Nada me ha parecido más transgresor en todo el 2021, si no lo digo reviento, que, con todas las expectativas en torno al vestido de la Pedroche y cuánta chicha enseñaría este año tras despelotarse por la calle en un anuncio, patrocinase el espacio Melones Bollo. Desde aquí mi aplauso para el cachondo que dijo “no hay huevos” y para el valiente que contestó “aguántame el cubata”. Mis dieces. A partir de aquí, a mí ya me habían ganado. Ni Ibai Llanos, ni Paz Padilla, ni Anne Igartiburu, ni nada de nada. La Nochevieja es de la Pedroche y de este burro no me bajo.

También es verdad que a mí me tenía ya ganada, lo confieso. Me chifla que año tras año siga haciendo lo que le da la gana, siendo libre, sin dejarse influir por el griterío neopuritano ni lo políticamente correcto, ni por un feminismo histeriquillo bramando por las esquinas “cosificación”. Con un par. El vestido de la Pedroche, el no vestido a veces, ya es un must, un clásico de la última noche del año. Como las uvas, como el cotillón, como darle un codazo a la abuela para que se despierte o descartar los polvorones de limón. Sin el vestido de la Pedroche no hay Nochevieja. Eso no lo ha conseguido ni la capa de Ramón García.

Eso sí, tengo que reconocer que esta vez me ha dado un poco de cosita. Con esa capa, que parecía que se había caído por el deslunado de un sexto y, tras atravesar los tendederos de cada piso llevándose por delante toda prenda en su camino, incluído el cubo de las pinzas que lo llevaba en la cabeza, había tocado suelo de mala manera y con la médula lastimada solo podía mover las manos y los ojos. Que yo he creído leer en código morse “no sé qué hago aquí”. Para salir al balcón a saludar a una llenísima plaza la ha tenido que ayudar Chicote, que no parecía entender nada, y que le ha dado la mano como se la daría a una nonagenaria para pasearla un poco al sol en el jardín de la residencia. Estoy convencida de que en el rato que ha estado en el balcón ha interferido varias frecuencias de wifi con todo eso. En realidad, porque lo ha dicho ella, se trataba de “un diálogo entre diseñadores vivos”, pero cualquiera diría que se trataba de un sobredimensionado bocadillo escolar mal envuelto. También ha soltado un discursito con los conceptos favoritos de Irene Montero y Pedro Sánchez: blablabla resiliencia, blablabla poner en el centro, blablabla cuidados. Quítate ya la capa, hombre, y déjanos seguir con lo nuestro.

Decepción. Nada escandaloso ni iconoclasta. Poca irreverencia. Vestido del año 1991, colección del Museo Manuel Piña. Muy recatadito lo he visto yo para ser de la Pedroche, con un puntito retrofuturista, eso sí, con sus transparencias y sus iridiscencias, y zapatos imposibles. Donde ella ve una alegoría al renacimiento de los insectos yo veo un reflector portátil mal plegado. Y se ha rapado el pelo: el estriptis ha sido capilar.

Como para mí la Nochevieja se acaba cuando se desvela el vestido de la Pedroche, ahí ya me he puesto a otra cosa. He intentado ver en diferido lo de Ibai Llanos en Twich para hacerme la joven, aunque no he aguantado ni dos minutos. Luego pretendía ver qué tal Paz Padilla y Anne Igartiburu, Sobera o la Pardo pero, para contároslo. Al final me he quedado en el Cachitos de Hierro y Cromo que habían emitido antes de las campanadas y que homenajeaba a Raffaella Carrá. Mira, yo qué sé: Soy más de Raffaella que de Ibai, más del archivo de RTVE que de YouTubers e influencers. Más de baticuore y rumore rumore que de “retuits” y “fologüers”, qué le vamos a hacer.