Si la justicia francesa llega a condenar a Nicolas Sarkozy por financiación ilegal un par de días antes, se habría montado una buena en el detector de metales de la convención del PP. Imaginemos las interferencias en el escáner ocasionadas por la pulsera carcelario-electrónica del expresidente francés. Es la segunda vez que Sarkozy se libra de la cárcel por los pelos. También quedó acreditado su intento de sobornar a un juez.

A Pablo Casado no le importó la primera condena ni que estuviera a punto de caer la segunda. Se dejó abrazar por el mandatario vecino como si no hubiera un mañana. Alabó su gestión como un espejo en el que mirarse. En eso, conviene apuntar, poco dista el histórico PP madrileño de Sarkozy. ¿Y si vino como consultor?

¡Financiación ilegal! Imagino indignados a Francisco Granados, Ignacio González, Luis Bárcenas y El Bigotes: “Y a nosotros, ¿por qué no nos invitaron?”. Lo sustancial no está en el esperpento, sino en la invitación. Aunque en Génova dicen que llamaron a Sarkozy antes de la primera condena, lo pasearon como una estrella después de haberla conocido. Lo más grave es el concepto de los votantes que tienen el jefe de la oposición y su equipo.

Por fuerza mayor, alguien en Génova tuvo que decir algo así: “Oye, no es para tanto. Jode, si ha sido presidente de Francia”. O lo que es lo mismo: “No nos va a perjudicar electoralmente que vitoreemos a un condenado como si fuera Mick Jagger”. 

La escena pone carne y hueso a lo que venimos barruntando cada vez con más firmeza: la política es mucho peor de lo que parece. Siempre ha sido así, podemos pensar, pero el culto a lo cutre es el sello que dejará nuestro tiempo.

Nunca antes habíamos visto con tanta nitidez el despotismo de nuestros representantes. Caminan henchidos de cierta aristocracia intelectual. Es ridículo, teniendo en cuenta que nuestros candidatos leen cada vez menos.

Pero de sus acciones, como la mencionada de Casado, sólo se desprende que confían en que el estómago del votante admite cualquier cosa. Algo así debió de pasar con Mariano Rajoy, que ganó dos elecciones con un PP que supuraba corrupción por todas partes. Pero el tío se cortaba, por lo menos se hacía el despistado.

La enfermedad de la política cutre recorre también, claro, la bancada del Gobierno. Escojamos una escena. Por ejemplo ésta: Iván Redondo, en su entrevista con Jordi Évole, dijo que el insomnio de Pedro Sánchez en relación a Podemos era cosa de “un momento”.

Fue eso, un momento en el que la negociación no iba bien. Traducido: Sánchez quería armar la coalición con Podemos y soltó aquella frase (demoledora) sólo para presionar a su socio. Lo hizo, como Casado con Sarkozy, espoleado por esa sensación de invencibilidad. Qué más da que transmita en la tele unos principios opuestos a los suyos.

Nunca antes había habido un presidente del Gobierno que hiciera de la contradicción su galope preferido. Si alguno de los primeros inquilinos de Moncloa lo hubiera intentado, habría fenecido.

¡Por qué se sienten hoy tan invencibles si cada cuatro años están en nuestras manos! Esa es, seguro, la pregunta para la que no tenemos respuesta.