Vladímir Putin es el gran agitador de la contrapolítica europea de esta época. Sueña con la disolución como un azucarillo de la Unión Europea. Alienta gobiernos ultras como Hungría. Ahora que ha vivido en carne propia una suerte de invasión autoinfligida, ve las orejas al lobo en su testa. Yevgueni Prigozhin, el títere mercenario del grupo Wagner, es su peor metáfora.

El presidente del parlamento autonómico balear, Gabriel Le Senne.

El presidente del parlamento autonómico balear, Gabriel Le Senne. EFE

Si Vox quería alertar del rostro que se oculta detrás de la careta en esta representación teatral española de máscaras venecianas, nada mejor que la franqueza de Gabriel Le Senne, su flamante presidente del Parlamento balear. El político de extrema derecha proclama a los cuatro vientos varios de los dogmas que preocupan en Europa.

Y es cierto que, al escuchar algunas de sus reprobables opiniones ("las mujeres son más beligerantes, porque carecen de pene" y "los europeos estamos siendo reemplazados por los africanos"), se cobra de pronto conciencia, como por un fogonazo, de que la democracia española debe ponerse ya una venda por lo que pueda suceder el 23 J.

Todos los partidos merecen un trato similar una vez que han traspasado la rendija de las urnas. Incluido EH Bildu, incluido Vox. Cosa bien distinta son las cuotas de poder y el rango institucional que adquieran en el seno, coseno y tangente del Estado sin que se resienta la democracia, que no es un organismo invulnerable.

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Los extremos no han de ser expulsados al infierno de antemano de un modo generalizado, como se confina la peste. Tras la pandemia, se dictan cordones sanitarios con demasiada ligereza sin entrar en detalles y más allá de la trascendencia de que la presidenta del Parlamento balear, Marta Fernández, de Vox, llamara al papa Francisco "un ser luciferino".

Pero las elecciones generales no proveen de gobernantes a municipios y comunidades, sino que deciden mayorías que determinan la figura del presidente. Y de él se derivan, a su vez, vicepresidentes y ministros de la nación.

Dar el plácet a Vox para entrar en la Moncloa es un laudo inédito que refunda de carambola la democracia por sus reminiscencias históricas. Italia pasó por ese aro a finales del año pasado, no sin expectación y recelos por parte de Europa. Alberto Núñez Feijóo tendría que descorchar esa botella, ¿sería un honor?

El escalofrío que recorre la UE, a la vista del sesgo de las encuestas en su cuarta economía, España, es un hecho. El efecto ultraderecha ya no sorprende a nadie. Se inició tímidamente en la Europa prebélica (anterior a febrero de 2022, cuando la invasión de Ucrania) y se ha normalizado en Italia y en el país más feliz del mundo, Finlandia.

Da la impresión de que Bruselas no contaba con eso. En Helsinki (nunca mejor dicho) vivían en Jauja con la socialdemócrata Sanna Marin, que tuvo que pedir disculpas al ser sorprendida en algunos saraos pasándolo bien. Y ahora se acaba de instaurar en las urnas el gobierno (legítimo) del conservador Petteri Orpo en coalición con el Partido de los Finlandeses (el Vox finés), que ostenta siete de los 19 ministerios. Esto va en serio.

Ya tenemos una idea aproximada de lo que pasaría en España dentro de unos días tras cruzar el 28 M y el 23 J. Si Sánchez gana a los sondeos como Felipe González en 1993, se pospone ese test por la derecha y sabremos si se reedita o no por la izquierda.

Pero si Feijóo se hace con la vitola de candidato más votado y con Vox suma, la historia es otra. Y el paso de ese Rubicón es de vértigo. Salvo que el político gallego tenga retranca para templar las ínfulas de la ultraderecha, que ve en Valencia una España entera con violencia familiar y sin violencia de género, y que reniega de la extremeña María Guardiola (extremeña no extremista) llamándola "el socialismo azul".

Feijóo afronta ahora una suave rebelión wagneriana por el ruido de los pactos con y sin Vox, si bien tiene fuentes donde beber en la Transición conservadora de UCD, que tantas veces invocara el PP.

Si fuera así y el 24 J dos partidos constitucionales con peso histórico y una alta responsabilidad respecto a la democracia española y la propia existencia de la Unión Europea se sentaran a hablar seriamente para establecer las coordenadas de una legislatura responsable, sería deseable que se imprimiera un nuevo rumbo sin nostalgias peligrosas en este momento crucial para la UE, entre las bombas en Ucrania, la carajera rusa y el euroescepticismo.

Feijóo deslizó y mantuvo la tesis de la lista más votada, que impide coaliciones contrahechas. En la batalla electoral, cada partido tiene su estrategia. Pero nada impide que, si la aritmética lo impone, socialistas y populares convengan la mejor fórmula para asegurar un gobierno sin sobresaltos en la Moncloa y en el Estado de las autonomías. Por el bien de España, diríamos parafraseando a Vox, y por el bien de Europa, además.

A ese consenso no ha de renunciar nunca un partido democrático, una vez que en el silencio de las urnas sólo quepa salvar lo más importante: el barco. El barco es España y también es Europa, aún en medio de una guerra y esperemos que muy pronto, de la paz y la reconstrucción.

Sobrevivir a las elecciones españolas no es ninguna broma para la UE de Von der Leyen. Una gota más rebosaría el vaso. Empezar a llenar los gobiernos más importantes de Europa (y España, como Italia, lo es) de fuerzas que abogan por la implosión de la UE, y que ya presionan al alza en Alemania y Francia, no sólo sería un retroceso para la democracia española, sino un riesgo de voladura para Europa.