diferente. Hablamos de la fotografía de su detención en el condado de Fulton, Georgia, que se convirtió en una de las imágenes más reproducidas de la historia política estadounidense.

La mugshot —la foto de frente y perfil que acompaña las detenciones en Estados Unidos— mostraba a un Trump con el ceño fruncido y la mirada fija, desafiando el objetivo. Lo que debía ser un documento judicial se transformó en un símbolo de resistencia.

Su partido la estampó en camisetas, tazas y pancartas con el lema 'Nunca te rindas', y una copia llegó a colgarse en el Despacho Oval. Donde otros veían humillación, él vio poder. Tanto es así que el retrato oficial de Trump de esta legislatura está claramente inspirado en la pose de esta imagen.

Ese mismo año no estaba tan contento con la cadena de televisión conservadora Fox News, la plataforma que durante años había sido su altavoz más fiel.

En redes sociales acusó al programa Fox & Friends de "mostrar las peores imágenes posibles": planos en los que su piel se veía "demasiado naranja" y su barbilla "hundida hacia atrás".

Las quejas provocaron tensión interna. Algunos productores admitieron después que, desde ese momento, eran más cautelosos al revisar los planos del presidente.

Si rebobinamos un poco más en el tiempo, sin embargo, en ocasiones sí que ha conseguido que la imagen que diese la vuelta al mundo fuese la que él mismo diseñó.

En junio de 2020, en plena ola de protestas raciales que sacudió Estados Unidos tras la muerte de un hombre afroamericano a manos de un policía en Mineápolis, los agentes despejaron Lafayette Square, frente a la Casa Blanca, con gases lacrimógenos y pelotas de goma.

Minutos después, Trump cruzó a pie hasta la iglesia episcopal de San Juan y posó frente a las cámaras, Biblia en mano, ante una fachada ennegrecida por el fuego.

La escena, planificada como un gesto de firmeza, fue reproducida por casi todos los grandes medios estadounidenses y europeos. Para sus críticos fue una teatralización del poder; para él, una demostración de control visual en medio del caos. Esa tarde no reaccionó a la imagen: la fabricó.

Esta política de control la definió bien desde que tomó posesión en su primera legislatura. Su primera gran batalla con la cámara fue en enero de 2017, el día de su toma de posesión. Recién jurado el cargo, proclamó que había congregado "a la multitud más grande jamás vista" en una ceremonia presidencial.

La portada de la revista Time recoge la primera toma de posesión de Donald Trump como presidente, en 2017.

La portada de la revista Time recoge la primera toma de posesión de Donald Trump como presidente, en 2017.

Las fotos aéreas del National Mall, sin embargo, mostraban claros evidentes. La comparación con la investidura de Obama era demoledora. Trump ordenó revisar las imágenes y pidió publicar otras "más favorables".

Su portavoz, Sean Spicer, compareció ante la prensa para insistir —contra toda evidencia visual— en que se trataba "de la mayor asistencia de la historia". Aquel episodio inauguró la era de los "hechos alternativos" y marcó el tono de su mandato: si la imagen contradice el relato, la imagen debe ser corregida.

De Colorado a Georgia, de la Fox a Lafayette Square, de la investidura a la iglesia, cada episodio revela la misma convicción. Trump no se limita a quejarse de las fotografías: las disputa, las reescribe y las convierte en arma. Para él, gobernar es también dirigir la cámara. Y en la política según Trump, la verdad no se explica: se posa.

La última frontera del control

Pero su guerra no ha sido solo con los medios, también se ha librado dentro de la propia Casa Blanca, donde los fotógrafos oficiales durante sus mandatos son efímeros.

El fotógrafo Pete Souza, que retrató a Ronald Reagan y a Barack Obama, lamentó hace unos años que Trump había "pervertido el flujo visual oficial" de la presidencia: ese relato fotográfico que, durante décadas, había servido como memoria pública de la institución.

Lo que antes era documentación se transformó en escenografía cuidadosamente dirigida. Doug Mills, otro veterano del cuerpo de fotógrafos presidenciales, admitió que nunca había trabajado con un mandatario "tan pendiente de su imagen".

Esa mutación se hizo visible con Shealah Craighead, fotógrafa oficial de la Casa Blanca entre 2017 y 2021. Craighead había trabajado antes para George W. Bush y conocía el peso histórico del cargo: su función era captar, sin interferencias, el pulso humano de la presidencia. Pero bajo Trump, aquella autonomía desapareció.

En entrevistas posteriores, explicó que el presidente revisaba exhaustivamente cada imagen antes de autorizar su publicación, de forma "casi enfermiza". Rechazaba fotografías por una sombra, una arruga o una expresión "demasiado natural".

A veces pedía repetir sesiones enteras para ajustar la luz o el ángulo; otras, llevaba incluso un pequeño taburete para alterar la altura desde la que se le retrataba.

Cuando Craighead abandonó su puesto, se negó a entregar su archivo al futuro centro presidencial —una tradición que se mantenía desde la era de Kennedy—. Años después lo resumiría en una sola frase: "No soportaba ver ninguna imagen que no hubiera elegido él".

Esa misma obsesión por dirigir cada encuadre se trasladó también al terreno simbólico. En agosto de 2024, durante una visita al Cementerio Nacional de Arlington para rendir homenaje a los trece soldados estadounidenses fallecidos en Kabul, la tensión por el control de la imagen estalló de nuevo.

Donald Trump, en el Cementerio Nacional de Arlington, donde la ley federal impide el uso partidista del lugar.

Donald Trump, en el Cementerio Nacional de Arlington, donde la ley federal impide el uso partidista del lugar.

El equipo de campaña de Trump llevó consigo un fotógrafo y un camarógrafo para registrar el acto, pese a que las normas del recinto prohíben actividades de carácter político o de autopromoción.

Cuando un funcionario del cementerio intentó detener la sesión, se produjo un altercado: el personal de Trump lo apartó y continuó grabando mientras el candidato posaba entre las lápidas.

Arlington emitió después un comunicado recordando que la ley federal impide el uso partidista del lugar. En aquel episodio, como en tantos otros, la solemnidad quedó subordinada al encuadre.

La frontera final de ese control sobre su imagen ha superado todos los límites. Esta misma semana, decenas de reporteros abandonaron el Pentágono tras negarse a firmar las nuevas normas impuestas por el secretario de Defensa, Pete Hegseth.

Las reglas, avaladas públicamente por Trump, obligan a los periodistas a no publicar ningún tipo de contenido —clasificado o no— sin la aprobación previa del Gobierno. En la práctica, esa restricción afecta también a las imágenes, que ya no podrán difundirse sin supervisión.

En los pasillos del edificio, los corresponsales empaquetaban sillas, libros y fotografías antiguas antes de entregar sus acreditaciones. "Aceptar el hecho de no poder pedir información o preguntar es aceptar no ser un periodista", dijo Nancy Youssef, una de las reporteras más veteranas del Pentágono.

El episodio simboliza un paso más en esa cruzada silenciosa: del control del retrato personal al control de la mirada colectiva. A medida que La Casa Blanca de Donald Trump impone su propio guion visual —vídeos pulidos, clips en redes sociales, entrevistas con comentaristas afines—, el cuarto poder se queda fuera del encuadre.

El resultado es un mundo más ordenado y más opaco, donde las imágenes medidas sustituyen a la observación directa y el relato público se convierte en una escenografía cuidada y, si hace falta, manipulada.