El algodón demócrata del independentismo no engaña a nadie, como tampoco a aquel avispado mayordomo televisivo que anunciaba en los años 90 las maravillas de un producto de limpieza doméstico.

Sólo que, a diferencia de la pulcritud con que el pedacito de algodón aparecía en los dedos del criado tras pasar por la mesa del salón, el de este Gobierno y sus socios catalanes surge cargado de porquería. El tipo de suciedad totalitaria natural a cualquier nacionalismo.

Lo digo tan escatológico por las noticias que llegan de Esquerra Republicana de Catalunya. Si Pedro Sánchez ya alivió a la fiera (y se aseguró los Presupuestos y quién sabe si también otra legislatura) gracias a los indultos o la "equiparación europea" del delito de sedición, ERC parece ufana.

Por una parte, está ganando así la guerra con los restos de Convergencia, un PDeCAT totalmente despistado y arrollado por los acontecimientos. Burguesía conservadora que está pagando las tonterías cometidas desde el alocado Artur Mas.

Reunión semanal del Consejo Ejecutivo del Gobierno autonómico catalán.

Reunión semanal del Consejo Ejecutivo del Gobierno autonómico catalán. EFE

Por otro lado, Esquerra se erige ante la blanda opinión pública indepe (el diván de TV3) como la verdadera y más fiable formación para recorrer el soñado camino a Ítaca. En un documento del partido de Pere Aragonès puede leerse la matraca de siempre, tan asumida por Podemos y el quintacolumnismo del PSC. Destaca "avances en la desjudicialización del conflicto y en la agenda antirrepresiva".

A colación podríamos evocar unas palabras de Salvador Illa en 2021. "Ni Cataluña será independiente, ni habrá amnistía, ni referéndum", dijo este señor de gesto gafe, lo que sugiere que, cumplida ya la amnistía, vendrá una consulta o referéndum y luego ya veremos.

Retocado el Código Penal según los intereses del grueso Junqueras y compañía, una declaración de secesión más o menos unilateral, o disimulada tras una votación de feria, podría poner a España al borde mismo de la atomización nacional. 

Volviendo al algodón, la higiene democrática de los chicos de Esquerra es harto discutible. Así, su petición (o chantaje político) al Gobierno es que el ansiado referéndum debería obtener un 50% de participación para ser válido y sólo un 55% de votos favorables (síes) para comenzar a negociar la independencia.

Es decir, con un aplastante 27,5%, el negocio se habría hecho.

[El Gobierno cierra la puerta al referéndum que exige ERC: "Ni pactado ni por la vía unilateral"]

La xenofobia nacional no disimula gobernar (o decidir el futuro) sólo para la propia parroquia. Ya se vieron tales mimbres en las sesiones del Parlament de 2017 que llevaron al huidizo Carles Puigdemont a declarar una liberación de ocho segundos. 

La de ahora es una propuesta inspirada en aquella consulta de Montenegro, antigua Yugoslavia desmembrada por la que, históricamente, el nacionalismo suspiraba, aunque todo acabara en matanzas identitarias e inseguridad fronteriza. Además, y para que cunda el espíritu festivo colegial, tan querido por los catalanes, podrán votar los mayores de 16 añitos, hayan o no elegido sexo o sepan o no escribir catalán sin faltas de ortografía.

Una vez conseguida la gran victoria (ha habido "exitosos" procesos electorales en África con similar participación), el documento republicano apela a "la buena fe del Estado" para "la creación de una República Catalana independiente reconocida internacionalmente" con mediación internacional. 

No desvaneció nunca el espíritu del ho tornarem a fer ("lo volveremos a hacer"). En cualquier caso, se recogió en los cuarteles de invierno mientras el Estado volvía a las debilidades de la mano del PSOE.

De entre las pocas dudas que semejante panorama puede despertar, la "buena fe" del presidente Sánchez me parece inquebrantable.