Los restauradores barceloneses han entrado en campaña electoral con un anuncio que nos pide que seamos un poco menos cascarrabias y que aprendamos a valorar lo bonita que está dejando la ciudad Ada Colau con sus superislas. Se ve que nos quejamos de vicio y no hemos visto fotos más bonitas de niños jugando a la pelota donde antes había coches y contaminación. Pero las hemos visto. 

Y también hemos visto como lo que tenían que ser estos idílicos parques para el juego de niños y el paseo de los viejos se han convertido, también ellos, en pocas horas, en una inmensa terraza para guiris.

Es comprensible la alegría y comprensión de los hosteleros (quién los ha visto y quién los ve). Porque Colau, que algo de instinto tiene, ha entendido muy bien que en una Barcelona decadente tanto política como económicamente, pero que conserva el encanto de Gaudí, el sol y la playa, lo más barato que puede ofrecer a propios y extraños es el terraceo. Esa versión moderna y medio pija del viejuno, pueblerino y pobretón "echar la tarde a la sombra delante de casa". 

De aquí que estas superislas, después de tantos años, de tantas promesas y de tantos meses de obras, lleguen justo a tiempo para las elecciones. Con la esperanza, muy razonable, de que, además de a los restauradores, le sirvan a la alcaldesa para ganarse el favor de todos aquellos que sueñan con ser los siguientes agraciados. De todos los que esperan que la siguiente superisla sea justo, justo, justo debajo de su casa. Aunque ahora, de momento, tengan que soportar el tráfico desviado, la basura acumulada y el ruido insoportable de las obras y las retenciones debajo de su ventana

Ada Colau y Jorge Javier Vázquez en un acto de Sumar en Madrid.

Ada Colau y Jorge Javier Vázquez en un acto de Sumar en Madrid. Europa Press

Es un poco como el sueño americano, donde todo es posible y todo el mundo espera hacerse rico de un día para el otro, pero sin ninguna de sus virtudes supuestamente protestantes. Aquí no se trata nunca de tener una magnífica idea, sino, básicamente, de que te toque la lotería y seas el próximo agraciado por las buenas intenciones de Colau. 

Pero, por triste que sea, sobre esa ingenuidad, esas esperanzas y esos intereses se han fundado grandes civilizaciones. Por eso, mucho más triste que lo de los conversos y lo de los vendidos es lo de los decepcionados con Colau. Porque ellos sólo pueden estarlo por motivos equivocados. 

Porque las superislas son una cosa muy capitalista y decorativa para quienes esperaban de Colau poco menos que la revolución socialista definitiva. Y, además, y como dicen ahora, gentrifican. Porque son un gran invento para hosteleros y propietarios de esas calles en concreto. Propietarios que, después de unos pocos meses de obras, han visto "pacificada" la calle y multiplicado el valor de sus propiedades.

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Y Colau confía en que, con estas minorías evidentemente beneficiadas y con la gran masa de los votantes aspiracionistas que sueñan con ser los siguientes, le baste para conservar el poder. 

Pero, para los demás, para quienes viven de alquiler, por ejemplo, la superisla es uno de esos raros manjares que verán, pero no catarán. La superisla no es para ellos, que no podrán pagar los nuevos alquileres y se verán, como dicen cuando pasa en otros barrios y con otros alcaldes, expulsados de sus casas para dejárselas a los hipsters esos que vienen a teletrabajar a Barcelona para vivir aquí como ricos y al solete y en un pisazo del Eixample con el sueldo que en su país les daría para vivir como currantes de clase media compartiendo habitación con algún estudiante borrachuzo. 

Así que tienen razón, las superislas gentrifican. Y la única alternativa a la gentrificación parece ser la miseria. Porque de un barrio pobre y sucio nadie se ve expulsado.

Y, sin embargo, en la Barcelona de Colau todo parece posible al mismo tiempo. Es posible tener un alquiler cada vez más alto en la calle cada vez más sucia y más ruidosa. Porque ese es el efecto que para muchos ciudadanos de Barcelona ha tenido la regulación del precio del alquiler, que se ha cargado la oferta de pisos, especialmente en los barrios más modestos.

Y es el efecto de las superislas, que han desviado el tráfico hacia las calles colindantes, aumentando las retenciones, el ruido y la contaminación. Urbanismo táctico, lo llaman, ese tecnicismo con el que han bautizado la política que consiste en putear a los ciudadanos para que hagan lo que les mandamos, pero sin quejarse. Que dejen el coche y vayan paseando tranquilamente al trabajo (porque en bus, claro, ahora es imposible) o a vivir fuera de Barcelona, donde el aire es más puro y la gente está menos amargada.

Es lo bueno de la campaña de los restauradores y del sueño barcelonés de Ada Colau. Que nos convierte a todos, detractores y decepcionados, en cascarrabias parodiables a quienes cada vez hay que hacer menos caso.