Tiene Galicia fama de tierra mítica, de geografía de supersticiones y apegos telúricos que troquelan la imaginación de sus gentes.

Álvaro Cunqueiro esbozó los contornos del alma gallega como aquella que "tiene los pies en el río del olvido y la cabeza en el final de la tierra conocida", hallando el sentido etnográfico de las fábulas de brujas en un folclore que permitía mantener la paz social al imputar las tropelías vecinales a fuerzas sobrenaturales, disuadiendo así las venganzas intestinas entre fratrías.

Pero hete aquí que esta región nostálgica, socarrona y crédula puede haber contribuido a la caída del mayor mito político de nuestro tiempo: el de la resiliencia del tenaz Pedro Sánchez, especialista en sobreponerse a los reveses demoscópicos con artes audaces y encomiable obstinación.

Pedro Sánchez en un acto del PSOE en Lugo la semana pasada.

Pedro Sánchez en un acto del PSOE en Lugo la semana pasada. Efe

A veces, por desgracia para los demiurgos discursivos, la realidad es aún más obstinada. Y la ratificación de la mayoría absoluta del PP este domingo consolida el paradójico panorama en el cual el líder de la oposición atesora la práctica totalidad del poder territorial, mientras el presidente del Gobierno conserva apenas un par de feudos allende Moncloa.

Ante todo, los míseros 9 escaños cosechados por el valido sanchista en Santiago han tenido el efecto de disipar el encantamiento en el que estaba instalado el PSOE tras la inopinada reelección de su presidente.

Al final, resulta que quien había tenido una digestión pesada del 23-J no era Feijóo, sino Sánchez. Y su empeño por convertir el 18-F en un plebiscito sobre el liderazgo del presidente del PP ha redundado, inversamente, en un cuestionamiento del suyo.

Ahora se hace evidente que las generales no pasaron de un impasse anómalo y extraordinario en la tendencia que había consagrado el 28-M: el del hundimiento de la marca socialista en la práctica totalidad de plazas de las Españas.

La oceánica altivez característica del liderazgo de un perdedor nato que ha sobrevivido a base de edulcorar sus fracasos llevó al PSOE a creerse sus propias fabulaciones. Olvidó que España estaba inserta en un cambio de ciclo político desde que el PP diera en 2022 un vuelco sociológico al fetiche socialista que era Andalucía.

No se podrá negar el rendimiento literario de un personaje que un año después de haber sido desahuciado de Ferraz acabó escamoteándole el colchón a Mariano Rajoy. La segunda entrega de su cantar de gesta, a cargo de "la plumme" (sic) Irene Lozano, estaba pensada para perpetuar su leyenda, actualizada con la defensa de la ciudadela de la democracia de las huestes ultraderechistas el pasado julio.

El fiasco gallego ha asestado el golpe de gracia al espejismo de la robustez de la resistencia sanchista. Debajo de él no hay nada. Tan sólo las siglas hueras de una formación que las exigencias amarradoras de su cesarismo han drenado hasta el raquitismo.

Sánchez ha sacrificado en el altar de la Moncloa a sus barones, y con ellos la capilaridad territorial de su partido. Ha canibalizado al PSOE, y el separatismo que ha alimentado ha terminado a su vez canibalizándolo a él. Después de este festín con reflujo, de la rosa sólo quedarán las raspas.

Se da la ironía de que la estrategia plurinacional a la que Sánchez ha fiado sus posibilidades sólo funciona a nivel nacional, mientras que naufraga en las respectivas nacionalidades históricas.

El marco que el sanchismo quiso forzar, el del frente de confederalistas asimétricos contra los unionistas testarudos, le ha acabado pasando por encima. Y podría haber aventado un escenario pospopulista en el que la izquierda a la izquierda del PSOE ya no esté encarnada por el ecoprogresismo feminista chuequero en el que se ha venido apoyando en Madrid, sino un nacionalismo periférico en imparable ascensión.

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Sería divertido que, habiéndose relegado a una posición auxiliar de los partidos separatistas en sus respectivos territorios (el PSOE ya sólo sale a ganar las generales, y ni siquiera eso), Sánchez hubiera acabado auspiciando un nuevo bipartidismo derecha-independentistas del que él estuviese excluido.

¿Queda alguien fuera de la hinchada norcoreana sin darse por enterado de que, lejos de haber devuelto al nacionalismo al redil de la constitucionalidad, la lógica política sanchista lo ha empoderado como nunca antes? El incendio interterritorial que ha desatado resulta ya imposible de sofocar, con el agravante añadido de que no sólo chamuscará al PSOE, sino al conjunto de españoles.

En lo que concierne al dizque resistente nato, el apercibimiento también por los suyos de que el programa plurinacional ha llegado a beneficiar únicamente a la persona de Sánchez puede abrir las condiciones de posibilidad para que hasta los votantes socialistas tomen conciencia de su absoluta divergencia con el líder.

Incluso los proyectos más flagrantemente caudillistas (de hecho, especialmente ellos) deben al menos simular narrativamente una representatividad que permita a los adláteres identificarse con su capitán.

Si adviene un extrañamiento total de los militantes con respecto a él, si se desvanece cualquier ficción de unidad de intereses, caerá la tramoya y la deriva tiránica se hará plenamente perceptible.

En tal caso, se abriría para Sánchez un escenario ignoto que ni mucho menos se compadece con la tierra firme del título del segundo volumen de su hagiografía.