No es baladí la solemne dramaturgia política escogida por el Parlamento francés para consagrar en la Constitución la "libertad garantizada" a la interrupción voluntaria del embarazo. La nación que descabezó la testa coronada del régimen tradicional ha venido a consumar este lunes en la antigua residencia real, el Palacio de Versalles, su primigenio proyecto revolucionario.

La constitucionalización del aborto sólo podía ser la consecuencia lógica de aquel ánimo insurreccional que se propuso reemplazar el orden natural por los designios soberanos de la voluntad humana. Liberté, égalité, fraternité y aborté, titulaba grotescamente, aunque no sin motivo, eldiario.es.

La sempiterna vanguardia de los "derechos sociales" ya puede presumir de ser pionera en todo el mundo cuando se trata de incluir contradictoriamente en su ley fundamental una libertad que entra en colisión con el derecho a la vida, y en apuntalar una discriminación entre los sujetos merecedores de dignidad que, de facto, la desprotege en su totalidad.

La Torre Eiffel iluminada con el rótulo Mi cuerpo, mi decisión, tras la inclusión del aborto en la Constitución francesa, este lunes en París.

La Torre Eiffel iluminada con el rótulo "Mi cuerpo, mi decisión", tras la inclusión del aborto en la Constitución francesa, este lunes en París. Reuters

No por sabido deja de fascinar el producto de décadas de obstinada ingeniería social, que se ha saldado con el 80% de los franceses asintiendo a dar carta de irrevocabilidad al infanticidio.

La abrumadora unanimidad de los parlamentarios desde la extrema izquierda a la extrema derecha (¡780 votos a favor y sólo 72 en contra!) da cuenta de la colonización totalitaria de la nueva axiología, fruto de una vertiginosa y drástica evolución de los llamados consensos sociales en la línea de abandonar la obligación de garantizar la vida del nasciturus.

¿Hay algún termómetro más elocuente del derrumbe moral irrevocable de las sociedades contemporáneas que la estruendosa ovación tributada a la cultura de la muerte en el hemiciclo y, fuera de él, el júbilo arrebatado de la muchedumbre en actitud festiva?

Habrá a quien esta escenografía propia de una celebración de la victoria en un mundial de fútbol le resulte una ilustración siniestra de la banalidad del mal. Pero se trata en realidad de un gesto que viene a poner de relieve la dimensión ideológica del aborto, y su carácter casi sacral para el feminismo contemporáneo.

Aunque a veces se insista en ellas, las consideraciones humanitarias o sanitarias juegan aquí un papel secundario. El aborto es el estandarte simbólico del feminismo radical porque librarse de un hijo no deseado se entiende como el acto supremo del empoderamiento de la mujer.

En el largo camino hacia la igualdad, femenil y francés, la maternidad se erige como la última frontera de subordinación, y su subversión se traduce en la liberación definitiva de la mujer del yugo del hombre.

Así lo afirmó explícitamente en su día Simone de Beauvoir, referente de esta lucha citada repetidamente en los últimos días en las sesiones de debate de la reforma constitucional francesa.

Beauvoir equiparaba el aborto a un método anticonceptivo más, una tecnología que permitía a las mujeres tomar control de su propia sexualidad. La interrupción voluntaria del embarazo empoderaría a las mujeres para despojarse de la servidumbre reproductiva, pudiendo desasirse del rol patriarcal de la crianza.

Aunque no explícitamente, es la misma línea que sigue el razonamiento del primer ministro francés, que ha proclamado que "vuestro cuerpo os pertenece y nadie tiene derecho a disponer de él en vuestro lugar".

Un argumentario que para algunas feministas, como ha recordado el recién elegido presidente de la Conferencia Episcopal Luis Argüello, parece regir para el aborto, pero no para la maternidad subrogada, donde se establece que una mujer no puede hacer con su cuerpo lo que quiera.

Con estos mismos argumentos que invocan la "libertad sexual y reproductiva", Sumar ha aprovechado el fantasma abortista que recorre Europa para proponer que "decidir sobre nuestros cuerpos" [los de las mujeres, claro] sea "un derecho recogido en la Constitución".

Lo mejor que se puede decir de esta espasmódica emulación de los debates extranjeros, práctica habitual en la agrupación lacrimal y meliflua de Yolanda Díaz, es que es perfectamente innecesario.

Porque aunque en España el aborto no está reconocido como un derecho constitucional como tal, sí lo está ya en la práctica.

En la sentencia del pasado 9 de mayo, el Tribunal Constitucional avaló la ley de plazos de 2010, declarando "el derecho de la mujer a la autodeterminación respecto de la interrupción del embarazo" como "manifestación del derecho de la mujer a adoptar decisiones libres sobre su propio cuerpo".

El sanedrín de Conde-Pumpido estimó que el aborto "forma parte del contenido constitucionalmente protegido del derecho fundamental a la integridad física y moral en conexión con la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad". Y reconoció el "derecho a la maternidad libremente decidida".

Toda esta fraseología de profunda carga ideológica, filosófica y hasta teológica, pensada para justificar que un ser humano pueda tomar una decisión terminal no únicamente sobre su propia vida, sino sobre la de otro ser, fue desmenuzada con precisión por Benedicto XVI.

Mostró que subyace a estas tesis una "concepción anárquica de libertad", en la que esta viene a significar que "nuestra propia voluntad es la única norma de nuestra acción".

Ratzinger habló del aborto como del epítome de la concepción aislacionista, falsificada y estrechada de la moderna libertad como emancipación, culmen del proyecto ilustrado de autonomía radical del sujeto sin dependencias.

[Editorial: Convertir el aborto en un derecho constitucional en Francia no cerrará el debate]

"La meta implícita de todas las luchas por la libertad de la modernidad es llegar a ser en definitiva como un dios, que no depende de nada y de nadie, y cuya propia libertad no está restringida por la de otro ser", aclaraba el papa.

El problema es que al intentar hacernos como dioses, en vez de una divinización, lo que obtenemos es la deshumanización. Abstraer la libertad como un bien individual es una deformación de la antropología relacional constitutiva del hombre.

Si el aborto es la plenitud de esta idea de liberación de la opresión del "orden supraindividual" es porque, como ella, obvia las "exigencias de la existencia en común" que impone la totalidad de la humanidad, y asume una libertad vivida como competencia.

El ser de la madre (análogamente al de cualquier otra persona en general) está en íntima unión con el del feto. La naturaleza humana (que la ideología abortista pretende subvertir, entendiendo que el hombre construye su propia naturaleza al obrar libremente) es la de un "ser-con" y un "ser a partir de" que obliga a un "ser-para".

La libertad siempre está asociada a una medida que impone la realidad, y al liberarnos de la verdad, como recuerda Ratzinger, "no obtenemos la libertad pura, sino su abolición".

Este debate, en definitiva, puede reconducirse a la diatriba expresada en el contraste entre aquel apotegma de José Luis Rodríguez Zapatero (no en vano, impulsor de la actual ley del aborto), que rezaba que "la libertad os hará verdaderos", y el dictum evangélico, que recuerda que "la verdad os hará libres".