David Sánchez, el hermano del presidente, junto a Begoña Gómez en el pleno de investidura de 2019

David Sánchez, el hermano del presidente, junto a Begoña Gómez en el pleno de investidura de 2019 Efe

Columnas LOS PESARES Y LOS DÍAS

Ojalá Pedro Sánchez nos tratase como trata a su familia

Si lo de Sánchez fuera patrimonialismo, procuraría el bien de los españoles como si fuese el de su familia. Pero el problema es que confunde su interés personal y familiar con el de la nación.

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Va cuajando en los tribunales la convicción de que la influencia de Pedro Sánchez no puede desvincularse de los negocios que hizo su mujer desde La Moncloa, por un lado, y la contratación con dinero público de su hermano, por otro.

Tanto David Sánchez como Begoña Gómez se habrían aprovechado de su cercanía al presidente del Gobierno para conseguir un puesto a dedo en la Diputación de Badajoz y vender favores a empresarios, respectivamente.

Y, para calificar esta estructura de poder familiar que emplea las instituciones y los recursos públicos para beneficio privado, ha hecho fortuna entre los analistas una acuñación terminológica que pretende condensar la concepción absolutista del poder de Pedro Sánchez: el "patrimonialismo".

Es decir, una doctrina de gobierno según la cual el líder administra el Estado como si fuera de su propiedad. Una visión que estaría detrás de las prácticas nepotistas (como las que rigen para su entorno íntimo) y clientelares (como las que se aprecian en la colonización por el Ejecutivo de todas las instituciones) del presidente.

Pero ¡ojalá lo de Sánchez fuera patrimonialismo!

El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en una rueda de prensa este miércoles en la misión española ante la ONU.

El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en una rueda de prensa este miércoles en la misión española ante la ONU.

Porque eso significaría que se representa a España como a su familia, y su labor como la de un padre cuyo cometido es procurar el bien de la heredad a su cargo.

El equívoco parte de la mala prensa que tiene, en la sociedad liberal, un concepto tan Ancién Regime como "patrimonialismo". Se piensa que implica necesariamente una visión extractiva del poder y una arbitrariedad tribal que auspicia toda clase de desfalcos.

Pero el historiador Rafael Altamira, en su ensayo sobre Felipe II, aportó un ángulo distinto, sin trazas de demonización.

Felipe II era un "rey patrimonial" porque "concebía sus deberes como obligaciones según las cuales tenía que tratar a sus dominios de igual modo que un buen padre de familia conservaba el patrimonio de que dependía el buen sustento y esplendor de aquella".

Aquí el patrimonialismo conlleva una obligación de preservar y acrecentar lo recibido para legárselo a sus descendientes.

Es decir, el espíritu diametralmente opuesto al que anima el desguazamiento del Estado que representa el sanchismo. Si Sánchez realmente considerase a sus gobernados su familia, nos prodigaría las mismas atenciones que a su hermano músico o a su esposa fundraiser.

En cambio, su proyecto de ocupación de todas las parcelas de poder se asimila más a la fracción del botín de la rapiña que al reparto de dividendos de una empresa familiar.

El verdadero problema de Sánchez consiste en que confunde a su familia y a sí mismo con España, fruto de la evaporación de la conciencia cívica que debe poseer un político para poder pensar en términos de bien común.

Y ello porque Sánchez representa la violación de las dos notas esenciales de la política.

En primer lugar, el paso de la comunidad doméstica a la comunidad política.

Es decir, una sociedad civil en la que los vínculos de sangre y parentesco propios del clan son trascendidos en nuevos vínculos propiamente políticos, regidos según principios como la libertad y la igualdad.

Sánchez parece haber entendido equivocadamente la idea aristotélica de que la familia es la célula básica de la sociedad. Porque, bajo la sociedad política, la familia queda integrada en una arquitectura superior, donde las funciones rectoras adoptan una forma institucional y reglada, quedando a cargo de terceros que no tienen vínculos de sangre con alguna de sus partes.

En segundo lugar, la distinción entre lo público y lo privado.

Es decir, la delimitación de cuáles son los bienes comunes (la res publica, el patrimonio del pueblo) sobre los que versa la acción política. Y que se distinguen de los bienes privados: aquellos de los que se participa a título personal.

La plasmación más precisa de esta confusión es el empleo de la asistenta de Begoña Gómez (y, por tanto, de la Secretaría General de Presidencia del Gobierno) para labores relacionadas con los negocios de la primera dama, que la Audiencia de Madrid entiende como "una clara y palmaria desviación" de recursos públicos "en favor exclusivamente de intereses privados" de la mujer del presidente.

El problema que personifica Sánchez reside, por tanto, en la incapacidad para discernir la frontera entre el interés personal y el interés nacional, viendo el segundo como un mero resorte para alcanzar el primero. Pero no tanto en el hecho mismo de que un líder político identifique su bien con el de España.

El general De Gaulle, expresidente de la República Francesa.

El general De Gaulle, expresidente de la República Francesa.

Volviendo a los ejemplos históricos de grandes hombres de Estado, Charles de Gaulle ilustra que el empeño de un gobernante por unir su suerte y su destino personal a los de su nación, lejos de resultar problemático, puede ser una fuente de virtud política.

¿O acaso alguien osaría comparar la "grandeza de un hombre que se ha identificado con su pueblo", siguiendo la semblanza de François Mauriac sobre De Gaulle, con la malversación política que supone una indignidad como la amnistía, en la que un gobernante supedita el ordenamiento jurídico de su país a su necesidad de supervivencia?

En este caso, el orden de los factores sí altera el producto: el gobernante corrupto equipara su bien al de la nación; el gobernante virtuoso equipara el bien de la nación al suyo.

Si De Gaulle era, al decir de Mauriac, "un hombre sin historia particular, un personaje histórico que absorbe al hombre privado", Sánchez representa su antítesis: el particularismo hecho político.

Es decir, el "falso gran hombre" que se encomienda a sí mismo una misión salvífica como coartada para acciones guiadas únicamente por su beneficio personal.

Sólo un gobernante que ha recibido la investidura de la autoridad por el refrendo popular puede permitirse hablar en nombre de su país.

Y esta base social es justo de la que carece Sánchez. Lo que hace aún más ridículos sus delirios megalómanos de faro internacional de la democracia.

Por no hablar de que un hombre de Estado encarna la nación por encima de los faccionalismos, mientras que Sánchez es un vivo acicate de la división entre españoles.

Nuestro presidente es el producto más depurado de la privatización de la política, que al despojar a la política de su autonomía ya no puede guiarse por razones públicas, sino por intereses estrictamente privados.

Pocos ejemplos más ilustrativos de esta lógica perversa que aquellos cinco días de retiro en los que el presidente mantuvo paralizada la vida política nacional, mientras dilucidaba con su privilegiada familia si le merecía la pena superar su berrinche y si los españoles volvíamos a ser acreedores de su liderazgo.