No sabíamos lo cómodo que era el bipartidismo hasta que estalló una tarde de mayo por los aires porque dos se alargaron en una plaza. Lo que quedó después en la política española tiene más de circo que de política. De circo romano, con sus leones y con su arena. DEP Mariano Rajoy, Albert Rivera y Pablo Iglesias.

La vicepresidenta Yolanda Díaz, con los ministros Alberto Garzón y Joan Subirats y el presidente del grupo parlamentario, Jaume Asens, en el Congreso.

La vicepresidenta Yolanda Díaz, con los ministros Alberto Garzón y Joan Subirats y el presidente del grupo parlamentario, Jaume Asens, en el Congreso. Chema Moya EFE

Desde entonces, la política en España ha sido como leer las guerras de Roma, parece aquello tan lejano. Cuando el BOE lo escribían los clásicos y la vida era recta y uno podía saber lo que esperar de sus representantes políticos. Por ejemplo, que Pedro Sánchez se arrejuntara con Podemos y con todo lo que cayese a su izquierda con tal de tocar poder. Aquello era predecible.

Así llegaron a Moncloa y convirtieron la Moncloa en un reino de taifas donde los ministros de un partido no se hablan con los del otro. No contentos con ello, lo atomizaron todo más desde que Yolanda Díaz no quiere ser de Podemos, que ella quiere ser capitana de la tropa a la izquierda de la izquierda.  

Por eso monta Sumar, que es Podemos sin coleta. La izquierda y sus guerras. La izquierda que cuando se mete a comunista siempre acaba gestionando la miseria. Véase Cuba, Venezuela y, en el caso de Podemos y de Yolanda, la irrelevancia de los votos que les auguran las encuestas. 

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Pelean por la nada con uñas y dientes. Les da lo mismo la tasa de empleo y la deuda pública del Gobierno que vicepresiden. Tampoco les preocupa que los organismos independientes les estén señalando que los contratos fijos discontinuos sólo eran una forma de maquillar las cifras de parados.

Pero ellos, Yolanda Díaz, Alberto Garzón, Irene Montero e Ione Belarra sólo se despellejan por ver quién tiene más grande el acta de diputado. Ellos, convencidos de que la izquierda no se rompe, de que al fondo siempre hay sitio.  

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Y más al fondo, Pablo Iglesias, padrecito a la izquierda de la izquierda, que le llevan los demonios por ver cómo en apenas cinco años han dilapidado la hegemonía de lo que él creía un imperio en el que no se pondría el sol. Pablo Iglesias se creía Napoleón y no aguanta más en su destierro de Galapagar. Mucho menos que los restos de las taifas del imperio de la izquierda (Izquierda Unida, En Comú, Compromís, Más País, En Marea y cía) los acaudille una señora que no es la suya. 

Con suerte, si se empeñan, esto quedará de nuevo en un Parlamento con un partido a la derecha y otro a la izquierda.