Vox va a por todas en la llamada batalla cultural, muy alejada de aquellos planteamientos de la kulturkampf, según la fórmula de Virchow, en la Alemania de Bismarck contra el Zentrum católico. Se parece algo más a la lucha antimarxista de la que hablaba Hitler, en cuanto se trata de acabar con una doctrina, la marxista, cuyos efectos sobre las sociedades europeas son "devastadores", al actuar como disolvente de los principios y valores que constituyen los pilares en los que se basa y se conserva la vida europea, no ya sólo la española.

El presidente de Vox, Santiago Abascal.

El presidente de Vox, Santiago Abascal. EFE

En esta batalla cultural, se supone que abandonada en España por la derecha del PP ("derechita cobarde", dice Abascal, o "maricomplejines" según Losantos), Vox se presenta como un partido que está dispuesto a darla. Convencidos, muchos de sus dirigentes, de que la superioridad moral está de su lado.

Vox se alimenta de lo que Javier Herrero, en su clásico Los orígenes del pensamiento reaccionario español, caracterizó como "mito reaccionario". La idea de que España era "grande" cuando se regía por los "principios y valores" que la originaron, con la monarquía (el Trono) y la iglesia (el Altar) como representantes del poder temporal y espiritual, respectivamente.

La desviación contemporánea de España de esos principios, producida por una conspiración enemiga (desde los afrancesados hasta los socialistas, pasando por todo tipo de monstruosidad antiespañola), la llevan al despeñadero de su descomposición. De tal modo que hay que regresar a esos valores para que "España sea grande otra vez".

Hoy día, la anti España ya no está representada por los afrancesados, o por los philosophes, o por el jacobinismo (como querían el padre Rafael de Vélez o el Filósofo Rancio), sino por la nueva izquierda (como la llamó Scruton). Por el omnipresente correctismo progre.

Frente a esta hegemonía, Vox quiere dar la batalla en todos los frentes, y muy principalmente en el frente intelectual, porque entiende (y es cierto, claro) que no se puede vencer sin convencer. Sin persuasión, la victoria no es duradera.

Con el crecimiento y el respaldo electoral que Vox va teniendo, presumiblemente en ascenso, el partido de Abascal ha creado un think tank que sirve de depósito de ideas con el que dar esa batalla y no cometer así el error que cometió el PP de Aznar y de Rajoy, cuyo descuido contribuyó a que esa hegemonía de la izquierda se consagrase y enquistase en prácticamente todos los ámbitos institucionales (sobre todo en los relacionados con la cultura).

Disenso, llamaron a la criatura, con su órgano de expresión La Gaceta de la Iberosfera, y cuyo nombre, de aire contestarlo y frentista (en contraste con la pusilanimidad del PP), ya señala las decididas intenciones de plantarle cara al "correctismo progre" imperante.

Y para que se vea que no va de farol, así de audaz se presenta, incluso con insolencia fanfarrona, Vox promete atacar a la vaca sagrada que está en el corazón de la doctrina progre. A saber, Marx y el marxismo.

La matriz, el origen de todas las patologías sociales e ideológicas que padecemos (esta es la idea nacionalpopulista de Vox) está en el llamado marxismo cultural. En España ha sido la versión política de este marxismo cultural, el socialcomunismo, con Pedro Sánchez al frente, el aliado fundamental de todas las fuerzas separatistas que quieren acabar con la Nación.

De hecho, el llamado gobierno Frankenstein significa, y así lo creen en el partido de Abascal, la vuelta al comunismo y un revival del frentepopulismo de los años 30: comunismo y separatismo unidos. Frentepopulismo que, según ellos, provocó una guerra civil.

No es falso, desde luego, que exista una concepción talmúdica del corpus marxista (por ejemplo, en Althusser y sus epígonos estructuralistas) desde la que se comprende que una lectura directa y sin intermediarios de Marx da la clave para resolver toda contradicción o problema social.

Ahora bien, frente a esta concepción salvífica del marxismo también existe una concepción demonológica del mismo no menos ridícula. Como si el buen orden del mundo tradicional se hubiera puesto patas arriba a partir de los planteamientos subversivos de Marx y el marxismo, viendo en los comunistas, y así los retrata Jiménez Losantos en su Memoria del Comunismo, una especie de démones, de faunos al servicio del dios Pan que traen el caos frente al orden tradicional.

Tanto es así que Losantos entra en el detalle escabroso acerca de, por ejemplo, los granos purulentos de Marx o el cerebro consumido y seco de Lenin, queriendo dar prueba, con el deterioro físico de los comunistas, de la degeneración moral del comunismo. Un análisis, amén de morboso, completamente infantil.

Existe, pues, a propósito de esta crítica al comunismo, una visión de la tradición según la cual esta se concibe como enteriza, exenta de contradicciones, paradisíaca, en la que "cada cosa está puesta en su lugar" y que, subversivamente, el marxismo ha tratado de trastocar e incluso demoler hasta convertir ese paraíso en un infierno.

En esta línea, y ligado a Vox, se puede observar un auge del conservadurismo, con una serie de autores reunidos en torno a ese tanque de pensamiento llamado Disenso y que reivindican la restauración de ese orden tradicional (Dios, patria, rey, familia) amenazado por la nueva izquierda y el marxismo cultural.

Yo asistí a la presentación en sociedad de este neoconservadurismo hace unos años, en 2018, cuando la editorial Homo Legens, con Kiko Méndez-Monasterio a la cabeza, presentó en Madrid el libro Cómo ser conservador, de Roger Scruton (dicho sea de paso, fue la última vez que me encontré con Abascal en persona).

Prologado por Enrique García-Máiquez, el libro llama la atención acerca de las amenazas que asedian a la civilización occidental (de la que el autor se considera representante, claro) y fija su posicionamiento ideológico conservador ante aquellas grandes ideas o constelaciones de ideas que influyen en la actualidad política (nacionalismo, socialismo, capitalismo, liberalismo, ecologismo). Siempre teniendo en cuenta que todo lo bueno (pulcrum, bonum, verum) es frágil si no se lucha por su conservación.

El libro incorpora como apéndice la Declaración de París, que quiere ser la guinda, en forma de manifiesto (firmado en 2017), de lo que esta ideología conservadora significa. Declaración firmada, entre otros, por Juan Bautista Fuentes Ortega o Serafín Fanjul, y que junto con la Carta de Madrid, firmada por Santiago Abascal, son el bagaje documental con el que se quieren reivindicar esos valores conservadores.

La cuestión es que la idea de una tradición, así presentada en bloque, y cuyos valores hay que conservar frente a la amenaza subversiva del marxismo, es oscura y confusa. Pareciendo evidente, no tiene sentido ninguno, salvo el electoralista y populista.

Una tradición paradisíaca fijada en un tiempo pasado más o menos ideal es un mito reaccionario que se da de bruces con la realidad conflictiva de la historia. Las luchas entre el Trono (el poder civil) y el Altar (el poder eclesiástico) en la época medieval o en la moderna eran cervales, sin apenas tregua. Por no hablar de las pugnas en el seno de la propia Iglesia.

Un ejemplo. Cuando se mira una catedral como un símbolo de la grandeza y solidez de los principios que regían la sociedad medieval, se olvida que su construcción se pagaba con duros impuestos. Impuestos en los que Vox vería hoy socialcomunismo (en 1233 se detuvieron las obras de la catedral de Reims cuando la población, agobiada por la campaña de recogida de fondos para su construcción, asaltó el palacio del obispo y el cabildo; el rey, a continuación, dictó duras sentencias contra los rebeldes).

El mito de un pasado armónico (mito reaccionario) es tan metafísico y mítico como el del futuro paradisíaco (mito progresista). Y ambas ideas, por cierto, son igualmente conspiranoicas: fuerzas del mal que nos acechan, el comunismo para unos, el fascismo para otros.

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Presentar el marxismo como una monstruosidad antinatural, como el reverso tenebroso de la civilización (con cuernos y rabo, con granos purulentos y cerebro ennegrecido, como lo presenta Losantos), es un puro mito oscurantista que no tiene más sentido que el propagandístico y que se resuelve en el pim pam pum ideológico de la electorería, de la lucha fratricida por el voto.

Y el caso es que esta papilla infantiloide, este cuentecito de buenos, buenísimos, y malos, malísimos, de España y anti España, se la está tragando bastante gente y está preparando emocionalmente al electorado español para que, en las próximas elecciones, asistamos a una lucha entre el Dios España y el demonio de la anti España, de tal manera que votar a Sánchez sea como votar al mismísimo diablo.

Ya decía Unamuno con razón que "lo más del llamado en España tradicionalismo no es sino cainismo".

Y así trabaja el partido 'napo', es decir, nacionalpopulista, levantándose todos los días temprano (no olvidemos que se trata de "la España que madruga") y considerando que media España envenenada de socialcomunismo "ha de helarte el corazón".