La habilidad de Irene Montero y compañía para vendernos como propios logros para la mujer ya conseguidos antes, y que llevamos décadas disfrutando, es fascinante. La política convertida en prestidigitación, el arte de vender la nada. Me dan ganas de aplaudir como una loca pese a que a mí los magos, como los tunos, me inquietan sobremanera. Irene Montero también, lo confieso. 

Irene Montero, ministra de Igualdad, en rueda de prensa.

Irene Montero, ministra de Igualdad, en rueda de prensa. Zipi EFE

De pronto, con ella, las mujeres podemos elegir qué queremos estudiar, con quién acostarnos, podemos decir no, ocupamos puestos de dirección, salimos a la calle solas y de noche, bebemos, abortamos si queremos, podemos sentirnos hombres… ¡Nos descubrieron, por fin nos descubrieron!

Con Podemos en el poder, las mujeres de hoy hacemos lo mismo que antes, pero como si lo hiciésemos por vez primera. Debe ser muy satisfactorio (o patológico, no me decido) ser ella, porque te encuentras atribulada por problemas de hace tiempo a los que ya otra generación encontró solución. Se sufre, pero poquito, sabiendo que el contratiempo es en diferido.

Apenas añades luego a esa solución ya alcanzada algo de tu propia cosecha (una coma, un pequeño matiz, un delirio), cambias el epígrafe et voilà: ahí tienes una nueva (ejem) conquista del feminismo (del tuyo) que entregar con lazo morado a tus hordas de incondicionales. Sin despeinarte ni sudar, que eso es de pobres. 

Parece que no, pero hay que tener arte para colectivizar los dramas y los traumas, para que todo avatar desagradable de tu vida, del más leve incomodo a la mayor de las injusticias, sea de todas y cada una de nosotras. Digo arte por no decir desvergüenza. A cualquiera se le caería la cara del bochorno, que hay que tenerlos como Manolete para tratar de tonto a la cara a todo un país.  

Lo último ya es de traca, decir que la menstruación la vivimos las mujeres con culpa, vergüenza y en soledad. Sólo le ha faltado añadir que, encima, esos días se nos corta la mayonesa. 

No conozco yo a nadie, lo juro, ni hombre ni mujer, para quien la regla sea un tabú. La que más y la que menos ha enviado a un novio a comprarle las compresas o ha pedido a gritos un támpax desde el baño. La mayoría incluso bromeamos abiertamente con nuestra mala baba premenstrual.

Resulta especialmente indignante, cuando una ha estado en lugares donde la menstruación sí es realmente un estigma por creencias religiosas y mitos ancestrales, la frivolidad con la que esta señora se atreve a decir que aquí, precisamente, eso sea algo más que una minúscula, apenas perceptible, inconveniencia.

Pero qué le vas a contar a ella, que ha venido aquí para salvarnos, para hacer de este lugar uno mucho mejor. Si dice sin decoro que está ahí para que “nuestro país sea un lugar más libre para las mujeres”. Para todas.  

Para todas menos para las que están buenas y cantan, que esas están haciendo apología melódica de la prostitución y la pornografía. 

O si son de derechas, que el feminismo no es de todas, bonita. 

O de centro, porque no hay centro y todo eso que ves, hijo mío, es ultraderecha. 

O no están de acuerdo con la ley trans, que entonces son tránsfobas. 

O con la política de cuotas de paridad.

O no quieren que el Estado, ni nadie, las tutele porque no son seres infantiles, incapaces e irresponsables.

O si deciden tener hijos y cuidarlos.

O no odian a los hombres.

O no se sienten víctimas ni discriminadas por el simple hecho de serlo.

O asumen sus propios errores como propios y no los achacan al machismo estructural y al heteropatriarcado histórico.

O si… (paradme).