Felipe VI durante el discurso de este 24 de diciembre de 2025.

Felipe VI durante el discurso de este 24 de diciembre de 2025. EFE

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Por qué importa (más que nunca) el discurso del Rey

La Casa Real, con Felipe VI al frente, ha actuado como ese exoesqueleto institucional (flexible, ligero y resistente) que nos sostiene cuando los músculos del cuerpo político fallan, y nos permite mantenernos en pie como país.

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España ha llegado a esta Nochebuena tras un año difícil, cargado de señales de fragilidad.

Apagones físicos y simbólicos. Incendios que arrasaron territorios y conciencias. Casos de corrupción que vuelven a erosionar la confianza pública. Dificultades económicas persistentes, desigualdades que se enquistan, jóvenes que miran al futuro con más ansiedad que esperanza.

Y, al mismo tiempo, logros sociales, científicos, culturales y deportivos que nos recuerdan de lo que somos capaces cuando hay talento, esfuerzo y reglas claras.

En una Europa debilitada, atrapada entre guerras, populismos y parálisis estratégica, somos un país que vive en tensión constante entre lo que funciona y lo que amenaza con romperse.

En ese contexto, el discurso del Rey no es ni mucho menos un ritual vacío. Es uno de los pocos momentos del año en que el Jefe del Estado se dirige a todos y cada uno de nosotros sin intermediarios, siglas ni trincheras.

Y eso importa, importa mucho, porque no todo puede ni debe ser partidista. Porque una democracia madura necesita espacios de palabra común, referencias compartidas y una voz que recuerde lo esencial cuando todo lo demás compite por imponerse a gritos.

Felipe VI y la infanta Sofía saludan a los ciudadanos desde el Palacio Real.

Felipe VI y la infanta Sofía saludan a los ciudadanos desde el Palacio Real. Gtres

En su duodécimo discurso de Navidad, Felipe VI nos dejó un mensaje que es, a la vez, advertencia y aliento.

Ofreció un balance del año con una clara apuesta por la convivencia democrática como fundamento irrenunciable de nuestra vida en común.

Advirtió del peligro que representan los extremismos, el radicalismo y la desinformación.

Subrayó que la convivencia no es un legado imperecedero sino una construcción frágil que exige el compromiso de todos.

Instó al diálogo y a la responsabilidad compartida como respuesta a la polarización política y social.

Y nos invitó a repensar las líneas rojas que no debemos cruzar, y a recuperar la confianza en la vida democrática.

En el marco del 50 aniversario del retorno de la Monarquía y de la Transición, invocó el espíritu de consenso que permitió a España reencontrarse consigo misma y avanzar superando diferencias profundas.

Reafirmó la Constitución como espacio común de libertades y situó a Europa como horizonte compartido de progreso.

Y no esquivó las inquietudes que pesan sobre la vida cotidiana de millones de ciudadanos: la dificultad de los jóvenes para construir un proyecto de vida, la incertidumbre económica, la fractura social o la amenaza climática.

Pero, sobre todo, el Rey habló de España con una emoción contenida y profundamente cívica, reivindicándola como un gran país lleno de talento, iniciativa y capacidad de trabajo.

Apeló a la responsabilidad compartida, a la confianza en nuestro proyecto común y a construir juntos un futuro sólido. Una España mejor.

Y nos recordó que nada valioso se construye en soledad, y que sólo si avanzamos juntos —con aciertos y errores, participando todos— podrá seguir latiendo este proyecto de vida en común que es España, al que no se pertenece por exclusión ni por consignas, sino por una confianza compartida en el futuro.

Siempre insisto en que las democracias no se rompen de golpe. Se erosionan. Se desgastan cuando las reglas se relativizan, cuando el interés general se subordina al cálculo inmediato, cuando el Estado se convierte en botín o en herramienta.

Frente a esa erosión silenciosa, las instituciones que funcionan son las que no se prestan al juego, las que resisten la tentación de la popularidad fácil y se mantienen fieles a su función.

La fortaleza de una jefatura del Estado no se mide por su omnipresencia, sino por su capacidad de ser punto de apoyo cuando el sistema cruje. En un tiempo de desconfianza generalizada, de discursos inflamados y soluciones mágicas, ese sostén fiable se ha convertido en un bien precioso.

Y la Casa Real, con Felipe VI al frente, ha actuado como ese exoesqueleto institucional (flexible, ligero y resistente) que nos sostiene cuando los músculos del cuerpo político fallan, y nos permite mantenernos en pie como país.

No resuelve los problemas, pero impide que se descomponga el conjunto. Y eso, en un tiempo de fragilidad democrática global, es mucho más que una formalidad. Porque hoy, quizá más que nunca, España necesita instituciones que la sostengan.

No se trata solo del Rey. La reina Letizia ha consolidado un papel propio, inteligente y muy trabajado, especialmente en ámbitos que este país no puede seguir relegando: la educación, la cultura, la lectura, la salud mental.

Ha puesto el foco donde suele faltar foco, ha elevado debates que requieren profundidad y continuidad, y lo ha hecho desde el rigor y una profunda involucración personal. Un compromiso estructural.

Y está, por supuesto, la princesa Leonor. Su presencia pública este año ha sido medida, sobria y significativa. La ejemplaridad desde el aprendizaje visible del valor del deber, del esfuerzo y del servicio.

En una sociedad con una brecha generacional creciente —jóvenes que no se sienten escuchados y mayores que temen ser descartados—, la figura de una heredera que se forma con disciplina y conciencia institucional tiene un valor simbólico profundo.

No porque represente una solución, sino porque encarna una continuidad que no se improvisa, complementada por la espontaneidad responsable de la infanta Sofía.

Sus imágenes en acción han cerrado la retransmisión de este discurso, el primero que el Rey ha ofrecido de pie, sin sentarse en ningún momento. En movimiento, más cercano aún, en modo trabajo. Un discurso en el que el Rey ha vuelto a decir lo que tantísimos pensamos.

No ha esquivado lo incómodo, ni ha dejado de recordar algunas evidencias que preferiríamos ignorar. No ha hecho promesas que no le corresponde hacer, ni ha señalado culpables. Pero nos ha vuelto a ofrecer lo que probablemente más necesitamos: una brújula.

Porque cuando todo parece discutible, alguien debe recordar que no todo lo es. Que la Constitución no es una opinión, que la convivencia no es negociable. Y que el futuro no se construye debilitando lo común, sino reforzándolo.