Si lo que viene es una guerra de verdad (dejemos al margen las apuestas sobre cuál será la primera guerra mundial del siglo XXI, cosa de trileros), estaríamos verificando la famosa maldición que atribuye un inevitable conflicto de esta naturaleza a toda pospandemia que se precie. Pero, a priori, lo que se vislumbra es un pulso de los bajos fondos en los palcos de la política tras un paréntesis de canguelo.

La sensación es de un engallamiento impertinente e infantiloide de líderes que llevan demasiado tiempo escondidos miedosamente del virus en los palacios del poder, celosos de la hegemonía de la pandemia en el pandemonio de sus misiles nucleares. Ahora tienen hambre de volver a escena. Putin es un autócrata que ha tenido que encerrarse en su jaula compitiendo de un modo cutre por alardear de vacuna en tiempo récord y apenas amagando con hacer las maldades que más le apetecen. Entre ellas, invadir Ucrania.

Ahora ha cogido el toro por los cuernos, acaso convencido como Sánchez de que la Covid se ha gripalizado. La guerra no es toda la pesadilla de una pospandemia que estamos acelerando como si estos muertos, que son más, fueran menos que los ya acumulados en dos años de masacre. La fauna que gobierna el mundo se está luciendo.

Ahora es cuando echamos de menos a Angela Merkel y una nómina más decente de líderes que estén a la altura de las circunstancias para encauzar el planeta de los pandémicos y retornar a un mundo de gente sensata y sociable, cuando la autoridad competente lo disponga. Pero el mundo entero es un teatro, como decía Shakespeare, y se han quedado los actores secundarios. Bush hijo frente al 11-S dio el pego y las encuestas lo propulsaron, aunque mintiera como un bellaco sobre las armas de destrucción masiva de Irak.

Ya no podemos escudarnos en que es Trump el que ha desquiciado a la clase política mundial. Haría falta en la Casa Blanca un Julio César, que era escritor y militar, para encararse a enemigos imperiales de esta calaña, alguien menos descaecido que el ya casi octogenario Joe Biden, que agotó su efecto balsámico y genera desconfianza desde que abandonó Afganistán por la puerta trasera perdiendo aceite por el tubo de escape. Ahora que se necesita un contrapeso convincente, el valiente Biden que llamó a Putin asesino a poco de debutar, languidece y genera dudas. Malos prolegómenos para una guerra incierta, si el conato acaba en incendio.

Dos años de Covid y uno de Biden parecen haber envalentonado a Putin, que despliega tropas a tutiplén en la frontera con Ucrania, según las imágenes vía satélite de Maxar Technologies. Los rusos se quejan de que los americanos han estado pertrechando a Zelenski con misiles y sistemas antitanque. Y que Reino Unido ha enviado a Ucrania toneladas de armamento en aviones militares.

Pero esta guerra coge a Boris Johnson librando la suya particular, entre deserciones de los tories, para no perder el cargo por las francachelas en Downing Street durante el confinamiento y los viernes de vino de la pandemia, amén de las botellas y platos con bocadillos en pleno luto por el príncipe Felipe, esposo de la reina beoda. De manera que Putin juega con ventaja. Biden no es Obama ni Kennedy, y Johnson está en la cuerda floja.

El mundo no se ha repuesto todavía de este dragón de seis cabezas y cuando la economía hace planes de reconstrucción en Occidente, Rusia hace el trabajo sucio a China en la recomposición del tablero con una miniguerra de guion que puede hacer saltar las costuras del equilibro geopolítico por los aires y dejarnos de nuevo sin turismo ni recuperación, ese mantra hiperbólico. El caos puede ser de tal calibre que el crac del 29 y la Gran Recesión de 2008 nos parecerían dos bromas de la historia ante un fin de fiesta con fuegos artificiales en el mismísimo infierno.

La fauna que rige nuestros destinos abocaba a algo por el estilo. En América, de Norte a Sur, no escapa un presidente que dé la talla en un hipotético escenario pospandémico. En Europa, el aplicado Emmanuel Macron puede quedarse afónico pidiendo a las partes que dialoguen bajo el formato Normandía (Francia y Alemania ejercían de intermediarios entre Rusia y Ucrania hasta 2019), cuando el lenguaje parece agotarse en beneficio de las armas.

Ni Francia presidiendo la UE ni España acogiendo la cumbre de la OTAN este año tienen margen de maniobra: quienes cortan el bacalao se retan en Ucrania, pero en realidad hace tiempo que meditan dirimir sus diferencias.

Es la hegemonía, idiotas. En 1997, cuando la apertura al Este de la OTAN era ya previsible, Boris Yeltsin firmó con su homólogo chino Jiang Zemin una declaración política para oponerse a que una superpotencia (la no mencionada Estados Unidos) se arrogara un papel hegemónico en el mundo moderno.

Putin no ha sido menos efusivo que Yeltsin en su afinidad con Xi Jinping (a las puertas de su tercer mandato), ni ahora ni antes que el que mandaba en Washington era su amigo Trump. Rusia tenía a mano el volcán ucraniano para explosionar un endeble ínterin de sosiego tras la Guerra Fría. Quizá más manejable que el sueño telúrico de China de abducir a Taiwán. El mundo está a punto de erupción. Ucrania-22 es el nuevo virus, el orgasmo de Putin.