Hace unos meses (noviembre, en concreto) escribí en esta columna sobre un señor que, con la mascarilla de oxígeno pegada a la cara, gritaba a la cámara desde la calle de Ferraz que España había despertado. Que se había acabado eso de que los poderes políticos pisoteasen el Estado de derecho y la Constitución y la democracia.

Toda la corrupción y la venta de votos por dormir unos meses más (no sabemos cuántos) en el colchón de la Moncloa y el saqueo de las arcas públicas habían llegado a su fin porque España había despertado. Pero más que despertar, lo que parece que pasó en ese mes de noviembre es que España vivió un sueño revolucionario que se quedó en eso, un sueño.

Una de las jornadas de protesta contra la amnistía en la calle Ferraz, el pasado noviembre.

Una de las jornadas de protesta contra la amnistía en la calle Ferraz, el pasado noviembre. Gabriel Luengas Europa Press

Porque la ley de amnistía se votó (y aprobó) hace unos días en el Congreso de los Diputados y nada tiene que ver la reacción de entonces con la que se está viviendo estos días en las calles de nuestro país.

Ahora predomina el silencio social. La desafección. La resignación. Podríamos decir incluso que se reconoce cierto tufillo a hartazgo en el aire.

Porque, aunque la amnistía cuestione la propia base sobre la que se construye nuestra democracia, que todos (poderes políticos incluidos) somos iguales ante la ley y estamos sujetos al ordenamiento público, tenemos otras cosas que hacer. Una vida por vivir, unas relaciones que cuidar, un trabajo que atender.

No tenemos ni tiempo ni ganas de estar echándonos continuamente a la calle para protestar por los delirios de unos políticos a los que hemos votado, exigiéndoles que hagan bien su trabajo y custodien el encargo que se les ha confiado.

Además, ¿de qué serviría? ¿Qué cambiaría?

Sin embargo, lo verdaderamente alarmante de toda esta situación, ya de por sí francamente inquietante, es una realidad que saca a la luz: la facilidad con la que se apacigua a la masa.

Ya se venía intuyendo de un tiempo a esta parte que nuestra capacidad de atención estaba quedando reducida al tamaño de un guisante. Pero este hecho no queda únicamente evidenciado por nuestra incapacidad de ver una película sin mirar el móvil o de leer ininterrumpidamente durante quince minutos.

Se ve en nuestra dificultad para mantener una idea firme a lo largo del tiempo. También en la pérdida de ese impulso de cambio que hace unos pocos meses estaba tan a flor de piel.

Teniendo en cuenta que el abuso se está llevando a cabo en este momento, la ausencia de reacciones que está suscitando está dando carta blanca a quienes nos gobiernan para hacer de ahora en adelante lo que les venga en gana.

Total, pronto habrá una nueva mosca a la que seguir con la mirada, una nueva controversia a la que prestar atención. La foto retocada de Kate Middleton, la taberna de Pablo Iglesias o el novio de Ayuso.

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Igual que unos adolescentes enganchados a los videos de TikTok, deslizamos con la punta del dedo la actualidad que desfila ante nuestros ojos, saltando de una polémica a la siguiente, sin distinguir (o sin querer distinguir) el grano de la paja. Sin notar (o sin querer notar) lo que de verdad afecta a nuestros derechos y deberes fundamentales.

Si algo han entendido bien nuestros políticos es que hay que dejar pasar un poco de tiempo para que el globito de la indignación social se desinfle. Aguantar y dejar que vaya perdiendo gas, hasta convertirse en una masa arrugada e inerme, indefensa y vulnerable, completamente inútil.

Es curioso el efecto que tiene el tiempo en la memoria y la percepción de la realidad. Lo que hace tan sólo unos meses nos parecía escandaloso e indignante, completamente irreal, ahora simplemente constituye un detalle más dentro de la colección de anécdotas e historietas que nos deja la actualidad política día tras día.

Como escribió Cortázar en Todos los fuegos del fuego, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar.