En la escena inicial de Hijos de los hombres, la película apocalíptica de Alfonso Cuarón, las noticias anuncian el asesinato del joven de 18 años Diego Ricardo, "la persona más joven del mundo".

En la película, los seres humanos han perdido la capacidad de procrear, están al borde de la extinción y, a partir de este acontecimiento, y como buena película apocalíptica, se desata el más absoluto caos.

Lo que me llamó la atención es una pregunta que plantea el protagonista y que resume una cuestión de fondo fundamental en el tema de la natalidad.

Si ninguna mujer sobre la faz de la Tierra puede tener un hijo, ¿qué más queda por esperar del mundo y de la vida? 

Dicho de otra forma, ¿para qué seguir dándole forma a este mundo, cuando no va a haber nadie a quien entregárselo?

Me acordé de esta película cuando el INE publicó el número de niños nacidos en España en 2023. Es la cifra más baja desde 1941. Y casi nadie está hablando del tema. Como si ya lo percibiésemos como algo normal, como algo natural. Como una consecuencia lógica de los acontecimientos. De querer defender nuestra pequeña parcela de libertad ante cualquier tipo de posible y duradera responsabilidad. 

Se dice que es por el dinero. Que los jóvenes no tenemos forma de asumir el coste que supone tener y criar un hijo. Y hay bastante verdad en este argumento.

Pero dudo que sea la única razón.

'Las perfecciones', de Vincenzo Latronico.

'Las perfecciones', de Vincenzo Latronico.

Estos días estoy leyendo Las perfecciones, de Vincenzo Latronico, un libro que cuenta la mudanza y vida de una pareja de un país mediterráneo (se intuye Italia) que se instala en Berlín. Un retrato generacional que escuece un poco (por ridículo) si se pertenece a esa generación que está cartografiando. Porque la vida que representa es la de una existencia concienciada, ecofriendly y artística, sin convencionalismos, experimental, sin hijos ni ningún tipo de atadura que no se pueda disolver con un clic en una app o un mensaje de texto. Una vida llena de abundancia, aunque no queda muy claro de qué. Una vida llena de libertad, aunque no se sabe muy bien para qué.

Latronico va situando las distintas chinchetas sobre el mapa millennial para acabar mostrando cómo todos, de una u otra forma, nos hemos convertido en una especie de cliché con patas que abraza convencionalismos e ideales aparentemente buenos y formas de vida aparentemente deseables que acaban resultando en una forma de estar en el mundo sin horizonte. 

Y esto es lo que reflejan las cifras de natalidad en España y en Occidente. La ausencia de un horizonte que resulte iluminador, que contenga algo de esperanza. Traer un niño a este mundo es una de las mayores muestras de esperanza en el futuro, en nuestro mundo, en nuestra forma de vivir.

Y por las cifras que manejamos, está claro que la hemos perdido parcialmente. 

He escuchado en repetidas ocasiones que traer un niño a este mundo es un acto egoísta e irresponsable. Pero lo que me extraña es que se espere cualquier otra cosa. Por supuesto que es un acto egoísta.

Es una decisión, en la que no se debería tener en cuenta ni la culpabilidad que se está intentando meter a la fuerza en los hogares ("piensa en el planeta: un niño contamina mucho", "piensa en tu futuro: un niño arruinará tu carrera", "piensa en tu libertad: un niño te esposará permanentemente a él") ni a todo el mundo que quiera opinar al respecto. 

Es una decisión que defiende la esperanza encarnada que representa un niño.

De camino a la cafetería desde la que estoy escribiendo estas líneas me he fijado en un padre que estaba esperando el metro con su hija en la Puerta de Brandeburgo. En cómo iba contestando con una paciencia infinita las preguntas de su hija que borboteaban como una fuente, sin aparente fin.

Las contestaba como si no hubiese otra posibilidad que tomarse absolutamente en serio todas las preguntas que hacía y contestarlas con la misma diligencia como si se las hiciese un adulto. Puede que haya tenido un buen día, o puede que siempre sea así con su hija.

El hecho es que con cada respuesta, a ella se le iba iluminando un poco más la cara. Porque el mundo se iba desplegando, esquina a esquina, pregunta a pregunta, poco a poco, como un gran mapa ante sus ojos, ante ella.

Y ahí estaba. En esa cara. El egoísmo transformado en esperanza.